BUSCAMOS, DESDE EL DESAMPARO ESENCIAL QUE LLEVAMOS DENTRO (HN-25)
¿Qué significado tiene para
Jesús, su referencia al niño? ¿Cuál es la clave de lo que quiere decir, cuando
habla de “ser niño” como condición indispensable para entrar en el Reino? Pues Franz Alt, en su libro “Jesús el primer hombre nuevo”,
nos dice lo siguiente: “Lo que
caracteriza al niño es la angustia ancestral de verse abandonado”.
Y posiblemente ésta sea la definición nuclear: lo que define al niño y al
hombre es la primordial angustia, la angustia fundamental, de verse abandonado.
Por eso el
hombre según va haciéndose mayor tiende a crear en torno de sí una cáscara
artificial, una costra exterior, con la que sentirse seguro; y esto a base de las
seguridades que le dan su cultura, su oficio, su dinero, su poder... Y esto, no solo con las seguridades ya
conseguidas sino también con las que aún le quedan por tener. Pero, precisamente
por aquí es por donde el hombre no solo es viejo sino que está equivocado; y lo
está porque estas seguridades no son realmente seguras. No debemos olvidar que el hombre que se sintiese totalmente seguro,
el que no experimentase desamparo alguno en su caminar, sería un hombre
deshumanizado; porque lo más básico y humano del hombre es el terror primordial
al desamparo. Pero, aunque debajo y en el fundamento del hombre –en el
núcleo vital del hombre– esté siempre la angustia y el terror de verse
abandonado, no olvidemos que todo hombre lleva dentro un niño y que Cristo
dice: “de los niños es el Reino de los Cielos”. Por tanto vamos a seguir esta
línea del niño, que nos conducirá a kénosis
de situaciones personales y culturales; y no solo a lo largo de la vida, sino también
en momentos previos a la muerte. Está claro que podemos ir por la vida diciendo
–algo que también podemos aplicar a la teología gloriosa–: me ha costado
demasiado esfuerzo conseguir las seguridades que ahora me sostienen, hogar, amigos, cultura... y religión (pudiendo
llegar a ser las de ésta autoprotección las más fuertes de todas), ¡para que
ahora venga alguien a decirme que debo desprenderme de todas estas seguridades
ganadas con mi esfuerzo! Pero, lo que realmente debemos recordar es: desde
Jesús, desde el primer hombre nuevo global, todas las seguridades en que nos hemos ido apoyando los hombres han
resultado inseguras (no han conseguido plenamente su fin tranquilizador); pues siempre
se ha mantenido la propia inseguridad básica. Y esto resulta una paradoja, pues
nadie confiaba en que esta inseguridad acabaría siendo lo único perdurable. Por
tanto, si percibiésemos la línea gloriosa del “yo soy creado/soy redimido/y soy salvado”
como una línea continua de meras seguridades, sin más, estaríamos viendo algo
que no es real; pues esa percepción, como conjunto irreal-utópico, no sería realmente
humana. Lo real es la mezcla de seguridad e inseguridad: o sea, una inseguridad fundamental –esencial–
arropada por otras seguridades externas provisionales. Mezcla real esta que,
no nos priva de experimentar angustias transitorias (por las muchas cosas que se
hunden) y a la vez nos hace caminar. Y esto es precisamente lo propio del
niño: tiene que fiarse del exterior, para superar sus propias
experiencias de inseguridad y angustia. Con esto Franz Alt ha dado con la
clave de lo que Cristo quiere decir, cuando habla del niño como paso
indispensable para entrar en el Reino. Lo que hace que la Creación siga
su camino –su búsqueda creativa– es el desamparo esencial que lleva y siente
dentro.
Lo creado percibe –y nosotros también– que, además de ser imposible el amparo
de uno mismo en solitario, es justo este desamparo el que nos interpela
esencialmente hacia nuevos futuros comunitarios: que seguirán interpelándonos hacia
el infinito, al sentir que siempre se quedan en un “sí, pero todavía no...”. En
resumen, percibimos un rechazo a la Creación estática y sin esfuerzos creativos
de búsqueda de futuro. Por eso toda seguridad en la Creación, sin más, es
artificial y engañosa. Y lo mismo
pasa con la Encarnación; porque esta no se vale por sí misma, sino que termina
en el desamparo de la cruz: en la Kénosis que conduce a la Salvación. La
teología moderna, traduce lo anterior diciendo que: la Creación es dinámica
en sí misma pues crece con la Encarnación; y que (según dice San Pablo) por
dónde crece la Creación (como dinamismo de la llegada de Dios encarnándose),
por donde se produce el dinamismo real de la Creación, es por el sufrimiento:
por el esfuerzo y el dolor de parto de la propia Creación. Es como el sufrimiento del feto en su
despedida de la madre: feto que siente –en su parto– tanto el constreñimiento
por “la puerta estrecha” como el desamparo
de tener que irse; y todo esto, para poder llegar a conseguir la plenitud de
ser algo nuevo. El esfuerzo y el dolor, del
parto de la Creación, no acaban en sí mismos: dan a luz la Encarnación y esta,
al terminar en la cruz, a la
Salvación. De forma que, cuando la Encarnación
aparece por los caminos de la Creación, lo hace siempre a través del desamparo
y la angustia de sus pequeños: de “un niño en un
establo”, como dice Bloch. Entonces, una
vez que estamos en el parto de los caminos de la vida, aparece otra vez el
nuevo peligro de una nueva seguridad: la tentación de querer hacer de la
Encarnación una religión. Si bien, es la misma Encarnación la que puede
avisarnos: tampoco busquéis seguridades en mí porque, después de
haber nacido niño y en un establo, terminaré hombre y en una Cruz; terminaré en
el desamparo total. Moltmann es magistral en esto, y tiene unas páginas increíbles
sobre la muerte de Cristo: Humanamente
hablando todo termina en Cristo
clavado en la Cruz ,
porque los hombres se ríen de él y hasta parece que Dios lo ha abandonado. Pero Cristo, que no cayó en la trampa de
escapar de la condición humana –cuando le tientan las autoridades y le dicen
que demuestre ser Dios bajando de la cruz–, sí
asumió este desamparo radical. Pues no sólo aceptó el fracaso de una
doctrina (comprometida y en entredicho), sino el fracaso como persona;
aceptando que quienes le rechazaban –escribas, fariseos, curas y religiosos...–
parecieran tener razón. Y en ese mismo desamparo incluyó a las personas a las
que había curado: pues en la Cruz
no aparece ninguno de los leprosos, cojos, ciegos... con los que Jesús hizo
milagros; ninguno está allí testimoniando en su favor. ¡No apareció nadie! Sólo
su madre y algunas mujeres estaban allí. Y
junto al abandono humano, también
asumió el abandono religioso; pues, los seguidores de su doctrina y su
persona desaparecen. Es tan espantoso el agujero, el vacío angustioso de
Cristo, que llegado el momento supremo de la muerte no se le ocurre más que
recitar el salmo 21: “¡Dios mío por qué
me has dejado!” Este es el vacío terrible, esta es la kénosis tremenda,
este es el desamparo y el abandono total que siente Jesús; este es el desamparo del niño más niño y más abandonado de todos: así muere el hombre que ha
cambiado la historia. Y ahora nos debemos
preguntar: ¿es que somos cristianos por las maravillas que hizo Cristo, o por
la muerte de Cristo? La respuesta es clara: en la muerte de Cristo, en aquel
momento en que todo parece terminar, es cuando empieza todo. Es justamente
ahí, en esa experiencia de abandono y de niñez, donde Jesús alcanza la madurez
máxima de Hombre. La madurez total de Jesús y la madurez total de nuestra
religación con Dios, se produce por experiencias de niño de establo
(experiencias navideñas de partos interiores) y de niño abandonado en la cruz
(experiencias de ser todavía más niño en la muerte). Ahora debemos recordar dos
cosas: que Jesús es el Hijo de Dios, pues no es un creyente en Dios sino un
hombre que tiene por esencia –por cogollo– a Dios mismo; y, además, que las
experiencias finales de abandono y tristeza religiosa son las mismas que
experimentó Jesús durante su vida. Por
ejemplo, cuando los discípulos le preguntan: “¿Es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?” (Hech.
1, 6 y Lc. 24, 21)
“¡Sois duros de cerviz!”, les respondió Jesús. O cuando su madre y sus hermanos
lo quieren recoger, porque creen que se ha vuelto loco al estar predicando
contra la religión (Mc. 3, 21). Y no debemos olvidar, que son todas estas experiencias las que hacen
seguir adelante a Jesús en su camino de madurez. Y al final, Jesús experimenta el dolor y
el sufrimiento total; que no es esa experiencia parcial por la que pasamos
todos en determinados momentos de nuestra vida, sino ese particular momento de
la muerte en que todo converge hacia un pozo profundo donde ya no hay
referencia alguna: donde ni siquiera está el consuelo de decir, que aunque los
hombres me han abandonado al menos Dios está conmigo. Pues el Padre hasta hizo
sentir a Jesús como si todo y todos lo abandonasen: como si en ese momento ni
los hombres, ni la doctrina, ni el esplendor de su vida, ni los milagros, ni
visiblemente Dios, acudiesen en su ayuda. Pero, precisamente es en ese momento cuando
se consuma la Salvación
del hombre: cuando de la Encarnación se pasa a la Salvación , mediante esta
kénosis total; de la misma forma que se pasó previamente, de la Creación a la
Encarnación, por la kénosis del niño indefenso y abandonado.
La Encarnación entronca con la
Creación por la infancia (por un niño disponible, en un pesebre o cueva), y la Salvación entronca con
la Encarnación por los sufrimientos de Jesús: por un sufrimiento donde la
esperanza no es posible. Esto lo llama San Pablo “esperar contra toda
esperanza”. Sólo cuando humanamente no
puedes esperar nada, es cuando nace la verdadera esperanza; pues entonces es
cuando se puede esperar todo desde la kénosis total. El hombre no lo sabe,
pero bastaría con sacar ahora nuestra propia vida y colocarla sobre los
referenciales de vida de Cristo, para volver otra vez al temor infantil del
nacer de nuevo. A través de la Creación caminamos siempre hacia Dios, y lo
hacemos tanto por nuestros aciertos como cuando nos toca circular por nuestros “agujeros”;
siendo estos los que más nos acercan a Dios, porque éste no nos abandona aunque
sintamos el vacío. Si entendemos esto así, como cristianos, no hay por qué
alarmarnos: porque cuando parece que Dios nos ha abandonado, es cuando estamos
a punto de resucitar. Y como esto nos sucede en la vida miles de veces, es
entonces cuando –al experimentar desamparos de infancia, invalidez y mendicidad
humana– conseguimos ir dando pasos adelante; hasta que nos llegue el momento de
la muerte. Momento, sin ninguna referencia y el de mayor abandono, para el que
los dolores de la vida han sido solamente un ensayo. En ese momento de la
muerte, donde sientes el vacío y buscas a Dios, puedes llegar a pensar: ¿Y si
no existiera Dios? En ese momento, angustiado y totalmente desvalido, es
cuando serás más niño. ¡Aleluya!, pues “de éstos es el Reino de los
Cielos”.
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