86. Jueves Santo: la hora del vértigo
Decía Bernanos que el misterio de toda vida cristiana consiste en descubrir qué lugar del Evangelio nos ha sido destinado, qué frase evangélica fue escrita por y para nosotros. El novelista francés decía que todo cristiano ha tenido una antevida contemporánea a Cristo y que cada uno de nosotros se cruzó un día con jesús en algún lugar de Palestina. Descubrir qué rincón es ése, qué palabra fue pronunciada por Cristo en ese encuentro sería la clave de toda vocación cristiana.
Bernanos mismo decía haber encontrado ya su «sitio» y se declaraba, como varios de sus personajes, «prisionero de la Santa Agonía».
Hace falta realmente mucho valor para atreverse a centrar una vida en el Huerto de los Olivos. Yo, ciertamente, no me atrevería. Porque siempre que trato de asomarme, aunque sea fugazmente, a esta hora, siento que el vértigo se apodera de mí y es más fuerte que yo. Pues, si he de ser sincero, he de confesarme a mí mismo que el vértice de la pasión de Cristo hay que situarlo mucho más en la noche del jueves que en la tarde del viernes.
Y es que nos hemos obsesionado demasiado con la muerte física y material de Cristo. Resulta -no voy yo a negarlo- escalofriante que muera el Hijo de Dios vivo. Pero, en definitiva, ¿morir no es una simple consecuencia de haberse hecho hombre? Guillén ha cantado que, «para ser el hombre más humano», jesús tenía que sufrir y morir. Cristo no se disfrazó de hombre durante unos meses o años. No podía, pues, volver indemne a su cielo tranquilo.
Por eso pensaba Góngora que era mucho más importante la noche de Navidad que la tarde de la Agonía. Ya que -decía - «hay distancia más inmensa de Dios a hombre que de hombre a muerte». Según ello, Cristo habría dado un gran salto de la eternidad al tiempo al venir a la Tierra, y un pequeño salto desde la vida a la eternidad a la hora de morir; un salto, en definitiva, gemelo al que antes y después que Él darían millones y millones de hombres.
Así las cosas -y si el lector no se escandaliza-, podría preguntarse si no le habremos dado una excesiva importancia a la materialidad de esos sufrimientos y de esa muerte. Y hasta podría desconcertarnos que Cristo temiera y temblara antes de esa marcha que a muchos otros hombres no hizo temer ni temblar. Si la muerte de Cristo fuera importante sólo por el «volumen» de sus sufrimientos, habría que pensar que tanto o más que El han sido torturados muchos otros hombres desde que el mundo es mundo. Y hasta podría pensarse que, vista desde fuera, la muerte de Jesús no tuvo más «dignidad» que muchas otras muertes. En lo externo, la agonía de Cristo no tuvo el equilibro de la muerte de Sócrates, ni la arrogancia de la de Alvaro de Luna, ni la paz de la de Juan XXIII. Ironizando, podríamos decir que muchos santos murieron «Mejor» que El.
Tiene que haber, entonces, un misterio más hondo, algo que haga más vertiginosa la muerte de Cristo que el puro hecho de morir. La clave de la pasión de Cristo no pudo ser la anécdota de entregar la vida. «El cáliz» del que pedía ser dispensado tiene que ser distinto y mucho más terrible que espinas, azotes, clavos y cruz.
Y es que no se trataba simplemente de morir, sino ante todo y sobre todo de redimir, de hacer suyos los pecados del mundo. Todos. Ahora sí hemos entrado realmente en el vértigo. Porque no se trataba simplemente de «cargar» con los pecados del mundo, como se echa un saco sobre las espaldas..Una traducción demasiado literal del Agnus De¡ nos ha acostumbrado a pensar que Cristo cogió o quitó los pecados del mundo como coge el faquín una maleta o como se quita un estorbo de sobre una mesa. Tomar así el pecado, como con pinzas, no hubiera resultado demasiado doloroso. Se hubiera tratado simplemente de vencer un poco el asco y de limpiarse luego las manos del alma con alcohol.
Pero eso no hubiera sido redimir. La redención lleva consigo el que la víctima tome literalmente el lugar del ofensor, haciendo suya la culpa, encarnándola de algún modo.
San Pablo, que no era demasiado amigo de metáforas, lo dijo aún más brutalmente al afirmar no sólo que Cristo hiciera suyos los pecados, sino que El mismo «se hizo pecado».
Aquí sí que hemos llegado verdaderamente al terror. Y tenemos que contradecir a Góngora, pues «si hay distancia más inmensa de Dios a hombre que de hambre a muerte», hay distancia mucho más inmensa de Dios a pecado que de Dios a hombre. El hombre no es lo contrario de Dios. Pero, asumiendo el pecado, Dios hacía suyo lo contrario de Sí mismo: volvía, podríamos decir, su alma del revés.
El cardenal Newman, con un coraje que difícilmente tendría un cristiano de hoy, se ha atrevido a bajar a lo concreto en sus imágenes al escribir sobre la Agonía en el Huerto:
«Permaneció de rodillas, inmóvil y silencioso, mientras el impuro demonio envolvía su espíritu con una túnica empapada en todo lo que el crimen humano tiene de más odioso y atroz, y la apretaba en torno de su corazón. Y mientras tanto invadía su conciencia, penetraba en todos los sentidos, en todos los poros de su espíritu y extendía sobre El su lepra moral, hasta que El se sintió convertido en lo que nunca puede llegar a ser, en lo que su enemigo hubiera querido convertirlo. Cuál fue su horror cuando, al mirarse, no se reconoció, cuando se sintió semejante a un impuro, a un detestable pecador. Cuál no fue su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón, eran como los miembros de un pérfido y no como los de Dios. ¿Son ésas las manos del Cordero inmaculado de Dios, hasta ese instante inocentes, pero rojas ahora por mil actos bárbaros y sanguinarios? ¿Son ésos los labios del Cordero, ojos profanados por las visiones malignas y las fascinaciones idólatras en pos de las cuales abandonaron los hombres a su adorable Creador? En sus oídos resuena el fragor de las fiestas y los combates; su Corazón está congelado por la avaricia, la crueldad, la incredulidad; su memoria misma, está cargada con todos los pecados cometidos desde la caída en las regiones terrestres».
Horrible, sí, visto desde los ojos del hombre, pero cuánto más contemplado desde los de Dios. Pues si apenas es soportable la idea de imaginarse a Cristo haciendo suyo --sin realizarlo, pero como si lo realizara, al hacerse responsable de él-- el gesto con que se dispara la bomba sobre Hiroshima; la habilidad científica con que se fabricaron los hornos crematorios de Dachau; la refinada crueldad de todos los torturadores; el frío sadismo del tirano y la enloquecida cólera del asesino; la lúbrica astucia del adúltero y la calculada pericia del mentiroso y el estafador; la hipocresía del elegido de Dios que saca jugo a su cargo; la terquedad del dedicado a odiar, que, como una pantera acechante, espera su ocasión, si apenas es soportable para nosotros el imaginarse a Cristo haciendo suyo todo esto, ¿qué pudo ser para El sentirlo formando parte de sus propias entrañas? Nosotros nada sabemos del pecado, podemos vivir con él acurrucado en el corazón y dormir sin que nos desvele. Pero ¿podremos comprender lo que tuvo que ser para Dios «unirse al pecado», cuando El soporta la existencia del infierno y la consiguiente separación de sus hijos por la simple razón de que no puede estar donde el pecado esté?
A Cristo le hizo falta ciertamente toda la fuerza de su divinidad para soportar ese escalofriante descenso, ese hundirse en el mal. Que sudara sangre es sólo una leve anécdota, como es el terremoto un corto signo visible del cataclismo interior producido en el centro de la Tierra. Se entiende bien que temblara y temiera, que pidiera a su Padre el alejamiento de aquel cáliz de no ser estrictamente imprescindible beberlo. No se trataba de morir. Morir es simplemente un juego junto a la horrible tarea de redimir.'
Y el hombre, ¿qué hacía mientras tanto? ¿En qué pensaba, qué hacían sus íntimos, sus mejores amigos? Cumplían su vocación de hombres: dormir. Porque el destino de la Humanidad no es enterarse de las cosas verdaderamente importantes, dormir junto a los volcanes.
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