La fuerza de la
gracia
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2013-10-22
L’Osservatore Romano
Tras el anuncio de un sínodo
extraordinario que se celebrará en octubre de 2014 sobre la pastoral de la
familia, se han sucedido intervenciones diversas, en particular acerca de la
cuestión de los fieles divorciados vueltos a casar. Para profundizar con serenidad
en el tema, que es cada vez más urgente, del acompañamiento pastoral de estos
fieles en coherencia con la doctrina católica, publicamos una amplia
contribución del arzobispo prefecto de la Congregación para la doctrina de la
fe.
La discusión sobre la problemática de los fieles que tras un divorcio han
contraído una nueva unión civil no es nueva. Siempre ha sido tratada por la
Iglesia con gran seriedad, con la intención de ayudar a las personas afectadas,
puesto que el matrimonio es un sacramento que alcanza en modo particularmente
profundo la realidad personal, social, e histórica del hombre. A causa del
creciente número de afectados en países de antigua tradición cristiana, se
trata de un problema pastoral de gran trascendencia. Hoy los creyentes se
interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia autorizar a los cristianos
divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas condiciones, a recibir los
sacramentos? ¿Les están definitivamente atadas las manos en estas cuestiones?
Los teólogos, ¿realmente han considerado todas las implicaciones y
consecuencias al respecto?
Estas preguntas deben ser discutidas en conformidad con la enseñanza
católica sobre el matrimonio. Una pastoral enteramente responsable presupone
una teología que se abandone a Dios que se revela, prestándole el pleno
obsequio del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo “voluntariamente a la
revelación hecha por El” (Constitución apostólica Dei Verbum, n. 5).
Para hacer comprensible la auténtica doctrina de la Iglesia, debemos comenzar
por la Palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, explicada por la
tradición eclesial e interpretada de modo vinculante por el Magisterio.
El testimonio de la Sagrada Escritura
No deja de ser problemático situar inmediatamente nuestra cuestión en el
ámbito del Antiguo Testamento, puesto que entonces el matrimonio no era
considerado como un sacramento. No obstante, la Palabra de Dios en la Antigua
Alianza es significativa para nosotros, ya que Jesús se coloca en esta
tradición y argumenta a partir de ella. En el decálogo se encuentra el
mandamiento: “No cometerás adulterio” (Ex 20,14), sin embargo, en otro
lugar el divorcio es visto como algo posible. Según Dt 24,1-4, Moisés
estableció que el hombre pueda expedir un libelo de repudio y despedir a la
mujer de su casa, si no lo complace. En consecuencia de esto, el hombre y la
mujer pueden volverse a casar. Sin embargo, junto a la concesión del divorcio,
en el Antiguo Testamento es posible identificar una cierta resistencia hacia
esta práctica. Al igual que el ideal de la monogamia, también la
indisolubilidad está contenida en la comparación profética entre la alianza de
Yavè con Israel y la alianza matrimonial. El profeta Malaquías lo expresa
claramente: “No traicionarás a la esposa de tu juventud... siendo así que ella
era tu compañera y la mujer de tu alianza” (cfr Mal 2,14-15).
En particular, las controversias con los fariseos fueron para el Señor una
ocasión para ocuparse del tema. Jesús se distancia expresamente de la práctica
veterotestamentaria del divorcio, que Moisés había permitido a causa de la
“dureza de corazón” de los hombres y se remite a la voluntad originaria de
Dios: “Desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De
manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no
lo separe el hombre” (Mc 10,5-9, cfr Mt 19; Lc 16,18). La
Iglesia católica siempre se ha remitido, en la enseñanza y en la praxis, a estas
palabras del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio. El pacto que une
íntima y recíprocamente a los conyugues entre sí, ha sido establecido por Dios.
Designa una realidad que proviene de Dios y que, por tanto, ya no está a
disposición de los hombres.
Algunos exégetas sostienen hoy que estas palabras de Jesús habrían sido
aplicadas, ya en tiempos apostólicos, con una cierta flexibilidad,
concretamente con respecto a la porneia/fornicación (cfr Mt 5,32;
19,9) y a la separación entre un cristiano y su cónyuge no cristiano (cfr 1Cor
7,12-15). En el campo exegético, las cláusulas sobre la fornicación fueron
objeto de discusión controvertida, desde el comienzo. Muchos están convencidos
que no se trataría de excepciones a la indisolubilidad, sino de vínculos
matrimoniales inválidos. De todos modos, la Iglesia no puede fundar su doctrina
y praxis sobre hipótesis exegéticas debatidas. Ella debe atenerse a la clara
enseñanza de Cristo.
Pablo establece la prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo:
“A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del
Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a
casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a
su mujer” (1Cor 7,10-11). Al mismo tiempo, permite en razón de su propia
autoridad, que un no cristiano pueda separarse de su cónyuge, si se ha
convertido al cristianismo. En este caso, el cristiano “no queda obligado” a
permanecer soltero (1Cor 7, 12-16). A partir de esta posición, la
Iglesia reconoce que sólo el matrimonio entre un hombre y una mujer bautizados
es un sacramento en sentido real, y que sólo a éstos se aplica la
indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no bautizados, si bien
está orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas circunstancias –a causa de
bienes más altos– puede ser disuelto (Privilegium Paulinum). No se trata
aquí, por tanto, de una excepción a las palabras del Señor. La indisolubilidad
del matrimonio sacramental, es decir de éste en el ámbito del misterio
cristiano, permanece intacta.
La Carta a los Efesios es de grande significado para el fundamento bíblico
de la comprensión sacramental del matrimonio. En ella se señala: “Maridos, amad
a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef
5,25). Y más adelante, escribe el Apóstol: “Por eso, el hombre dejará a su
padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este
es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia” (Ef
5,31-32). El matrimonio cristiano es un signo eficaz de la alianza entre
Cristo y la Iglesia. El matrimonio entre bautizados es un sacramento porque
significa y confiere la gracia de este pacto.
El testimonio de la Tradición de la
Iglesia
Los Padre de la Iglesia y los Concilios constituyen un importante
testimonio para el desarrollo de la posición eclesiástica. Según los Padres,
las instrucciones bíblicas son vinculantes. Éstos rechazan las leyes estatales
sobre el divorcio por ser incompatibles con las exigencias de Jesús. La Iglesia
de los Padres, en obediencia al Evangelio, rechazó el divorcio y un segundo
matrimonio. En este punto, el testimonio de los Padres es inequivocable.
En la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a
casar civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando
hubiesen pasado por un periodo de penitencia. Algunos textos patrísticos, es
cierto, permiten reconocer abusos, que no siempre fueron rechazados con rigor y
que, en ocasiones, se buscaron soluciones pastorales para rarísimo
casos-límites.
Más tarde, en algunas regiones, sobre todo a causa de la creciente
interdependencia entre el Estado y la Iglesia, se llegó a compromisos mayores.
En Oriente este desarrollo prosiguió su curso y condujo, especialmente después
de la separación de la Cathedra Petri, a una praxis cada vez más
liberal. Hoy existe en las iglesias ortodoxas una multitud de causas para el
divorcio, que en su mayoría son justificados mediante la referencia a la Oikonomia,
la indulgencia pastoral en casos particularmente difíciles, y abren el camino a
un segundo o tercer matrimonio con carácter penitencial. Esta práctica no es
coherente con la voluntad de Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús
sobre la indisolubilidad del matrimonio, y representa una dificultad significativa
para el ecumenismo.
En Occidente, la Reforma Gregoriana se opuso a la tendencia liberalizadora
y retornó a la interpretación originaria de la Escritura y de los Padres. La
Iglesia Católica ha defendido la absoluta indisolubilidad del matrimonio
también al precio de grandes sacrificios y sufrimientos. El cisma de la
“Iglesia de Inglaterra” separada del sucesor de Pedro, tuvo lugar no con motivo
de diferencias doctrinales, sino porque el Papa, en obediencia a las palabras
de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para disolver su
matrimonio.
El Concilio de Trento confirmó la doctrina de la indisolubilidad del
matrimonio sacramental y explicó que ésta corresponde a la enseñanza del
Evangelio (cfr DH 1807). En ocasiones, se sostiene que la Iglesia toleró de
hecho la praxis oriental. Esto no corresponde a la verdad. Los canonistas
hablaron reiteradamente de una práctica abusiva, y existen testimonios de
grupos de cristianos ortodoxos, que, convertidos al catolicismo, tuvieron que
firmar una confesión de fe con una expresa referencia a la imposibilidad de un
segundo o un tercer matrimonio.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes,
sobre “la Iglesia en el mundo de hoy”, ha enseñado una doctrina teológica y
espiritualmente profunda sobre el matrimonio. Ella sostiene de forma clara su
indisolubilidad. El matrimonio se entiende como una comunidad integral,
corpóreo-espiritual, de vida y amor entre un hombre y una mujer, que
recíprocamente se entregan y reciben como personas. Mediante el acto personal y
libre del consentimiento recíproco, se funda por derecho divino una institución
estable ordenada al bien de los conyugues y de la prole, e independiente del
arbitrio del hombre: “Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo
mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su
indisoluble unidad” (n. 48). A través del sacramento, Dios concede a los
conyugues una gracia especial: “Porque así como Dios antiguamente se
adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora
el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los
esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece
con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua
fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (idem).
Mediante el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio contiene un
significado nuevo y más profundo: Llega a ser una imagen del amor de Dios hacia
su pueblo y de la irrevocable fidelidad de Cristo a su Iglesia.
El matrimonio como sacramento se puede entender y vivir sólo en el contexto
del misterio de Cristo. Cuando el matrimonio se seculariza o se contempla como
una realidad meramente natural, queda impedido el acceso a su sacramentalidad.
El matrimonio sacramental pertenece al orden de la gracia y, en definitiva,
está integrado en la comunidad de amor de Cristo con su Iglesia. Los cristianos
están llamados a vivir su matrimonio en el horizonte escatológico de la llegada
del Reino de Dios en Jesucristo, Verbo de Dios encarnado.
El testimonio del Magisterio en épocas
recientes
Con el texto, aún hoy fundamental, de la Exhortación Apostólica Familiaris
consortio, publicado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981, después
del Sínodo de Obispos sobre la familia cristiana en el mundo de hoy, se
confirma expresamente la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio.
Desde el punto de vista pastoral, la Exhortación postsinodal se ocupa también de la atención de los fieles
vueltos a casar con rito civil, pero que están aún vinculados entre sí por un
matrimonio eclesiástico válido. El Papa manifiesta por tales fieles un alto
grado de preocupación y de afecto. El n. 84 (“Divorciados vueltos a casar”) contiene
las siguientes afirmaciones fundamentales:
1. Los pastores que tienen cura de ánimas, están obligados por amor a la
verdad “a discernir bien las situaciones”. No es posible evaluar todo y a todos
de la misma manera.
2. Los pastores y las comunidades están obligados a ayudar con solicita
caridad a los fieles interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia, tienen
derecho a la atención pastoral y deben tomar parte en la vida de la Iglesia.
3. Sin embargo, no se les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al
respecto se adopta un doble motivo:
a) “Su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de
amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”;
b) “Si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían
inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la
indisolubilidad del matrimonio”. Una reconciliación a través del sacramento de
la penitencia, que abre el camino hacia la comunión eucarística, únicamente es
posible mediante el arrepentimiento acerca de lo acontecido y “la disposición a
una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio”. Esto
significa, concretamente, que cuando por motivos serios la nueva unión no puede
interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de los hijos, el hombre y la
mujer deben “obligarse a vivir una continencia plena”.
4. A los pastores se les prohíbe expresamente, por motivos teológico
sacramentales y no meramente legales, efectuar “ceremonias de cualquier tipo”
para los divorciados vueltos a casar”, mientras subsista la validez del primer
matrimonio.
La carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la recepción de
la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a
casar, del 14 de septiembre de 1994, ha confirmado que la praxis de la Iglesia,
frente a esta pregunta, “no puede ser modificada basándose en las diferentes
situaciones” (n.5). Además, se aclara que los fieles afectados no deben
acercarse a recibir la sagrada comunión basándose en sus propias convicciones
de conciencia: “En el caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los
confesores (…), tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de
conciencia está reñido abiertamente con la doctrina de la Iglesia” (n. 6). Si
existen dudas acerca de la validez de un matrimonio fracasado, éstas deberán
ser examinadas por el tribunal matrimonial competente (cfr n. 9). Sigue siendo
de fundamental importancia obrar “con solícita caridad [para] hacer todo
aquello que pueda fortalecer en el amor de Cristo y de la Iglesia a los fieles
que se encuentran en situación matrimonial irregular. Sólo así será posible
para ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y soportar en
la fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se deberá cumplir
toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de
discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de
Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio
como don del Creador” (n. 10).
En la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis, del
22 de febrero de 2007, Benedicto XVI retoma y da nuevo impulso al trabajo del
anterior Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía. El n. 29 del documento trata
acerca de la situación de los fieles divorciados y vueltos a casar. También
para Benedicto XVI se trata aquí de “un problema pastoral difícil y complejo”.
Reitera “la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cfr Mc
10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo”,
pero también exhorta a los pastores a dedicar “una especial atención” a los
afectados, “con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de
vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar,
la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la
participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza
o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la
tarea de educar a los hijos”. Cuando existen dudas sobre la validez de un
matrimonio anterior fracasado, éstas deberán ser examinadas por los tribunales
matrimoniales competentes.
La mentalidad actual contradice la comprensión cristiana del matrimonio
especialmente en lo relativo a la indisolubilidad y la apertura a la vida.
Puesto que muchos cristianos están influido por este contexto cultural, en
nuestros días, los matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el
pasado. En efecto, falta la voluntad de casarse según el sentido de la doctrina
matrimonial católica y se ha reducido la pertenencia a un contexto vital de fe.
Por esto, la comprobación de la validez del matrimonio es importante y puede
conducir a una solución de estos problemas. Cuando la nulidad del matrimonio no
puede demostrarse, la absolución y la comunión eucarística presuponen, de
acuerdo con la probada praxis eclesial, una vida en común “como amigos, como
hermano y hermana”. Las bendiciones de estas uniones irregulares, “para que no
surjan confusiones entre los fieles sobre el valor del matrimonio, se deben
evitar”. La bendición (bene-dictio: aprobacion por parte de Dios) de una
relación que se opone a la voluntad del Señor es una contradicción en sí misma.
En su homilía para el VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán, el 3
de junio de 2012, Benedicto XVI habló una vez más de este doloroso problema:
“Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las
enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias
dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os
sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras
comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha
adecuadas iniciativas de acogida y cercanía”.
El último Sínodo de Obispos sobre “La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana” (7-28 de octubre de 2012), ha vuelto a ocuparse
de la situación de los fieles que tras el fracaso de una comunidad de vida
matrimonial (no el fracaso del matrimonio como tal, que permanece en cuanto
sacramento), han establecido una nueva unión y conviven sin el vínculo
sacramental del matrimonio. En el mensaje conclusivo, los Padres sinodales se
dirigieron a ellos con las siguientes palabras: “A todos ellos les queremos
decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la Iglesia los ama y
es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia,
aunque no puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las
comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas
situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación”.
Consideraciones antropológicas y
teológico-sacramentales
La doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio encuentra con
frecuencia incomprensiones en un ambiente secularizado. Allí donde las ideas
fundamentales de la fe cristiana se han perdido, la mera pertenencia
convencional a la Iglesia no está en condiciones de sostener decisiones de vida
relevantes ni de ofrecer un apoyo en las crisis tanto del estado matrimonial
como del sacerdotal y la vida consagrada. Muchos se preguntan: ¿Cómo podré
comprometerme para toda la vida con una única mujer o un único hombre? ¿Quién
me puede decir cómo estará mi matrimonio en diez, veinte, treinta o cuarenta
años? Por otra parte, ¿es posible una unión de carácter definitivo a una única
persona? La gran cantidad de uniones matrimoniales que hoy se rompen refuerzan
el escepticismo de los jóvenes sobre las decisiones que comprometan la propia
vida para siempre.
Por otra parte, el ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer,
fundado en el orden de la creación, no ha perdido nada de su atractivo, como lo
revelan recientes encuestas dirigidas a gente joven. La mayoría de los jóvenes
anhela una relación estable y duradera, tal como corresponde a la naturaleza
espiritual y moral del hombre. Además, se debe recordar el valor antropológico
del matrimonio indisoluble, que libera a los cónyuges de la arbitrariedad y de
la tiranía de sentimientos y estados de ánimo, y les ayuda a sobrellevar las dificultades
personales y a vencer las experiencias dolorosas. En particular, protege a los
niños, que, por lo general, son los que más sufren con la ruptura del
matrimonio.
El amor es más que un sentimiento o instinto. En su esencia, el amor es
entrega. En el amor matrimonial, dos personas se dicen consciente y
voluntariamente: sólo tú, y para siempre. A las palabras del Señor: “Lo que
Dios ha unido” corresponde la promesa de los esposos: “Yo te acepto como mi
marido… Yo te acepto como mi mujer… Quiero amarte, cuidarte y honrarte toda mi
vida, hasta que la muerte nos separe”. El sacerdote bendice la alianza que los
esposos han sellado entre si ante la presencia de Dios. Quien se pregunte si el
vínculo matrimonial tiene una naturaleza ontológica, déjese instruir por las
palabras del Señor: “Al principio, el Creador los hizo varón y mujer, y que
dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer,
y serán los dos una sola carne. Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne”
(Mt 19, 4-6).
Para los cristianos rige el hecho de que el matrimonio entre bautizados
–por tanto, incorporados al cuerpo de Cristo–, tiene una dimensión sacramental
y representa así una realidad sobrenatural. Uno de los más serios problemas
pastorales está constituido por el hecho de que algunos juzgan el matrimonio
exclusivamente con criterios mundanos y pragmáticos. Quien piensa según “el
espíritu del mundo” (1Cor 2,12) no puede comprender la sacramentalidad
del matrimonio. La Iglesia no puede responder a la creciente incomprensión
sobre la santidad del matrimonio con una adaptación pragmática ante lo
presuntamente inexorable, sino sólo mediante la confianza en “el Espíritu que
viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido” (1Cor
2,12). El matrimonio sacramental es un testimonio de la potencia de la gracia
que transforma al hombre y prepara a toda la Iglesia para la ciudad santa, la
nueva Jerusalén, la Iglesia misma, preparada “como una novia que se engalana
para su esposo” (Ap 21,2). El evangelio de la santidad del matrimonio se
anuncia con audacia profética. Un profeta tibio busca su propia salvación en la
adaptación al espíritu de los tiempos, pero no la salvación del mundo en
Jesucristo. La fidelidad a las promesas del matrimonio es un signo profético de
la salvación que Dios dona al mundo: “Quien sea capaz de entender, que
entienda” (Mt 19,12). Mediante la gracia sacramental, el amor conyugal
es purificado, fortalecido e incrementado. “Este amor, ratificado por la mutua
fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel,
en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda
excluido de él todo adulterio y divorcio” (Gaudium et spes, n. 49). Los
esposos, en virtud del sacramento del matrimonio, participan en el definitivo e
irrevocable amor de Dios. Por esto, pueden ser testigos del fiel amor de Dios,
nutriendo permanentemente su amor a través de una vida de fe y de caridad.
Los pastores saben que existen ciertamente situaciones en que la convivencia
matrimonial, por motivos graves, se torna prácticamente imposible, por ejemplo,
a causa de violencia sicológica o física. En estas situaciones dolorosas la
Iglesia ha siempre permitido que los conyugues se separaran. Sin embargo, se
debe precisar que el vínculo conyugal del matrimonio válidamente celebrado se
mantiene intacto ante Dios, y sus integrantes no son libres para contraer un
nuevo matrimonio mientras el otro cónyuge permanece con vida. Los pastores y
las comunidades cristianas se deben por lo tanto comprometer en promover
caminos de reconciliación, también en estas situaciones, o bien, cuando no sea
posible, ayudar a las personas afectadas a superar en la fe su difícil
situación.
Comentarios teológico morales
Cada vez con más frecuencia se sugiere que la decisión de acercarse o
no a la comunión eucarística por parte de los divorciados vueltos a casar
debería dejarse a la iniciativa de la conciencia personal. Este argumento, al
que subyace un concepto problemático de “conciencia”, ya fue rechazado en la
carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994. Desde luego, los
fieles deben examinar su conciencia en cada celebración eucarística para ver si
es posible recibir la sagrada comunión, a la que siempre se opone un pecado
grave no confesado. Los fieles tienen el deber de formar su conciencia y de
orientarla a la verdad. Para esto, deben prestar obediencia a la voz del
Magisterio de la Iglesia que ayuda “a no desviarse de la verdad sobre el bien
del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más
difíciles, la verdad y a mantenerse en ella” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis
splendor, n. 64).
Cuando los divorciados vueltos a casar están en conciencia convencidos de
que su matrimonio anterior no era válido, tal hecho se deberá comprobarse
objetivamente, a través de la autoridad judicial competente en materia
matrimonial. El matrimonio no es incumbencia exclusiva de los conyugues delante
de Dios, sino que, siendo una realidad de la Iglesia, es un sacramento,
respecto del cual no toca al individuo decidir su validez, sino a la Iglesia,
en la que él se encuentra incorporado mediante la fe y el Bautismo. “Si el
matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido,
en ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé al derecho;
por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los Sacramentos.
La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma” (Card.
Joseph Ratzinger, “A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la
Iglesia sobre de la recepción de la Comunión eucarística por parte de los
fieles divorciados y vueltos a casar”, 30 de Noviembre de 2011,
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19980101_ratzinger-comm-divorced_sp.html),
Igualmente, la doctrina de la epikeia, según la cual, una ley vale
en términos generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente
a ella, no puede ser aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad
del matrimonio sacramental se trata de una norma divina que la Iglesia no tiene
autoridad para cambiar. Ésta tiene, sin embargo, en la línea del Privilegium
Paulinum, la potestad para esclarecer qué condiciones se deben cumplir para
que surja el matrimonio indisoluble según las disposiciones de Jesús.
Reconociendo esto, ella ha establecido impedimentos matrimoniales, reconocido
causas para la nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un detallado
procedimiento.
Otra tendencia a favor de la admisión de los divorciados vueltos a casar a
los sacramentos es la que invoca el argumento de la misericordia. Puesto que
Jesús mismo se solidarizó con las personas que sufren, dándoles su amor
misericordioso, la misericordia sería por lo tanto un signo especial del
auténtico seguimiento de Cristo. Esto es cierto, sin embargo, no es suficiente
como argumento teológico-sacramental, puesto que todo el orden sacramental es
obra de la misericordia divina y no puede ser revocado invocando el mismo
principio que lo sostiene. Además, mediante una invocación objetivamente falsa
de la misericordia divina se corre el peligro de banalizar la imagen de Dios,
según la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de Dios pertenece el
hecho de que junto a la misericordia están también la santidad y la justicia.
Si se esconden estos atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del
pecado, tampoco se puede hacer plausible a los hombres su misericordia.
Jesús recibió a la mujer adúltera con gran compasión, pero también le dijo:
“vete y desde ahora no peques más” (Jn 8,11). La misericordia de Dios no
es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las disposiciones de la
Iglesia. Mejor dicho, ella concede la fuerza de la gracia para su cumplimiento,
para levantarse después de una caída y para llevar una vida de perfección de
acuerdo a la imagen del Padre celestial.
La solicitud pastoral
Aunque por su propia naturaleza no sea posible admitir a los sacramentos a
las personas divorciadas y vueltas a casar, tanto más son necesarios los
esfuerzos pastorales hacia estos fieles. Pero se debe tener en cuenta que tales
esfuerzos tienen que mantenerse dentro del marco de la Revelación y de los
presupuestos de la doctrina de la Iglesia. El camino señalado por la Iglesia
para estas personas no es simple. Sin embargo, ellas deben saber y sentir que
la Iglesia, como comunidad de salvación, les acompaña en su camino. Cuando los
cónyuges se esfuerzan por comprender la praxis de la Iglesia y se abstienen de
la comunión, ellos ofrecen a su modo un testimonio a favor de la
indisolubilidad del matrimonio.
La solicitud por los divorciados vueltos a casar no se debe reducir a la
cuestión sobre la posibilidad de recibir la comunión sacramental. Se
trata de una pastoral global que procura estar a la altura de las diversas
situaciones. Es importante al respecto señalar que además de la comunión
sacramental existen otras formas de comunión con Dios. La unión con Dios se
alcanza cuando el creyente se dirige a Él con fe, esperanza y amor, en el
arrepentimiento y la oración. Dios puede conceder su cercanía y su salvación a
los hombres por diversos caminos, aún cuando se encuentran en una situación de
vida contradictoria. Como ininterrumpidamente subrayan los recientes documentos
del Magisterio, los pastores y las comunidades cristianas están llamados a
acoger abierta y cordialmente a los hombres en situaciones irregulares, a
permanecer a su lado con empatía, procurando ayudarles, y dejándoles sentir el
amor del Buen Pastor. Una pastoral fundada en la verdad y en el amor encontrará
siempre y de nuevo los caminos legítimos por recorrer y formas más justa para
actuar.
S.E. Mons. Gerhard L. Müller
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