84. El nuevo ídolo
Confieso que, en televisión, hay algo que me fascina. Y son los anuncios. Y no porque los considere hermosos, o útiles, o porque me induzcan a comprar esto o aquello. Me fascinan porque me hacen pensar, porque me resulta apasionante investigar qué argumentos se esgrimen, qué valores se subrayan para conseguir empujar a los telespectadores al consumo. Mi conclusión -y lo siento- no puede ser más pesimista: no creo que haya en la televisión nada más anticristiano, más antihumano que sus anuncios, ese sutil y terco modo de inyectarnos en el alma todos los valores secundarios, todas las zonas tristes que inclinan al hombre a supervalorar el lujo, el poder, el confort, el sexo estéril, como el paraíso de lo humano.
Pero mi asombro llega al máximo en los anuncios de automóviles. ¿Han percibido ustedes el tono, no diré religioso, sino idolátrico, en el que todos se envuelven? El coche se presenta siempre como una divinidad. Surge en la noche con sus faros envueltos en un halo sobrenatural, entre nieblas e incienso, con músicas sacrales. O aparece entre volcanes, tigres y animales antediluvianos, como si asistiéramos a un nuevo génesis. La voz que nos habla de sus excelencias lo hace con un tono de salmo, con ese aire misterioso y sobrenatural que las películas religiosas ponían para contar un milagro. Cuando, en un concurso, aparece el coche como premio, las azafatas se acercan a él, lo acarician, lo veneran, lo adoran, y no se arrodillan ante él por un último resto de pudor, mientras el público irrumpe con un i Oooooh! de asombro, como si josué acabara de detener el sol. Es un ídolo. Se presenta como tal. Cuando invade la pantalla hasta el prímerísimo plano, se le diría todopoderoso. Hay en sus brillos algo de lúbrico; en todo su inútil instrumental, algo de mito- lógico. Es, literalmente, un ídolo.
Naturalmente, yo no tengo nada contra el automóvil. Me parece un magnífico instrumento que ha dado al hombre moderno una libertad de movimientos que no tenía; reconozco que ha pulverizado las distancias, acortado el mundo y acercado a los hombres. Pero lo que me maravilla es toda esa simbología de la que lo hemos rodeado. Para un alto porcentaje de usuarios, el coche, más que un instrumento de trabajo, es un arma, una propaganda de sí mismos, un signo de poder, cuando no un arte de conquista, y luego, un burdel. Personas hay que dicen que han perdido la fe y que piensan que, con ello, son más racionales, y luego resulta que tienen una fe irracional en el último modelo de automóvil. Personas que se creen muy libres y son esclavas de sus auto- móviles. Sin recordar aquello que escribiera Bonhoeffer: «La exigencia absoluta de libertad lleva a muchos hombres a las profundidades de la esclavitud. El amo de la máquina se hace su esclavo. La máquina se vuelve enemiga del hombre. La criatura se vuelve contra su creador en extraña repetición del pecado original.»
Todos los ídolos son horribles. Los ídolos modernos son el automóvil y el televisor. Y lo grave es que ningún idólatra es consciente de que es esclavo de su ídolo.
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