Las Escrituras patriarcales hablan de lo
femenino
2018-02-16
En sus líneas básicas hay que
reconocer que la tradición espiritual judeocristiana se expresa
predominantemente en código patriarcal. El Dios del Primer Testamento (AT) es
vivido como el Dios de los Padres, Abraham, Isaac y Jacob, y no como el Dios de
Sara, de Rebeca y de Miriam. En el Segundo Testamento (NT), Dios es Padre de un
Hijo único que se encarnó en la virgen María, sobre la cual el Espíritu Santo
estableció una morada definitiva, cosa a la que la teología nunca dio especial
atención, porque significa la asunción de María por el Espíritu Santo y de esta
forma la coloca en el lado de lo Divino. Por eso se profesa que es Madre de
Dios.
La
Iglesia que se derivó de la herencia de Jesús está dirigida exclusivamente por
varones que detentan todos los medios de producción simbólica. La mujer durante
siglos ha sido considerada como persona no-jurídica y hasta el día de hoy es
excluida sistemáticamente de todas las decisiones del poder religioso. Una
mujer puede ser madre de un sacerdote, de un obispo y hasta de un Papa, pero
nunca podrá acceder a funciones sacerdotales. El varón, en la figura de Jesús
de Nazaret, fue divinizado, mientras la mujer se mantiene, según la teología
común, como simple creatura, aunque en el caso de María haya sido Madre de
Dios.
A
pesar de toda esta concentración masculina y patriarcal, hay un texto del
Génesis verdaderamente revolucionario, pues afirma la igualdad de los sexos y
su origen divino. Se trata del relato sacerdotal (Priestercodex, escrito
hacia el siglo VI-V a.C.). Ahí el autor afirma de forma contundente: “Dios creó
la humanidad (Adam, en hebreo, que significa los hijos e hijas de la
Tierra, derivado de adamah: tierra fértil) a su imagen y semejanza;
varón y mujer los creó”(Gn 1,27).
Como
se deduce, aquí se afirma la igualdad fundamental de los sexos. Ambos anclan su
origen en Dios mismo. Este sólo puede ser conocido por la vía de la mujer y por
la vía del varón. Cualquier reducción de este equilibrio, distorsiona nuestro
acceso a Dios y desnaturaliza nuestro conocimiento del ser humano, varón y
mujer.
En
el Segundo Testamento (NT) encontramos en San Pablo la formulación de la igual
dignidad de los sexos: “no hay hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo
Jesús” (Gl 3,28). En otro lugar dice claramente: “en Cristo no hay mujer sin
varón ni varón sin mujer; como es verdad que la mujer procede del varón,
también es verdad que el varón procede de la mujer y todo viene de Dios” (1Cor
11,12).
Además
de esto, la mujer no dejó de aparecer activamente en los textos fundacionales.
No podía ser diferente, pues siendo lo femenino estructural, siempre emerge de
una u otra forma. Así, en la historia de Israel, surgieron mujeres
políticamente activas, como Miriam, Ester, Judit, Débora, o anti-heroínas como
Dalila y Jezabel. Ana, Sara y Ruth serán siempre recordadas y honradas por el
pueblo. Es inigualable el idilio, en un lenguaje altamente erótico, que rodea
el amor entre el varón y la mujer en el libro del Cantar de los Cantares.
A
partir del siglo tercero a.C. la teología judaica elaboró una reflexión sobre
la graciosidad de la creación y la elección del pueblo en la figura femenina de
la divina Sofía (Sabiduría; cf. todo el libro de la Sabiduría y los diez
primeros capítulos del libro de los Proverbios). Lo expresó bien la conocida
teóloga feminista E. S. Fiorenza: “la divina Sofía es el Dios de Israel con
figura de diosa” (Los orígenes cristianos a partir de la mujer, San
Paulo 1992, p. 167).
Pero
lo que penetró en el imaginario colectivo de la humanidad de forma devastadora
fue el relato antifeminista de la creación de Eva (Gn 2, 21-25) y de la caída
original (Gn 3,1-19). Literariamente el texto es tardío (en torno al año 1000 o
900 a.C). Según este relato la mujer es formada de la costilla de Adán que, al
verla, exclama: “He aquí los huesos de mis huesos, la carne de mi carne; se
llamará varona (ishá) porque fue sacada del varón (ish); por eso
el varón dejará a su padre y a su madre para unirse a su varona, y los dos
serán una sola carne” (Gn 2,23-25). El sentido originario buscaba mostrar la
unidad varón/mujer (ish-ishá) y fundamentar la monogamia. Sin embargo,
esta comprensión, que en sí debería evitar la discriminación de la mujer, acabó
por reforzarla. La anterioridad de Adán y la formación a partir de su costilla
fue interpretada como superioridad masculina.
El
relato de la caída aún es más contundentemente antifeminista: “Vio, pues, la
mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer... tomó del fruto y lo
comió; se lo dio a su marido que también comió; inmediatamente se les abrieron
los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gn 3,6-7). El relato
quiere mostrar etiológicamente que el mal está del lado de la humanidad y no de
Dios, pero articula esa idea de tal forma que revela el antifeminismo de la
cultura vigente en aquel tiempo. En el fondo interpreta a la mujer como sexo
débil, por eso ella cayó y sedujo al varón. De aquí la razón de su sumisión
histórica, ahora teológicamente (ideológicamente) justificada: “estarás bajo el
poder de tu marido y él te dominará” (Gn 3,16). Para la cultura patriarcal Eva
será la gran seductora, la fuente del mal. En el próximo artículo veremos cómo
esta narrativa machista deformó una anterior, feminista, para reforzar la
supremacía del varón.
Jesús
inaugura otro tipo de relación con la mujer, lo veremos también próximamente.
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