domingo, 29 de noviembre de 2015

San Francisco Antonio Fasani (Homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (13-IV-1986)) 29112015

San Francisco Antonio Fasani

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San Francisco Antonio Fasani, religioso presbítero
En Lucera, de la Apulia, san Francisco Antonio Fasani, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales, varón de exquisita doctrina, sumamente fundamentado en la escuela de la predicación y de la penitencia, el cual sirvió hasta tal punto a los pobres y necesitados, que nunca dudó en despojarse incluso de sus vestidos para cubrir al mendigo, ofreciendo a todo el mundo ayuda cristiana.

Homilía de Juan Pablo II en la misa de  canonización (13-IV-1986)
En la liturgia de este domingo, tan cercano  a la Pascua, resuena la breve pregunta de Cristo resucitado dirigida a  Simón Pedro. La pregunta sobre el amor: «¿Me amas?...,  ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,15). A la pregunta de  Cristo sobre el amor, Simón Pedro responde: «Sí,  Señor, tú sabes que te quiero». Y la tercera vez:  «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero»  (Jn 21,17).
Ante Dios, que es «Amor», el  valor de todo se mide con el amor. Ante Cristo, que «nos amó y se  entregó por nosotros» (cf. Ef 5,2), el valor de la vida humana se  mide sobre todo con el amor: con el don de sí mismos.
De este amor dio prueba ejemplar el  franciscano conventual Francisco Antonio Fasani. Él hizo del amor que  nos enseñó Cristo el parámetro fundamental de su  existencia. El criterio basilar de su pensamiento y de su acción. El  vértice supremo de sus aspiraciones.
También para él, la  «pregunta sobre el amor» constituyó el criterio orientador de  toda su vida, la cual, por lo mismo, no fue sino el resultado de una voluntad  ardiente y tenaz de responder afirmativamente, como Pedro, a esa  pregunta.
Con el acto de la canonización, que  acabamos de realizar, la Iglesia misma, hoy, quiere dar testimonio de fray  Francisco Antonio Fasani, atestiguando que él respondió verdadera  y sinceramente que sí a esa pregunta crucial del Señor: una  respuesta que, más que de sus labios, vino de su vida, totalmente  dedicada a corresponder con heroica fidelidad al amor con el que Jesús  le había amado desde la eternidad.
Este amor de Jesús -lo hemos  recordado los días del Triduo pascual- no se detuvo ante el sacrificio  supremo de la vida. El amor de fray Francisco Antonio Fasani fue de total  adhesión al ejemplo del Señor. El nuevo Santo demostró con  su vida -lo mismo que los Apóstoles- que siempre «hay que obedecer  a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29), incluso al precio de  sufrimientos y humillaciones, que no le faltaron, por encima del aprecio y de  los consensos que su generosidad supo granjearse entre sus  contemporáneos. Por lo tanto, su alegría -como la de los  Apóstoles- estaba motivada por el hecho de sufrir y pasar trabajos por  el Señor, cuando no incluso «por haber merecido ultrajes por su  nombre» (cf. Hch 5,41).
San Fasani se nos presenta de modo especial  como modelo perfecto de sacerdote y pastor de almas. Durante  más de 35 años, en los comienzos del siglo XVIII, se  dedicó, en su Lucera, pero con numerosas actuaciones también en  las zonas circundantes, a las más diversas formas del ministerio y  apostolado sacerdotal.
Verdadero amigo de su pueblo, fue para  todos hermano y padre, eminente maestro de vida, buscado por todos como  consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del  Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los  pobres. De esto da testimonio el reverente y afectuoso título con el que  lo conocían los contemporáneos y que todavía es familiar  para el buen pueblo de Lucera: para ellos, ayer como hoy, es siempre el  «padre maestro».
Como religioso, fue un verdadero  «ministro» en el sentido franciscano, es decir, el servidor de  todos los hermanos: caritativo y comprensivo, pero santamente exigente de la  observancia de la regla, y en especial de la práctica de la pobreza,  dando él mismo ejemplo irreprensible de observancia regular y de  austeridad de vida.
En una época caracterizada por tanta  insensibilidad de los poderosos con relación a los problemas sociales,  nuestro Santo se prodigó con inagotable caridad en favor de la  elevación espiritual y material de su pueblo. Sus preferencias se  dirigían a las clases más olvidadas y más explotadas,  sobre todo a los humildes trabajadores de los campos, a los enfermos y a los  que sufrían, a los encarcelados. Excogitó iniciativas geniales,  solicitando la cooperación de las clases más pudientes, de manera  que fuera posible llevar a cabo formas de asistencia concreta y capilar, que  parecían anticiparse a los tiempos y preludiaban las formas modernas de  la asistencia social.
«El Dios de nuestros padres  resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de  un madero» (Hch 5,30): las palabras de San Pedro ante el Sanedrín  de Jerusalén -las hemos escuchado hace poco en la primera lectura-  pueden aplicarse muy bien a la acción pastoral de fray Francisco Antonio  Fasani. El anuncio del misterio pascual fue el núcleo en torno al cual  giró toda su predicación. No sin provocar a veces la hostilidad  de ciertos ambientes más bien refractarios a los valores de la fe  cristiana.
El siglo XVIII, en cuyos primeros decenios  vivió y actuó el nuevo Santo, es conocido comúnmente como  «el Siglo de las Luces», a causa del gran honor en que se tuvo a la  razón humana. No pocos doctos de la época, llevados del  entusiasmo por las posibilidades cognoscitivas del hombre, llegaron a poner en  tela de juicio la otra fundamental fuente de luz: la fe. En particular, su  sensibilidad chocaba con la cuestión de la incapacidad del hombre para  salvarse sólo con sus fuerzas, no llegando, en consecuencia, a admitir  la necesidad de un Redentor que viniera a liberarlo de su desesperada  situación de impotencia.
Está claro que, en semejante  contexto cultural, el anuncio del misterio de un Dios encarnado, que  murió y resucitó para redimir al hombre del pecado, podía  presentarse como particularmente desagradable y duro. El «mensaje de la  cruz» podía aparecer de nuevo, como en los primeros tiempos del  cristianismo, una verdadera y propia «necedad» (cf. 1 Cor 1,18). Se  puede pensar que el padre Fasani, a quien el obispo Antonio Lucci señala  como «docto en teología y profundo en filosofía»,  sintiera vivamente este contraste. En su Lucera, desde hace siglos importante  centro de cultura y de arte, los fermentos de las ideas iluministas estaban  ciertamente presentes y operantes. Quizá también el joven  franciscano tuvo que afrontar su impacto, teniéndose que encontrar en el  centro de las sordas resistencias de los ambientes a los que no agradaba -lo  mismo que en otro tiempo a los miembros del Sanedrín- que se continuara  «enseñando en nombre de ése», es decir, de Cristo (cf.  Hch 5,28).
Sabemos con certeza que él fue  predicador impávido e incansable. Recorrió repetidamente la  Molisa y la provincia de Foggia, derramando por todas partes la semilla de la  Palabra de Dios, hasta merecer el título de «apóstol de  Daunia». Y en su predicación jamás atenuó las  exigencias del Mensaje, con el deseo de complacer a los hombres. Como Pedro y  los otros Apóstoles, también él estaba, efectivamente,  sostenido por la convicción de que «hay que obedecer a Dios antes  que a los hombres» (Hch 5,29).
Fiel a la integridad de la doctrina,  nuestro Santo fue, no obstante, humanísimo con todos los que se  dirigían a él para manifestarle sus debilidades. Sabía que  era ministro del que murió y resucitó «para otorgar a Israel  la conversión con el perdón de los pecados» (Hch  5,31).
El padre Fasani fue un auténtico  ministro del sacramento de la reconciliación, un infatigable  apóstol del confesonario, en el que se sentaba durante largas  horas de la jornada, acogiendo con infinita paciencia y gran benignidad a los  que -de toda clase y condición- venían para buscar con  corazón sincero el perdón de Dios.
¡Cuántos fueron los que,  arrodillados ante su confesonario, experimentaron la verdad de las palabras que  proclama hoy el Salmo responsorial!: «Señor Dios mío, a ti  grité, y tú me sanaste. Señor, sacaste mi vida del abismo,  me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa».
La gratitud que los penitentes del padre  Fasani experimentaron entonces en el secreto del confesonario, se  perpetúa ahora en la alegría que ellos comparten con él en  el cielo.
[L'Osservatore Romano, edición  semanal en lengua española, del 20-IV-86


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