Santos Marcelino y Pedro, mártires
fecha: 2 de junio
†: c. 304 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
†: c. 304 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
San Marcelino, presbítero, y san Pedro,
exorcista, mártires, acerca de los cuales el papa san Dámaso cuenta que,
durante la persecución bajo Diocleciano, condenados a muerte y conducidos al
lugar del suplicio, fueron obligados a cavar su propia tumba y después
degollados y enterrados ocultamente, para que no quedase rastro suyo, pero más
tarde, una piadosa mujer llamada Lucila trasladó sus santos restos a Roma, en
la vía Labicana, dándoles digna sepultura en el cementerio «ad Duas Lauros».
oración:
Señor, tú has hecho del glorioso
testimonio de tus mártires san Marcelino y san Pedro nuestra protección y
defensa; concédenos la gracia de seguir sus ejemplo y de vernos continuamente
sostenidos por su intercesión. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive
y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los
siglos. Amén (oración litúrgica).
Marcelino y Pedro se encuentran entre los
santos romanos que se conmemoran en el canon I de la misa. Marcelino era un
prominente sacerdote en Roma durante el reinado de Diocleciano, mientras que
Pedro, según se afirma, era un exorcista. Debido a un error de lectura del
Hieronymianum, se había llegado a la conclusión de que otros mártires
perecieron con ellos, en número de cuarenta y cuatro, y así lo consignaba el
anterior Martirologio Romano, lo que fue enmendado en el actual. Un relato muy
poco digno de confianza sobre su pasión, declara que ambos cristianos fueron
aprehendidos y arrojados en la prisión, donde tanto Marcelino como Pedro
mostraron un celo extraordinario en alentar a los fieles cautivos y catequizar
a los paganos, para obtener nuevas conversiones, como la del carcelero Artemio,
con su mujer y su hija. De acuerdo con la misma fuente de información, todos
fueron codenados a muerte por el magistrado Sereno o Severo, como también se le
llama. Marcelino y Pedro fueron conducidos en secreto a un bosquecillo que
llevaba el nombre de Selva Negra, para que nadie supiera el lugar de su
sepultura y se les cortó la cabeza. Sin embargo, el secreto se divulgó, tal vez
por medio del mismo verdugo que posteriormente se convirtió al cristianismo.
Dos piadosas mujeres, Lucila y Fermina,
exhumaron los cadáveres y les dieron conveniente sepultura en la catacumba de
San Tiburcio, sobre la Vía Labicana, no sin recoger antes algunas reliquias. El
papa Dámaso, autor del epitafio para la tumba de los dos mártires, declaró que
siendo niño, se enteró de los pormenores de su ejecución por boca del propio
verdugo. El emperador Constantino mandó edificar una iglesia sobre la tumba de
los mártires y quiso que ahí fuera sepultada su madre, Santa Elena. En el año
de 827, el Papa Gregorio IV hizo donación de los restos de estos santos a
Eginhard, antiguo hombre de confianza de Carlomagno, para que las reliquias
fueran veneradas en los monasterios que había construido o restaurado; por fin,
los cuerpos de los mártires descansaron en el monasterio de Seligenstadt, a
unos veintidós kilómetros y medio de Francfort. Todavía se conservan los
relatos donde se registraron minuciosamente todos los detalles de los milagros
que tuvieron lugar durante aquella famosa traslación. La prueba de que en la
Roma antigua se rendía mucho culto a estos dos santos, está en que abundan
inscripciones para conmemorarlos, como ésta: «Sáncte Petr (e) Marcelline,
suscipite vestrum alumnum» (Sanos Pedro y Marcelino, recibid a vuestro alumno).
La legendaria pasión y otros datos, fueron
impresos en Acta Sanctorum, junio, vol. I. Consúltese especialmente a J. P.
Kirsch, Die Mdrtyrer der Katakombe ad duas lauros (1920), pp. 2-5.
En la imagen: Pasión de los santos Marcelino y Pedro, de Vincentius Bellovacensis, en «Speculum historiale», del siglo XV, que se conserva actualmente en París; nótese que la pasión está contada "cinematográficamente", en pequeños cuadros dentro de la escena.
En la imagen: Pasión de los santos Marcelino y Pedro, de Vincentius Bellovacensis, en «Speculum historiale», del siglo XV, que se conserva actualmente en París; nótese que la pasión está contada "cinematográficamente", en pequeños cuadros dentro de la escena.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=1866
Santos Potino, obispo, y Blandina con cuarenta y seis compañeros, mártires
fecha: 2 de junio
†: 177 - país: Francia
otras formas del nombre: Photino, Pothinos, Fotino, Mártires de Lyon
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
†: 177 - país: Francia
otras formas del nombre: Photino, Pothinos, Fotino, Mártires de Lyon
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Lyon, en la Galia, santos mártires
Potino, obispo, Blandina y cuarenta y seis compañeros, cuyo valeroso y
reiterado combate, que tuvo lugar en tiempo del emperador Marco Aurelio, está
atestiguado en la carta que la Iglesia de Lyon envió a las Iglesias de Asia y
Frigia. El obispo Potino, ya nonagenario, falleció al poco de ser encarcelado,
y algunos otros también murieron en prisión, mientras que los restantes fueron
expuestos como espectáculo en el anfiteatro, ante miles de personas, donde los
que eran ciudadanos romanos perecieron decapitados y los demás entregados a las
fieras. Por último, Blandina, reservada para un combate más cruel y prolongado,
después de haber estado alentando a sus compañeros, les siguió a la gloria al
ser también decapitada, tras padecer prolongadas y crueles torturas. Estos son
los nombres: Zacarías, presbítero, Vecio Epagato, Macario, Asclibíades, Silvio,
Primo, Ulpio, Vital, Comino, Octubre, Filomeno, Gemino, Julia, Albina, Grata,
Emilia, Potamia, Pompeya, Rodana, Biblis, Quarcia, Materna, Helpis; Santo,
diácono; Maturo, neófito; Atalo de Pérgamo, Alexander de Frigia, Pontico,
Justo, Aristeo, Cornelio, Zosimo, Tito, Julio, Zotico, Apolonio, Geminiano,
otra Julia, Ausona, otra Emilia, Jamnica, otra Pompeya, Domna, Justa, Trófima y
Antonia.
refieren a este santo: San Alejandro de
Lyon, San Epipodio, San Ireneo de
Lyon, San Marcelo
La carta donde se relatan los sufrimientos
de los mártires de Vienne y de Lyon, durante la terrible persecución de Marco
Aurelio, en el año 177, ha sido calificada por un eminente escritor francés,
como «la perla de la literatura cristiana en el segundo siglo». Los
sobrevivientes de la matanza dirigieron aquella carta a las Iglesias de Asia y
de Frigia; gracias a Eusebio de Cesárea, se conservó para la posteridad. Su
mayor mérito radica en su irrefutable autenticidad, en su interés intrínseco y
en el excelso espíritu cristiano que hay en ella. Además, nos ha proporcionado
la prueba más antigua sobre la existencia de una comunidad de la Iglesia
católica en las Galias. La ciudad de Lyon, sobre la orilla derecha del Ródano,
y Vienne, en la ribera izquierda, marcaban los límites occidentales en la ruta
comercial hacia el oriente y, sus congregaciones cristianas comprendían a
muchos griegos y levantinos, incluyendo a su obispo Potino, quien era
posiblemente el más anciano de toda la comunidad, puesto que su sucesor, san Ireneo,
al hablar de él, afirma que «era de los que escuchó a los que habían visto a
los apóstoles».
«Es imposible haceros llegar con palabras
o por escrito -dice el preámbulo de la carta- la magnitud de las tribulaciones,
el furor de los herejes contra los santos y todo lo que soportaron los benditos
mártires». La persecución comenzó extraoficialmente con el ostracismo social a
los cristianos: «y se nos excluía de las casas, de los baños y del mercado»;
prosiguió con la violencia popular: se les apedreaba, atrepellaba, golpeaba,
insultaba «y todo lo que una muchedumbre enfurecida gusta de hacer a los que
odia»; después, la persecución se inició oficialmente: «Los cristianos
prominentes fueron llevados al foro, interrogados en público y sumariamente
condenados a prisión. La forma tan injusta con que el magistrado trató a los
que comparecían ante él, provocó la indignación de un joven cristiano, llamado
Vetio Epagatho, quien, levantándose entre el auditorio, pidió que se le
permitiera defender a sus hermanos contra los cargos de traición y de impiedad
que se les imputaban. Al ver la audacia de aquel joven, muy bien conocido en la
ciudad, el juez le preguntó si también él era cristiano. La firme respuesta
afirmativa de Vetio le valió una promoción en su dignidad y fue a ocupar su
puesto en las filas de los mártires. A esta conmoción sucedió un período de
crisis que puso a prueba la serenidad de los que estaban encerrados y el celo
de algunos valientes que acudían a consolar a los prisioneros». En esos días,
cedieron más o menos diez de los confesores, incapaces de soportar por más
tiempo la tensión en que vivían. «Entonces se apoderó de nosotros una gran
inquietud -prosigue la carta- no por temor a los tormentos que seguramente nos
aguardaban, sino porque aún veíamos lejano el fin de la jornada y nos
preocupaba la idea de que otros de los nuestros pudieran fallar. Sin embargo,
todos los días llegaban a la prisión aquellos que tenían méritos para ocupar el
sitio que los desertores dejaban vacante, hasta que estuvieron reunidos en el
calabozo, los miembros más virtuosos y activos de nuestras dos Iglesias» [es
decir: Lyon y Vienne].
«El gobernador había dado órdenes
estrictas para que ninguno de nosotros escapase y, a fin de que no pudiésemos
recibir ayuda, muchos de nuestros servidores paganos fueron encarcelados
también. Como nuestros esclavos tenían miedo de que se les infligieran las
mismas torturas que a los santos, fueron instigados por Satanás y por los
soldados a lanzar acusaciones de que comíamos carne humana, lo mismo que
Tiestes, de que cometíamos incestos, como Edipo, y de otras atrocidades sobre
las que ni siquiera nos estaba permitido pensar sin quebrantar la ley, y que
nos parecía increíble que alguna vez hubiesen sido cometidas por los hombres.
Al hacerse públicas aquellas cosas, las gentes se irritaron contra nosotros,
aun algunas que nos habían demostrado su amistad... El furor de la plebe, del
gobernador y de los soldados se descargó con toda su fuerza sobre Santos, un
diácono de Vienne; sobre Maturo, a quien apenas acababan de bautizar, pero que
demostró ser noble luchador; sobre Átalo, natural de Pérgamo, quien siempre
había sido un pilar de nuestra Iglesia; y sobre Blandina, la esclava en quien
Cristo puso de manifiesto que los seres pequeños, pobres y despreciables para
los hombres, tienen muy alto valor a los ojos de Dios, quien los reclama para
Su gloria, puesto que Su amor está centrado en la verdad y no en las
apariencias. Viéndola como frágil mujer según la carne, a ella que fue una
atleta entre los mártires, nos embargó el temor de que Blandina, por simple
debilidad corporal, no pudiese llegar a hacer su confesión con firmeza; pero
fue dotada con un poder tan grande, que no desmayó, aun cuando los verdugos que
la torturaron de la mañana a la noche se fatigaron hasta el extremo de caer
rendidos». Todos quedaron maravillados de que Blandina pudiese sobrevivir con
todo su cuerpo desgarrado y roto. Pero ella, en medio de los sufrimientos,
parecía hacer acopio de bienestar y de paz, al repetir continuamente estas
palabras: 'Soy cristiana; nada malo se hace entre nosotros'. También el diácono
Santos soportó crueles tormentos con un valor indoblegable. A todas las
preguntas que se le hicieron, dio la misma respuesta: 'Soy cristiano'. Agotadas
en él todas las formas conocidas de tortura, se le aplicaron las hojas de las
espadas, calentadas al rojo vivo, en las partes más tiernas de su cuerpo, hasta
dejarlas tumefactas, convertidas en una masa informe de carne macerada. Tres
días después, cuando el mártir había recuperado el conocimiento, se repitió la
tortura.»
Entre los renegados que seguían en la
prisión con la esperanza de que consiguieran alguna prueba condenatoria en
contra de sus antiguos cofrades, estaba una mujer llamada Biblis, de reconocida
fragilidad y timidez. Sin embargo, cuando fue sometida a la tortura, «pareció
despertar de un profundo sueño y, en seguida, desmintió rotundamente a los
calumniadores con estas palabras: '¿Acaso podéis acusar de comer niños a los
que tienen prohibido hasta probar la sangre de las bestias?' Desde aquel
momento, Biblis se confesó cristiana y fue agregada a la compañía de los
mártires».
Muchos de los prisioneros, sobre todo los
jóvenes sin experiencias previas, murieron en la cárcel a causa de las
torturas, del ambiente infecto que respiraban, o por las brutalidades de los
carceleros; pero algunos otros que ya habían sufrido terriblemente y parecían
hallarse a punto de sucumbir, permanecieron con vida para consolar a los demás.
El obispo Potino, a pesar de sus noventa años y sus múltiples achaques, fue
arrastrado hacia el tribunal por la calle abierta entre el populacho. El
gobernador le preguntó quién era el Dios de los cristianos, a lo que el obispo
repuso serenamente: «Si fueras digno de conocerlo, ya lo sabrías».
Inmediatamente fue golpeado con las manos, los pies y los palos, hasta perder
la conciencia. Dos días más tarde, murió en la prisión. Los cristianos que aún
quedaban vivos, fueron martirizados de distintas maneras. Para decirlo con las
bellas palabras de la carta: «Entre todos ofrendaron al Padre una sola
guirnalda, pero tejida con diversos colores y toda clase de flores. Era
necesario que los nobles guerreros hicieran frente a los más variados
conflictos y salieran siempre triunfantes para obtener el derecho de recibir,
al lin de la jornada, el premio supremo de la vida eterna».
Maturo, Santos, Blandina y Átalo fueron
arrojados a las fieras en el anfiteatro. Maturo y Santos fueron obligados a
participar en luchas con manoplas y látigos, enfrentados a las fieras y
maltratados en todas las formas que el público exigía. Por fin, se les sujetó a
las sillas de hierro que se fueron calentando gradualmente, hasta que el olor
de sus carnes asadas hartó el olfato de la multitud. Pero no hubo flaqueza en
su valor, ni se consiguió convencer a Santos para que dijera otras palabras,
fuera de las que había usado en su confesión desde un principio. Durante todo
aquel día, los mártires no sólo proporcionaron el entretenimiento que reclamaba
el público del circo, sino un espectáculo para el mundo y después, se les
permitió, por fin, ofrendar sus vidas. Pero el fin misericordioso no había
llegado aún para Blandina. A ella se le colgó de un travesaño para que fuera
presa fácil de las fieras hambrientas. El espectáculo de Blandina colgada por
las muñecas, con los brazos extendidos como si la hubiesen crucificado, el
murmullo continuo de sus fervientes plegarias, llenó de ardor a los otros
combatientes. Ninguno de los animales se atrevió a tocar a la santa, de manera
que fue devuelta a la prisión para esperar un nuevo intento. La muchedumbre
vociferó para pedir que compareciera Átalo, un hombre de nota en la ciudad y
sus clamores fueron atendidos. El reo fue obligado a pasear por la arena del
anfiteatro, colgado al cuello un cartel que anunciaba: «Este es Átalo, el
cristiano». Pero de ahí no pasó la cosa, puesto que el gobernador se había
enterado de que el reo era ciudadano romano y pensó que era conveniente no
hacerle daño, por lo menos hasta conocer con certeza los deseos del emperador.
El conjunto de los confesores había dado
hasta entonces pruebas extraordinarias de su caridad y su humildad. Si bien se
mostraban dispuestos a dar explicaciones de su fe ante cualquiera, no acusaban
a nadie y, en cambio, oraban por sus perseguidores, como san Esteban, lo mismo
que por sus hermanos desertores. Lejos de adoptar una actitud de superioridad,
solicitaban las oraciones de los otros cristianos para que Dios les diera la
fuerza de mantenerse firmes. Y al fin de cuentas, aquella firmeza y la amorosa
preocupación que mostraban por los hermanos más débiles, quedaron ampliamente
recompensadas. La carta lo dice con estas palabras: «Por medio de los vivos,
los que estaban muertos recuperaron la vida y, los mártires fortalecieron y
animaron a los que habían fracasado en el martirio». En efecto, cuando llegó el
escrito del emperador que condenaba a muerte a los cristianos confesos y
ordenaba poner en libertad a los que hubiesen abjurado, todos los que antes
renegaron de su fe, la confesaron después resueltamente y se sumaron sin
vacilaciones a la orden santa de aquellos que habían dado testimonio de la
verdad. Sólo quedaron fuera los pocos que nunca fueron cristianos de corazón.
Había un médico llamado Alejandro, frigio
por nacimiento, que presenció el examen de los cristianos ante el tribunal.
Vivía desde hacía años en las Galias, donde se había dado a conocer por su gran
amor a Dios y su decisión para difundir el Evangelio. Permaneció de pie contra
el muro en el corredor por donde tenían que pasar los presos, de manera que
todos pudieran verlo y recibir sus palabras de aliento. La muchedumbre,
irritada ante la confesión de los cristianos que antes renegaban de sus
creencias, clamó para que se interrogara al médico Alejandro, al que acusaba de
ser el instigador del cambio en la actitud de los reos. El gobernador lo hizo
comparecer y le interrogó: «Soy cristiano», fue la única respuesta que obtuvo.
Se le condenó a ser arrojado a las fieras. Al día siguiente, apareció en la
arena junto con Átalo, a quien el gobernador hizo comparecer por segunda vez
para complacer al público. Los dos fueron sometidos a todas las torturas que se
practicaban en el anfiteatro y, al fin, se les sacrificó. Cuando Átalo se asaba
en la silla de hierro, exclamó: «¡Este sí es, en verdad, un banquete de carne
humana y eres tú el anfitrión! ¡ Nosotros no devoramos hombres ni hemos
cometido nunca una enormidad semejante!»
«Después de todo esto -dice más adelante
la carta- en el último día de los combates por parejas, Blandina fue presentada
de nuevo en el anfiteatro junto con Póntico, un muchacho de quince años. Hasta
entonces, los dos había tenido que presenciar, día tras día, las torturas de
los demás y, se les instaba para que juraran por los ídolos si no querían
sufrir la misma suerte. Como se negasen, fueron llevados ante la multitud, que
no tuvo compasión de la frágil femineidad de Blandina ni de la juventud de
Póntico. Ambos fueron sometidos a todos los tormentos, con breves períodos de
descanso, durante los cuales se les exhortaba en vano a que juraran. Póntico,
alentado por las palabras que Blandina pronunciaba en alta voz para que todos
las escucharan, soportó dignamente las torturas y murió pronto. La bendita
Blandina fue la última; como un madre valerosa que hubiese alentado y preparado
a todos sus hijos para que se presentaran victoriosos ante su Rey, se dispuso a
seguirlos, una vez terminada su tarea, regocijada y triunfante al emprender la
marcha final, como si fuera a una fiesta de bodas y no a las fauces de las
fieras que la aguardaban. Después de los garfios, los ataques de las bestias,
el potro y las parrillas, fue por fin envuelta en una red y colgada para que la
embistiera un toro. Luego de que la bestia hubo zarandeado el bulto a su
placer, como Blandina permaneciese tai afianzada a su fe y en una comunión tan
íntima con Cristo, que ya era insensible e indiferente a lo que pudieran
hacerle, los verdugos decidieron inmolarla, habiendo llegado a la conclusión de
que nunca habían visto a una mujer que resistiera tanto».
Arrojaron los cuerpos de los mártires al
Ródano para que no quedan reliquia ni recuerdo de ellos sobre la tierra. Sin
embargo, los registros del glorioso triunfo sobre la muerte, iban ya a través
del mar hacia el oriente; desde entonces fueron transmitidos por la Iglesia en
el curso de los siglos. Al citar una vez más las palabras de la epístola,
diremos, para terminar, que aquellos mártires «clamaban por la Vida que Él les
concedió; compartiéron la gracia con sus prójimos y volaron hacia Dios,
completamente victoriosos. Así como siempre amaron la paz y nos la
recomendaron, se fueron en paz a la morada de Dios, sin dejar ninguna pena en
el corazón de su Madre ni separación o disgusto entre sus hermanos, sino
alegría, paz, concordia y amor». La personificación de la Iglesia cristiana con
el nombre de «Madre» ilustra de manera interesante la costumbre de utilizar
símbolos, que tan extensamente practicaban los fieles en los primeros siglos y
que mantuvo la disciplina arcana. En otra parte de la carta aparece esta frase:
«Hubo gran regocijo en el corazón de la Virgen Madre (i.e. la Iglesia), al
recuperar vivos a los hijos prematuros que había alumbrado muertos». Palabras
como éstas nos permita comprender que las frases empleadas en las inscripciones
de Abercius y las representaciones de Dios pastor que se hicieron en las
catacumbas, estaban llenas de sentido para los fieles cristianos de aquellos
tiempos.
Todo nuestro relato depende principalmente
de la Historia Eclesiástica de Eusebio, libro V, c. I. Para los nombres de los
mártires, ver a H. Quentin en Analecta Bollandiana, vol XXXIX (1921), pp.
113-138. Parece que hubo un total de cuarenta y ocho mártires cuyos nombres se
conservan. Véase también a A. Chagny Les Martyrs de Lyon (1936).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 2215 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=1867
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