domingo, 26 de junio de 2016

CURSO “EL HOMBRE NUEVO” (BUSCAMOS, DESDE EL DESAMPARO ESENCIAL QUE LLEVAMOS DENTRO (HN-25))

BUSCAMOS,  DESDE EL DESAMPARO ESENCIAL QUE LLEVAMOS DENTRO   (HN-25)

¿Qué significado tiene para Jesús, su referencia al niño? ¿Cuál es la clave de lo que quiere decir, cuando habla de “ser niño” como condición indispensable para entrar en el Reino?  Pues Franz Alt, en su libro “Jesús el primer hombre nuevo”, nos dice lo siguiente: “Lo que caracteriza al niño es la angustia ancestral de verse abandonado”. Y posiblemente ésta sea la definición nuclear: lo que define al niño y al hombre es la primordial angustia, la angustia fundamental, de verse abandonado.      
Por eso el hombre según va haciéndose mayor tiende a crear en torno de sí una cáscara artificial, una costra exterior, con la que sentirse seguro; y esto a base de las seguridades que le dan su cultura, su oficio, su dinero, su poder...  Y esto, no solo con las seguridades ya conseguidas sino también con las que aún le quedan por tener. Pero, precisamente por aquí es por donde el hombre no solo es viejo sino que está equivocado; y lo está porque estas seguridades no son realmente seguras. No debemos olvidar que el hombre que se sintiese totalmente seguro, el que no experimentase desamparo alguno en su caminar, sería un hombre deshumanizado; porque lo más básico y humano del hombre es el terror primordial al desamparo. Pero, aunque debajo y en el fundamento del hombre –en el núcleo vital del hombre– esté siempre la angustia y el terror de verse abandonado, no olvidemos que todo hombre lleva dentro un niño y que Cristo dice: “de los niños es el Reino de los Cielos”. Por tanto vamos a seguir esta línea del niño, que nos conducirá a kénosis de situaciones personales y culturales; y no solo a lo largo de la vida, sino también en momentos previos a la muerte. Está claro que podemos ir por la vida diciendo –algo que también podemos aplicar a la teología gloriosa–: me ha costado demasiado esfuerzo conseguir las seguridades que ahora me sostienen,  hogar, amigos, cultura... y religión (pudiendo llegar a ser las de ésta autoprotección las más fuertes de todas), ¡para que ahora venga alguien a decirme que debo desprenderme de todas estas seguridades ganadas con mi esfuerzo! Pero, lo que realmente debemos recordar es: desde Jesús, desde el primer hombre nuevo global, todas las seguridades en que nos hemos ido apoyando los hombres han resultado inseguras (no han conseguido plenamente su fin tranquilizador); pues siempre se ha mantenido la propia inseguridad básica. Y esto resulta una paradoja, pues nadie confiaba en que esta inseguridad acabaría siendo lo único perdurable. Por tanto, si percibiésemos la línea gloriosa del  “yo soy creado/soy redimido/y soy salvado” como una línea continua de meras seguridades, sin más, estaríamos viendo algo que no es real; pues esa percepción, como conjunto irreal-utópico, no sería realmente humana. Lo real es la mezcla de seguridad e inseguridad: o sea, una inseguridad fundamental –esencial– arropada por otras seguridades externas provisionales. Mezcla real esta que, no nos priva de experimentar angustias transitorias (por las muchas cosas que se hunden) y a la vez nos hace caminar. Y esto es precisamente lo propio del niño: tiene que fiarse del exterior, para superar sus propias experiencias de inseguridad y angustia. Con esto Franz Alt ha dado con la clave de lo que Cristo quiere decir, cuando habla del niño como paso indispensable para entrar en el Reino. Lo que hace que la Creación siga su camino –su búsqueda creativa– es el desamparo esencial que lleva y siente dentro. Lo creado percibe –y nosotros también– que, además de ser imposible el amparo de uno mismo en solitario, es justo este desamparo el que nos interpela esencialmente hacia nuevos futuros comunitarios: que seguirán interpelándonos hacia el infinito, al sentir que siempre se quedan en un “sí, pero todavía no...”. En resumen, percibimos un rechazo a la Creación estática y sin esfuerzos creativos de búsqueda de futuro. Por eso toda seguridad en la Creación, sin más, es artificial y engañosa. Y lo mismo pasa con la Encarnación; porque esta no se vale por sí misma, sino que termina en el desamparo de la cruz: en la  Kénosis que conduce a la Salvación. La teología moderna, traduce lo anterior diciendo que: la Creación es dinámica en sí misma pues crece con la Encarnación; y que (según dice San Pablo) por dónde crece la Creación (como dinamismo de la llegada de Dios encarnándose), por donde se produce el dinamismo real de la Creación, es por el sufrimiento: por el esfuerzo y el dolor de parto de la propia Creación. Es como el sufrimiento del feto en su despedida de la madre: feto que siente –en su parto– tanto el constreñimiento por “la puerta estrecha” como el desamparo de tener que irse; y todo esto, para poder llegar a conseguir la plenitud de ser algo nuevo. El esfuerzo y el dolor, del parto de la Creación, no acaban en sí mismos: dan a luz la Encarnación y esta, al terminar en la cruz, a la Salvación. De forma que, cuando la Encarnación aparece por los caminos de la Creación, lo hace siempre a través del desamparo y la angustia de sus pequeños: de “un niño en un establo”, como dice Bloch.  Entonces, una vez que estamos en el parto de los caminos de la vida, aparece otra vez el nuevo peligro de una nueva seguridad: la tentación de querer hacer de la Encarnación una religión. Si bien, es la misma Encarnación la que puede avisarnos: tampoco   busquéis seguridades en mí porque, después de haber nacido niño y en un establo, terminaré hombre y en una Cruz; terminaré en el desamparo total. Moltmann es magistral en esto, y tiene unas páginas increíbles sobre la muerte de Cristo: Humanamente hablando todo termina en Cristo clavado en la Cruz, porque los hombres se ríen de él y hasta parece que Dios lo ha abandonado. Pero Cristo, que no cayó en la trampa de escapar de la condición humana –cuando le tientan las autoridades y le dicen que demuestre ser Dios bajando de la cruz–, sí asumió este desamparo radical. Pues no sólo aceptó el fracaso de una doctrina (comprometida y en entredicho), sino el fracaso como persona; aceptando que quienes le rechazaban –escribas, fariseos, curas y religiosos...– parecieran tener razón. Y en ese mismo desamparo incluyó a las personas a las que había curado: pues en la Cruz no aparece ninguno de los leprosos, cojos, ciegos... con los que Jesús hizo milagros; ninguno está allí testimoniando en su favor. ¡No apareció nadie! Sólo su madre y algunas mujeres estaban allí. Y junto al abandono humano, también asumió el abandono religioso; pues, los seguidores de su doctrina y su persona desaparecen. Es tan espantoso el agujero, el vacío angustioso de Cristo, que llegado el momento supremo de la muerte no se le ocurre más que recitar el salmo 21: “¡Dios mío por qué me has dejado!” Este es el vacío terrible, esta es la kénosis tremenda, este es el desamparo y el abandono total que siente Jesús; este es el desamparo del niño más niño y más abandonado de todos: así muere el hombre que ha cambiado la historia. Y ahora nos debemos preguntar: ¿es que somos cristianos por las maravillas que hizo Cristo, o por la muerte de Cristo? La respuesta es clara: en la muerte de Cristo, en aquel momento en que todo parece terminar, es cuando empieza todo. Es justamente ahí, en esa experiencia de abandono y de niñez, donde Jesús alcanza la madurez máxima de Hombre. La madurez total de Jesús y la madurez total de nuestra religación con Dios, se produce por experiencias de niño de establo (experiencias navideñas de partos interiores) y de niño abandonado en la cruz (experiencias de ser todavía más niño en la muerte). Ahora debemos recordar dos cosas: que Jesús es el Hijo de Dios, pues no es un creyente en Dios sino un hombre que tiene por esencia –por cogollo– a Dios mismo; y, además, que las experiencias finales de abandono y tristeza religiosa son las mismas que experimentó Jesús durante su vida.  Por ejemplo, cuando los discípulos le preguntan: “¿Es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?” (Hech. 1, 6 y Lc. 24, 21) “¡Sois duros de cerviz!”, les respondió Jesús. O cuando su madre y sus hermanos lo quieren recoger, porque creen que se ha vuelto loco al estar predicando contra la religión (Mc. 3, 21). Y no debemos olvidar, que son todas estas experiencias las que hacen seguir adelante a Jesús en su camino de madurez.  Y al final, Jesús experimenta el dolor y el sufrimiento total; que no es esa experiencia parcial por la que pasamos todos en determinados momentos de nuestra vida, sino ese particular momento de la muerte en que todo converge hacia un pozo profundo donde ya no hay referencia alguna: donde ni siquiera está el consuelo de decir, que aunque los hombres me han abandonado al menos Dios está conmigo. Pues el Padre hasta hizo sentir a Jesús como si todo y todos lo abandonasen: como si en ese momento ni los hombres, ni la doctrina, ni el esplendor de su vida, ni los milagros, ni visiblemente Dios, acudiesen en su ayuda. Pero, precisamente es en ese momento cuando se consuma la Salvación del hombre: cuando de la Encarnación se pasa a la Salvación, mediante esta kénosis total; de la misma forma que se pasó previamente, de la Creación a la Encarnación, por la kénosis del niño indefenso y abandonado.


La Encarnación entronca con la Creación por la infancia (por un niño disponible, en un pesebre o cueva), y la Salvación entronca con la Encarnación por los sufrimientos de Jesús: por un sufrimiento donde la esperanza no es posible. Esto lo llama San Pablo “esperar contra toda esperanza”. Sólo cuando humanamente no puedes esperar nada, es cuando nace la verdadera esperanza; pues entonces es cuando se puede esperar todo desde la kénosis total. El hombre no lo sabe, pero bastaría con sacar ahora nuestra propia vida y colocarla sobre los referenciales de vida de Cristo, para volver otra vez al temor infantil del nacer de nuevo. A través de la Creación caminamos siempre hacia Dios, y lo hacemos tanto por nuestros aciertos como cuando nos toca circular por nuestros “agujeros”; siendo estos los que más nos acercan a Dios, porque éste no nos abandona aunque sintamos el vacío. Si entendemos esto así, como cristianos, no hay por qué alarmarnos: porque cuando parece que Dios nos ha abandonado, es cuando estamos a punto de resucitar. Y como esto nos sucede en la vida miles de veces, es entonces cuando –al experimentar desamparos de infancia, invalidez y mendicidad humana– conseguimos ir dando pasos adelante; hasta que nos llegue el momento de la muerte. Momento, sin ninguna referencia y el de mayor abandono, para el que los dolores de la vida han sido solamente un ensayo. En ese momento de la muerte, donde sientes el vacío y buscas a Dios, puedes llegar a pensar: ¿Y si no existiera Dios? En ese momento, angustiado y totalmente desvalido, es cuando serás más niño. ¡Aleluya!, pues “de éstos es el Reino de los Cielos”.

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