IX
CONCLUSIÓN
«Si conocieras el don de Dios»
31. «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10), dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima que Cristo tiene por la dignidad de la mujer y por la vocación que le permite tomar parte en su misión mesiánica.
La presente reflexión, que llega ahora a su fin, está orientada a reconocer desde el interior del «don de Dios» lo que Él, creador y redentor, confía a la mujer, a toda mujer. En el Espíritu de Cristo ella puede descubrir el significado pleno de su femineidad y, de esta manera, disponerse al «don sincero de sí misma» a los demás, y de este modo encontrarse a sí misma.
En el Año Mariano la Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el «misterio de la mujer» y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las «maravillas de Dios», que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del hombre sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?
La Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.
La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina.
La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables «manifestaciones del Espíritu» (cf. 1 Cor 12, 4 ss.), que con grande generosidad han sido dadas a las «hijas» de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la «mujer», la Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su «vocación suprema».
Que María, que «precede a toda la Iglesia en el camino de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo»,(63) nos obtenga también este «fruto» en el Año que le hemos dedicado, en el umbral del tercer milenio de la venida de Cristo.
Con estos deseos imparto a todos los fieles y, de modo especial, a las mujeres, hermanas en Cristo, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1988, décimo de mi Pontificado.
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