ME PUEDEN QUITAR
TODO, MENOS MI
LIBERTAD INTERIOR (HN-02)
Ya sabemos que cualquier situación entre humanos es un
encuentro de irradiaciones, donde deben activarse y mejorarse los campos
energéticos personales. Donde siempre debe buscarse el resonar personalmente con
la frecuencia –primigenia y común– de nuestro “ser” interior; y donde cada encuentro no solo debe solicitar a los otros sino
también acogerlos. Por esto, cualquier encuentro con otros debe tirar siempre del
conjunto hacia la interioridad: tanto para entrar más en el interior propio
como en el del otro, y así terminar profundizando ambos en “lo que es común a
los dos”. Y es por esto que, los problemas
de desencuentros siempre provienen de faltas de profundizaciones personales.
Recordemos ahora lo
ya dicho, en otro curso anterior, acerca
de la fórmula usada por Calcedonia –en el año 415–, a propósito de su discusión
sobre la partícula con la que se debe unir Dios y hombre en la definición de
Cristo: “...Zeos, oti
antropos”: “...es Dios, porque
es hombre”. Mientras
que ahora decimos: “Cristo, es Dios verdadero
y Hombre verdadero”. Pero, hay
que matizar lo que se discutió en aquel concilio: “Cristo es Dios porque es Hombre” y “Cristo es Hombre porque es Dios”.
O sea que Cristo (Hombre-Dios), el que me solicita desde el interior de cada
persona y me acoge llevándome de la mano, me dice: ahora que ya has topado
conmigo no te pares ahí –en lo que todavía es fachada– sino ven... y te lleva
más dentro aún. De forma que cuando llegas al final, a la interioridad de
Cristo, te llevas la última y gran sorpresa: ¡Anda!, yo que profundizaba en
un hombre me he encontrado en su cogollo con Dios. Y esto es lo que dice
Calcedonia: lo que hace que Cristo sea un hombre verdadero (o sea un Hombre)
es que a la vez es Dios verdadero. Traducido para nosotros: Lo que hace
que cualquiera de nosotros sea hombre verdadero, es que Dios está
verdaderamente dentro de cada uno. Por tanto:
-Un hombre que no
llegue a sentir a Dios, nunca llegará a ser hombre verdadero. Y, todo hombre
que llega a ser Hombre de verdad es porque desemboca en Dios; ya que Dios es la
meta del hombre.
-Dios es aquello que hace que
el hombre sea lo que “es”; o también,
Dios es lo que hace que el hombre sea Hombre.
Luego un hombre a quien se le quitase a Dios, se quedaría no en un hombre sin
Dios sino en un hombre sin Hombre. La forma de matar realmente a un hombre
sería sacarle a Dios; o sea, quitarle su libertad. Y esta es nuestra
grandeza de hombre: me pueden quitar todo, pero nunca mi libertad interior; pues
nunca me pueden quitar a Dios, incluso aunque yo me confiese ateo.
San
Agustín ya dijo: hay que tener muy buena
vista para, mirar a un hombre y
hablarle como a Dios.
Y esto es
exactamente lo que hizo S.Tomás cuando se resistía a creer que Cristo hubiera
resucitado, cuando le pidió a Jesús que enseñase las heridas de sus llagas;
pues terminó diciéndole: “Señor mío y
Dios mío”. O sea, empezó
dirigiéndose al hombre Jesús y terminó reconociendo a Dios en él: terminó
reconociendo a Dios en el cogollo infinito de Jesús. Es decir que yo, después
de mirar bien a un hombre y de sentir en él la irradiación del hombre-Cristo,
si me meto bien en su corazón (o sea en lo que hace que ese hombre sea
verdaderamente Hombre) y le hablo como tal, puedo llegar a descubrir a Dios.
Y lo mismo les puede pasar a los
demás conmigo. Si alguien entra dentro de mí porque yo le interpelo con mi
resonar amoroso –desde aquello que hace que yo sea yo, es decir desde lo más
mío que yo tengo, o sea desde el yo más yo de todo mí yo– resulta que, al
profundizarme, ese alguien puede llegar a descubrir que mi cogollo es divino. Esto
quiere decir, traducido, que yo no soy
el que consigue llegar a ser Yo: que yo no soy el verdadero autor de mí mismo, porque el que hace que yo llegue
a ser Yo es un yo infinito que ya está parcialmente dentro de mí. Y por tanto, yo conseguiré ser Yo en tanto camine hacia Él
desde esa semilla suya (“mi centro”) que ya está dentro de mí. O sea, si somos capaces
de introducirnos en lo que es “nuestro centro” –que además es el mismo centro
de todos los demás– entonces desembocaremos todos juntos en el infinito. Mi
“centro”, que es mi dimensión (como vértice de un ángulo que se abre
infinitamente), es la parte del Cristo final que ya está aquí.
El camino de lo humano, es un camino que siempre va hacia
adelante y no tiene marcha atrás. Es decir, cada uno empieza desde su
curiosidad y va de curiosidad en curiosidad –de circunstancia en circunstancia–
para que el punto inicial del que venga detrás sea cada vez mayor; para que se
abra el ángulo acumulado al máximo de las posibilidades de cada momento. Y en
este largo caminar por nuestra lucha existencial, siempre deberemos recordar
que: a pesar de las peores contrariedades y pérdidas personales, siempre
nos quedará lo más grande y lo más propio: nuestra libertad interior, Dios. Por lo que, al vivir situaciones
dramáticas en las que nos parezca que Dios está ausente, deberemos recordar que
es precisamente entonces cuando Él está más dentro de cada afectado.
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