SOMOS “EL NIÑO”, EL HIJO, DE TODOS
LOS QUE NOS
ANTECEDIERON (HN-03)
Está claro que las cosas viejas se pueden contar hoy tal
como fueron contadas hace muchos años, pero las nuevas sólo hoy se pueden
contar; porque estas ayer todavía no eran, todavía no las conocíamos. Y si nos
referimos a la teología de hoy, en tiempos y espacios que no sean pasado, podremos
afirmar una cosa muy seria –derivada de lo dicho por Cristo y que veremos ahora
más adelante–: la teología de hoy nos va
a decir cosas inauditas (nunca oídas), pero esperadas. ¿Inauditas y
esperadas? Sí, esperadas porque lo que
más esperamos es lo que más dentro llevamos; que a su vez es un infinito
parcial: algo que todavía es un inaudito en su totalidad. Recordemos que cuando
apareció el Mesías en Navidad apareció lo inaudito, que a su vez era lo que
habían estado esperando desde Adán: pues desde que el hombre se puso en pie ya
esperaban al Mesías. ¡Inaudito, pero esperado! Lo más esperado, lo más
nuestro, es lo más increíble;
debido a que, al ser futuros infinitos, desde nuestra finitud actual no podemos
imaginar –nos resulta increíble– lo que puede suponer ser infinitos: y esto resulta increíble salvo que lo experimentemos, que lo gocemos
parcialmente, de alguna manera. Pero la teología hasta hace no mucho –y por
supuesto toda la escolástica–, no supo caminar por lo que ahora entendemos como
“la teología del gozo”; como “la celebración del hombre nuevo”. Porque, las
cosas no se entienden hasta que ya se pueden entender.
Cristo, en el día de la Ascensión , mientras se
iba les decía a los discípulos –pequeñitos pero curiosos–: “mucho me queda por
deciros, pero no podéis con tanto ahora...” (Jn. 16, 12): “no lo podríais soportar, no lo
entenderíais, no os cabría dentro” (Jn. 14, 26; 16,7; Hb. 5,11). Es como si a ti, que eres un cuenco pequeño, quisiéramos
meterte todo el Mediterráneo; reventaría tu cuenco. O sea que entonces no se
nos podía decir; pero en su momento y ya con nuestra dimensión agrandada, se
nos puede meter mucho más mar dentro sin que estalle nuestro cuenco. “Esto es
lo que tenía que deciros... el Espíritu Santo, ése os lo enseñará todo” (Jn. 14, 26). Y traduciendo: Ese es
el que nos enseñará el resto, hasta el infinito. Pero también podríamos
preguntarnos: ¿y por qué Jesús no hizo que pudieran entender entonces lo que
tenía que decir? Porque, esta es la obra silenciosa de Dios en el corazón
del hombre: obra en la que no sólo respeta “la edad”-la madurez- de cada hombre,
sino que respeta también la de las distintas edades de la humanidad. Es
como cuando queremos transmitir mensajes a los niños: no los cogemos y abrimos en
canal para meterles dentro el mensaje, sino que acudimos a la creatividad y
sugestión de un cuento; y así lo van entendiendo, según
lo sienten y gozan. Es decir, montados en el tiempo y a lo largo de... lo
vamos entendiendo; pero siempre se necesitan fracciones de tiempo sucediéndose,
para contar los hechos y sus matices. Así han pasado 2.000 años desde que Jesús
se fue, y durante este tiempo la silenciosa obra de Dios –en el cogollo del
hombre– ha ido trabajando para que pudiésemos entender todo lo que ahora ya
aceptamos: eso que no nos pudo enseñar antes, pues no lo hubiéramos entendido.
Y de igual forma, nos seguirá preparando para que en el futuro se entiendan cosas
que ahora todavía no podemos entender: de hecho parece que nos seguirá
preparando incluso en la eternidad, ya que esta también es progresiva en
inteligencia y conocimiento de Dios. O
sea que, ¿hoy se sabe más que todos los viejos teólogos y que todos los que no
lograron decir lo que se va a decir durante este curso? Sí, pero no nos
sintamos superiores: lo que hoy se sabe es gracias a los que nos precedieron y
no a pesar de ellos. Si ellos no nos hubieran precedido no podríamos decir lo
que estamos diciendo en la actualidad. Así que, hay que rendir un homenaje a
todos los viejos: este curso debe ser un homenaje a todo lo que tenían de “niño”
(inquietos-preguntones) los viejos
que nos antecedieron. Ahora, los niños somos nosotros y los viejos son aquellos
niños que ya tienen... años. No hay
que maldecir nada del pasado, porque cuando anunciamos lo nuevo estamos diciendo:
vamos hacia el futuro, pero lo que nos permite avanzar seguros hacia ese futuro
es el pasado; ese “humus” rico que nos
dejaron nuestros antepasados y que nos sirve ahora de combustible para sentir y
pensar. Recordemos que el petróleo que usamos actualmente se hizo hace millones
de años –quizá después de cataclismos monstruosos que sepultaron lo que luego
se transformaría–, y que hoy viajamos gracias a esas reservas de nuestra propia
tierra; hechas y amasadas, allá dentro, durante millones de años. Esto mismo es
lo que pasa en las bodegas del hombre. Recordemos que, tanto en teología
como en antropología, lo que nos distingue de los primitivos es una sola cosa: son
las generaciones intermedias.
Recordemos, como ejemplo, el
momento en que Europa descubre a Aristóteles en el s. XI. Ya que Europa –desde
los romanos pasando por San Agustín– fue puramente platónica hasta que
Aristóteles empezó a ser traducido (del árabe y del griego) en la escuela de
traductores de Toledo. Pedro el
Venerable, un visitador de los cistercienses, recogió alguno de estos textos
traducidos y los llevó a Francia: a la escuela de Chartres, fundada al tiempo
que empezaba a crecer su maravillosa catedral. Allí estaba la “escuela de los
chartrianos”, dirigida por un Obispo y su hermano Bernardo; siendo éste un gran
conocedor de Aristóteles. Pero Aristóteles era del siglo IV antes de Cristo, y
ahora nos estamos refiriendo a los siglos XI y XII después de Cristo; por
consiguiente, hay dieciséis siglos de
diferencia entre Aristóteles y la llegada a Europa de la novedad de su
pensamiento. Y es entonces cuando empiezan a abandonar a Platón y a meterse
en la experiencia naturalista de Aristóteles. Y es allí, en Chartres, donde uno
de los alumnos le preguntó a Bernardo: ¿maestro, cómo hacéis para saber tanto?
A lo que San Bernardo –de forma críptica, pero
brillante– contestó lo siguiente: “porque soy un enano sobre espaldas de
gigantes”. Y esto hay que seguir recordándolo hoy, cuando pretendamos presumir
demasiado, al discurrir por novedades: somos enanos
sobre espaldas de gigantes. Los gigantes están soportándome y yo soy un enano; pero al estar
encaramado sobre gigantes, lo que no vieron ellos lo puedo ver yo aunque mida
mucho menos. Ahora, y sobre la espalda del último gigante, veo más que él.
He aquí la humildad para todo
este curso: lo que digamos ahora, como novedades, se lo deberemos a aquellos
teólogos que quedan en la sombra porque no lo supieron decir todavía. Y
también: si fuéramos ahora gigantes en vez de enanos, podríamos contar
maravillas; pero al ser enanos, sólo podremos contar algún milímetro más de los
nuevos caminos que abre la teología actual.
Retomemos ahora el encuentro
entre Cristo y yo, del que ya hemos
hablado en los resúmenes anteriores. Hablemos de su solicitud y acogida
correspondiente, así como de las irradiaciones y resonancias que esto implica: de
cómo me coge de la mano –al toparme con Él en el interior del hombre– y tira de
mí para que no me quede en el exterior; de cómo me solicita Cristo para que recorra mi camino hasta su cogollo –que es el mío–: y allí, y con sorpresa, me doy cuenta de que al
buscarle como persona con quién me he topado realmente es con el infinito:
Dios. O sea, se me solicita para que emprenda un camino que cada vez se abre más y
que ya no tiene fin: camino infinito que llevará a miles de civilizaciones
sucesivas, y que tirará también –una vez interpretadas por el hombre– de todas las
galaxias. Pero, dado que la búsqueda del hombre –en su encuentro interior con
Cristo– ya ha recorrido un camino –el de la teología que sabemos hoy y el
cristianismo del siglo XXI–, surge la pregunta: ¿cómo nos ha llegado este
conocimiento por la persona de Cristo y su mensaje? ¿Qué etapas o pasos se han
ido dando? ¿Cuáles son las etapas y los esfuerzos realizados por los gigantes
que nos sostienen?
De las etapas del camino
recorrido, por nuestros gigantes y nuestros niños,
dos ya están recorridas; y de una tercera, la nuestra, aún queda camino por
recorrer. Pero tanto esta tercera como las anteriores son provisionales, pues
en el año… estarán ya en otra..., que vayan Uds. a saber como la llamarán. Es
como cuando los historiadores inventaron la Edad Media , pues es
evidente que entre la Antigua
y la Moderna
está la Media ;
pero ahora, con la Antigua ,
Media, Moderna y Contemporánea, la
Media ya no está en medio y no se debería llamar así. ¿Y quiénes
son realmente los gigantes que nos han antecedido en teología cristiana? Hoy
nos sostiene un primer gigante: la Teología Lógica o
Filosófica, la Teología
del Pensamiento, y la
Escolástica (que ha durado desde que San Anselmo la inventó
en el s. XII hasta hoy prácticamente). Y el otro gigante que nos sostiene
–sobre todo en nuestro país– es la Teología Moral. En los siglos XVII y XVIII hubo
un intento de coger la Lógica
y meterla dentro de la Ética; o sea dentro del comportamiento. Y como ejemplo
baste la gran discusión que hubo entre balmesianos y molinistas en nuestro país
sobre los temas de “la gracia”, “la moral” y “el libre albedrío”: que nos llevó
a entender que ser cristiano consistía en portarse bien, en comportarse según
las normas que nos daban. ¿Y ahora dónde estamos? Aquí hay que recordar
a Kant, gran maestro en materia de divisiones de la filosofía, que dijo lo
siguiente –en “la crítica de la razón pura”–: todo pensamiento y toda realidad
pueden ser pensados, pasando por tres etapas –como tres formas distintas de
captar la realidad–: una Lógica, otra Ética y una tercera Estética. La Lógica nos enseña
a pensar la cosa. La Ética enseña a comportarnos. Y la Estética nos lleva al
sentimiento, a la percepción total gozosa de la cosa. La teología durante
2.000 años ha sido lógica y nos ha enseñado a pensar a Dios. Por eso la Escolástica –una biblioteca infinita, una maravilla– es un
gigante que tenemos debajo, y sin él estaríamos todavía entre los primitivos.
Pero así como la Lógica
nos enseñó a pensar, los grandes maestros de la Ética nos enseñaron a
comportarnos de una manera determinada. Y, ¿ahora que? Como decía Kant, ahora
toca la Estética ;
en la que ya estamos. Es el momento de la belleza –de la contemplación–, del
juego –de la alegría–, de la libertad –de lo nuevo–. Y como todo lo nuevo tiene
un bello atractivo y produce alegría, en libertad, la pregunta es: ¿Soy yo
realmente “ese niño”, ese hijo nuevo actual, que desde la contemplación debe
repartir paz y alegría?
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