martes, 2 de febrero de 2016

CURSO “EL HOMBRE NUEVO” (SOMOS “EL NIÑO”, EL HIJO, DE TODOS LOS QUE NOS ANTECEDIERON) (HN-03)

SOMOS  “EL NIÑO”, EL HIJO,  DE TODOS  LOS  QUE  NOS  ANTECEDIERON   (HN-03)

Está claro que las cosas viejas se pueden contar hoy tal como fueron contadas hace muchos años, pero las nuevas sólo hoy se pueden contar; porque estas ayer todavía no eran, todavía no las conocíamos. Y si nos referimos a la teología de hoy, en tiempos y espacios que no sean pasado, podremos afirmar una cosa muy seria –derivada de lo dicho por Cristo y que veremos ahora más adelante–: la teología de hoy nos va a decir cosas inauditas (nunca oídas), pero esperadas. ¿Inauditas y esperadas?  Sí, esperadas porque lo que más esperamos es lo que más dentro llevamos; que a su vez es un infinito parcial: algo que todavía es un inaudito en su totalidad. Recordemos que cuando apareció el Mesías en Navidad apareció lo inaudito, que a su vez era lo que habían estado esperando desde Adán: pues desde que el hombre se puso en pie ya esperaban al Mesías. ¡Inaudito, pero esperado! Lo más esperado, lo más nuestro, es lo más increíble; debido a que, al ser futuros infinitos, desde nuestra finitud actual no podemos imaginar –nos resulta increíble– lo que puede suponer ser infinitos: y esto resulta increíble salvo que lo experimentemos, que lo gocemos parcialmente, de alguna manera. Pero la teología hasta hace no mucho –y por supuesto toda la escolástica–, no supo caminar por lo que ahora entendemos como “la teología del gozo”; como “la celebración del hombre nuevo”. Porque, las cosas no se entienden hasta que ya se pueden entender

Cristo, en el día de la Ascensión, mientras se iba les decía a los discípulos –pequeñitos pero curiosos–: “mucho me queda por deciros, pero no podéis con tanto ahora...” (Jn. 16, 12): “no lo podríais soportar, no lo entenderíais, no os cabría dentro” (Jn. 14, 26; 16,7; Hb. 5,11). Es como si a ti, que eres un cuenco pequeño, quisiéramos meterte todo el Mediterráneo; reventaría tu cuenco. O sea que entonces no se nos podía decir; pero en su momento y ya con nuestra dimensión agrandada, se nos puede meter mucho más mar dentro sin que estalle nuestro cuenco. “Esto es lo que tenía que deciros... el Espíritu Santo, ése os lo enseñará todo” (Jn. 14, 26). Y traduciendo: Ese es el que nos enseñará el resto, hasta el infinito.  Pero también podríamos preguntarnos: ¿y por qué Jesús no hizo que pudieran entender entonces lo que tenía que decir? Porque, esta es la obra silenciosa de Dios en el corazón del hombre: obra en la que no sólo respeta “la edad”-la madurez- de cada hombre, sino que respeta también la de las distintas edades de la humanidad. Es como cuando queremos transmitir mensajes a los niños: no los cogemos y abrimos en canal para meterles dentro el mensaje, sino que acudimos a la creatividad y sugestión de un cuento; y así lo van entendiendo, según lo sienten y gozan. Es decir, montados en el tiempo y a lo largo de... lo vamos entendiendo; pero siempre se necesitan fracciones de tiempo sucediéndose, para contar los hechos y sus matices. Así han pasado 2.000 años desde que Jesús se fue, y durante este tiempo la silenciosa obra de Dios –en el cogollo del hombre– ha ido trabajando para que pudiésemos entender todo lo que ahora ya aceptamos: eso que no nos pudo enseñar antes, pues no lo hubiéramos entendido. Y de igual forma, nos seguirá preparando para que en el futuro se entiendan cosas que ahora todavía no podemos entender: de hecho parece que nos seguirá preparando incluso en la eternidad, ya que esta también es progresiva en inteligencia y conocimiento de Dios.  O sea que, ¿hoy se sabe más que todos los viejos teólogos y que todos los que no lograron decir lo que se va a decir durante este curso? Sí, pero no nos sintamos superiores: lo que hoy se sabe es gracias a los que nos precedieron y no a pesar de ellos. Si ellos no nos hubieran precedido no podríamos decir lo que estamos diciendo en la actualidad. Así que, hay que rendir un homenaje a todos los viejos: este curso debe ser un homenaje a todo lo que tenían de “niño” (inquietos-preguntones)  los viejos que nos antecedieron. Ahora, los niños somos nosotros y los viejos son aquellos niños que ya tienen... años. No hay que maldecir nada del pasado, porque cuando anunciamos lo nuevo estamos diciendo: vamos hacia el futuro, pero lo que nos permite avanzar seguros hacia ese futuro es el pasado; ese  “humus” rico que nos dejaron nuestros antepasados y que nos sirve ahora de combustible para sentir y pensar. Recordemos que el petróleo que usamos actualmente se hizo hace millones de años –quizá después de cataclismos monstruosos que sepultaron lo que luego se transformaría–, y que hoy viajamos gracias a esas reservas de nuestra propia tierra; hechas y amasadas, allá dentro, durante millones de años. Esto mismo es lo que pasa en las bodegas del hombre. Recordemos que, tanto en teología como en antropología, lo que nos distingue de los primitivos es una sola cosa: son las generaciones intermedias.   

Recordemos, como ejemplo, el momento en que Europa descubre a Aristóteles en el s. XI. Ya que Europa –desde los romanos pasando por San Agustín– fue puramente platónica hasta que Aristóteles empezó a ser traducido (del árabe y del griego) en la escuela de traductores de Toledo.  Pedro el Venerable, un visitador de los cistercienses, recogió alguno de estos textos traducidos y los llevó a Francia: a la escuela de Chartres, fundada al tiempo que empezaba a crecer su maravillosa catedral. Allí estaba la “escuela de los chartrianos”, dirigida por un Obispo y su hermano Bernardo; siendo éste un gran conocedor de Aristóteles. Pero Aristóteles era del siglo IV antes de Cristo, y ahora nos estamos refiriendo a los siglos XI y XII después de Cristo; por consiguiente, hay dieciséis siglos de diferencia entre Aristóteles y la llegada a Europa de la novedad de su pensamiento. Y es entonces cuando empiezan a abandonar a Platón y a meterse en la experiencia naturalista de Aristóteles. Y es allí, en Chartres, donde uno de los alumnos le preguntó a Bernardo: ¿maestro, cómo hacéis para saber tanto? A lo que San Bernardo –de forma críptica, pero  brillante– contestó lo siguiente: “porque soy un enano sobre espaldas de gigantes”. Y esto hay que seguir recordándolo hoy, cuando pretendamos presumir demasiado, al discurrir por novedades: somos enanos sobre espaldas de gigantes. Los gigantes están soportándome y yo soy un enano; pero al estar encaramado sobre gigantes, lo que no vieron ellos lo puedo ver yo aunque mida mucho menos. Ahora, y sobre la espalda del último gigante, veo más que él.

He aquí la humildad para todo este curso: lo que digamos ahora, como novedades, se lo deberemos a aquellos teólogos que quedan en la sombra porque no lo supieron decir todavía. Y también: si fuéramos ahora gigantes en vez de enanos, podríamos contar maravillas; pero al ser enanos, sólo podremos contar algún milímetro más de los nuevos caminos que abre la teología actual.

Retomemos ahora el encuentro entre Cristo y yo, del que ya hemos hablado en los resúmenes anteriores. Hablemos de su solicitud y acogida correspondiente, así como de las irradiaciones y resonancias que esto implica: de cómo me coge de la mano –al toparme con Él en el interior del hombre– y tira de mí para que no me quede en el exterior; de cómo me solicita Cristo para que recorra mi camino hasta su cogollo –que es el mío–: y allí, y con sorpresa, me doy cuenta de que al buscarle como persona con quién me he topado realmente es con el infinito: Dios.  O sea, se me solicita para que emprenda un camino que cada vez se abre más y que ya no tiene fin: camino infinito que llevará a miles de civilizaciones sucesivas, y que tirará también –una vez interpretadas por el hombre– de todas las galaxias. Pero, dado que la búsqueda del hombre –en su encuentro interior con Cristo– ya ha recorrido un camino –el de la teología que sabemos hoy y el cristianismo del siglo XXI–, surge la pregunta: ¿cómo nos ha llegado este conocimiento por la persona de Cristo y su mensaje? ¿Qué etapas o pasos se han ido dando? ¿Cuáles son las etapas y los esfuerzos realizados por los gigantes que nos sostienen?


De las etapas del camino recorrido, por nuestros gigantes y nuestros niños, dos ya están recorridas; y de una tercera, la nuestra, aún queda camino por recorrer. Pero tanto esta tercera como las anteriores son provisionales, pues en el año… estarán ya en otra..., que vayan Uds. a saber como la llamarán. Es como cuando los historiadores inventaron la Edad Media, pues es evidente que entre la Antigua y la Moderna está la Media; pero ahora, con la Antigua, Media, Moderna y Contemporánea, la Media ya no está en medio y no se debería llamar así. ¿Y quiénes son realmente los gigantes que nos han antecedido en teología cristiana? Hoy nos sostiene un primer gigante: la Teología Lógica o Filosófica, la Teología del Pensamiento, y la Escolástica (que ha durado desde que San Anselmo la inventó en el s. XII hasta hoy prácticamente). Y el otro gigante que nos sostiene –sobre todo en nuestro país– es la Teología Moral. En los siglos XVII y XVIII hubo un intento de coger la Lógica y meterla dentro de la Ética; o sea dentro del comportamiento. Y como ejemplo baste la gran discusión que hubo entre balmesianos y molinistas en nuestro país sobre los temas de “la gracia”, “la moral” y “el libre albedrío”: que nos llevó a entender que ser cristiano consistía en portarse bien, en comportarse según las normas que nos daban. ¿Y ahora dónde estamos? Aquí hay que recordar a Kant, gran maestro en materia de divisiones de la filosofía, que dijo lo siguiente –en “la crítica de la razón pura”–: todo pensamiento y toda realidad pueden ser pensados, pasando por tres etapas –como tres formas distintas de captar la realidad–: una Lógica, otra Ética y una tercera Estética. La Lógica nos enseña a pensar la cosa. La Ética enseña a comportarnos. Y la Estética nos lleva al sentimiento, a la percepción total gozosa de la cosa. La teología durante 2.000 años ha sido lógica y nos ha enseñado a pensar a Dios. Por eso la Escolástica  –una biblioteca infinita, una maravilla– es un gigante que tenemos debajo, y sin él estaríamos todavía entre los primitivos. Pero así como la Lógica nos enseñó a pensar, los grandes maestros de la Ética nos enseñaron a comportarnos de una manera determinada. Y, ¿ahora que? Como decía Kant, ahora toca la Estética; en la que ya estamos. Es el momento de la belleza –de la contemplación–, del juego –de la alegría–, de la libertad –de lo nuevo–. Y como todo lo nuevo tiene un bello atractivo y produce alegría, en libertad, la pregunta es: ¿Soy yo realmente “ese niño”, ese hijo nuevo actual, que desde la contemplación debe repartir paz y alegría?

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