domingo, 20 de septiembre de 2015

Beata María Teresa de San José Tauscher - San Eustaquio Roma - Beato Francisco de Posadas 20092015

Beata María Teresa de San José Tauscher

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Beata María Teresa de San José Tauscher, virgen y fundadora
En Sittard, Paises Bajos, beata María Teresa de San José (Ana Maria) Tauscher, virgen y fundadora de las Hermanas Carmelitas del Divino Corazón de Jesús.
Nació en Sandow (Brandenburgo, hoy Polonia), el 19 de junio de 1855. Su padre era pastor luterano, y su madre, aunque era luterana, sentía un gran amor por la santísima Virgen, por lo cual, el 24 de julio, cuando su hija fue bautizada, le puso el nombre de Ana María. Administró el bautismo su abuelo paterno, también pastor luterano. Su infancia transcurrió de modo feliz y despreocupado, con su madre, a quien amaba tiernamente, y con su padre, que le dedicaba los ratos libres de su ministerio. En mayo de 1862 su padre fue nombrado superintendente en Arnswalde, a donde se mudó con la familia, que mientras tanto había aumentado con el nacimiento de otras dos niñas: Lisa y Magdalena.

En aquel ambiente tan diverso, Ana María comenzó una vida nueva, ya no en la soledad del campo, sino en el movimiento de una gran casa parroquial, donde su padre y su madre se dedicaban con gran empeño a las diversas actividades pastorales y caritativas. En efecto, su madre, acompañada por ella, reunía a los niños para el catecismo y visitaba a los pobres y a los enfermos. Así se suscitó en Ana María un gran amor al prójimo, especialmente a los más necesitados.

En 1865 su padre fue trasladado a Berlín. Allí Ana María comenzó a sentirse mal, por lo cual tuvo que dejar la escuela, a la que volvió después con mucho esfuerzo. A causa de su delicada salud y con vistas a los estudios, en 1870 sus padres decidieron enviarla, con su hermana Lisa, a un colegio para niñas de los Hermanos Moravos, también protestantes, situado en el campo. Entre ellos había personas muy devotas y en Ana María surgió el deseo de una completa consagración a Dios. El aire sano la ayudó a restablecerse pronto, y en contacto con la naturaleza su temperamento tímido fue abriéndose más.

Durante la Pascua de 1872 su padre la hizo volver a casa para que recibiera la Confirmación. Fue para ella una gran prueba, porque se sentía cada vez más alejada del luteranismo. En algunas ocasiones, incluso en el colegio para niñas, no había querido decir a qué religión pertenecía, declarando que seguía una suya propia. En discusiones con pastores protestantes que frecuentaban a su familia, se comentó que su manera de razonar era más católica que protestante.

Pasó el verano de 1873 en casa de sus abuelos. En esa circunstancia recibió una propuesta de matrimonio, que rechazó inmediatamente, afrontando con firmeza la ira de su abuelo, al que, por lo demás, amaba mucho. En 1874 murió su madre, que sólo tenía 45 años de edad, y Ana María, quebrantada por el dolor, tuvo que hacerse cargo de la familia. Cinco años después, su padre volvió a casarse, y la eximió de esa responsabilidad. Así, pudo finalmente realizar el deseo que cultivaba desde hacía mucho tiempo: constituir una asociación de señoritas que se dedicaran a diversas labores manuales, para después venderlas y así ayudar a las misiones.

Para ofrecer a Dios un gran sacrificio, aceptó en Colonia el cargo de directora del manicomio de la ciudad. En medio de las duras pruebas derivadas del contacto con los enfermos mentales, recibió la gracia de Dios de adherirse a la fe católica. Fue acogida oficialmente en la Iglesia católica el 30 de octubre de 1888. Cada vez sentía más intensamente el deseo de consagrarse completamente a Dios. Después de leer el libro de la autobiografía de santa Teresa de Jesús, se orientó hacia el Carmelo, pero su confesor le dijo que no era ese su camino. Con el tiempo vio claramente que Dios la llamaba a fundar una congregación que, impregnada del espíritu carmelitano de oración y reparación, se dedicara a la asistencia a los niños huérfanos, pobres y abandonados: las Carmelitas del Divino Corazón de Jesús.

En su autobiografía narra los grandes sufrimientos que afrontó al inicio de la Congregación. Expulsada de la casa paterna, así como de Alemania, donde el cardenal Kopp le negó la autorización de llevar el hábito religioso, anduvo errante de un país a otro, hasta que llegó a Rocca di Papa, cerca de Roma, donde en junio de 1904 el cardenal Satolli le dio permiso de conseguir una vieja casa, que llamó: el Carmelo del Divino Corazón de Jesús. Allí, el 3 de enero de 1906, la madre y sus primeras compañeras emitieron los primeros votos religiosos válidos según el derecho canónico.

Pasada la tribulación, le fue permitido volver a Alemania, donde se habían multiplicado sus obras, llamadas «Casas de San José». En 1912 partió para América para fundar allí el Carmelo del Divino Corazón de Jesús. Mientras se ocupaba de las nuevas fundaciones, estalló en Europa la primera guerra mundial y la casa madre de Rocca di Papa fue expropiada por el Gobierno italiano por ser «propiedad alemana». Cuando volvió de América, en 1920, tuvo que buscar una nueva casa madre. La encontró en Sittard, Países Bajos. Allí pasó los últimos años de su vida. A causa de su deteriorada salud ya no podía viajar. Se dedicaba a la formación espiritual de sus religiosas y a la consolidación de la Congregación, elaborando las Constituciones. Murió santamente el 20 de septiembre de 1938, y fue beatificada el 13 de mayo de 2006.
fuente: Vaticano




San Eustaquio Roma

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San Eustaquio, mártir
En Roma, conmemoración de san Eustaquio, mártir, cuyo nombre se venera en una antigua iglesia diaconal de la Urbe.
patronazgo: patrono de París y Madrid, de los cazadores, los trabajadores forestales, las tiendas de comestibles; para pedir por las buenas relaciones familiares.

Brotes de fe rompen en floración de mártires como manzano en primavera. El ejército romano es testigo de este retoñar cristiano; en las filas de sus legiones germina la fe. El orgulloso vencedor muere mansamente en la arena.
 En la vida de San Eustaquio hay mucho de mano divina y no poco de piadosa invención humana. Muy extrañas coincidencias. Su nombre, Plácido, cortado a la medida para patricio circunspecto, morigerado, afable, crisol de virtudes humanas; el Eustaquio cristiano —fortaleza, solidez y firmeza—, predicción de una existencia movida bajo el signo de la cruz.
 Algunas páginas de su crónica parecen arrancadas de la Sagrada Escritura: conversión con fulgores de camino de Damasco; Antiguo Testamento rememorado en pruebas, réplica de las de Job y escena de jóvenes del horno de Babilonia.
 Que muchos detalles de la vida de nuestro Santo —por más interesantes que parezcan— no tengan visos de realidad, no altera la substancia. Lo que no se puede negar, sopena de correr la aventura de enfrentarse con los hechos, es ese hilo de verdadero amor que, sin saber cómo ni dónde, salta de las profundidades del tiempo y marca toda una ruta devocional. Una ferviente e ininterrumpida, a veces vibrante y otras tenue, admiración por el soldado Eustaquio. En días de cristianismo heroico, martirial, brilla en Oriente y Occidente, en la aurora cristiana, como un símbolo de fortaleza y un estimulante del espíritu. Cuando la santidad andaba por el mundo cubierta de ornamentos rojos —días de mártires—, estos símbolos de fortaleza adquieren un valor de plena vigencia.
 En dísticos latinos —poeta de empaque clásico— se nos presenta el varón —fuerza y vigor— de preclaras virtudes, esforzado soldado auroleado de esa majestad, prudencia y ecuanimidad evocada en su nombre.
 Baronio, al hablar de nuestro Santo, cita el Plácido de Flavio Josefo, jefe de la Legión X, en la guerra contra los judíos. Allá por el filo mismo de los siglos I y II se distingue como oficial de Vespasiano y Tito en el sitio de Jerusalén.
 Su vida —como la de cualquier romano de entonces— la llenaba el quehacer de las armas, las ansias de conquista, el regusto del triunfo. En este ocaso de su grandeza la sociedad romana procuraba romper la monotonía de una vida fácil con ocios placenteros. A veces sus distracciones eran legítimas e inofensivas. Muchas llevaban el sello de un decadente paganismo. En el caso de nuestro soldado, le privaba la caza, deporte sano y ocupación honesta.
 Salió al campo y aquel mismo día Cristo sale también de caza. Coincidieron los dos en el mismo recoveco de un monte escarpado. Ambos de acecho y a la espera.
 Cuadro lleno de agreste misterio, divinos esplendores y humana poesía. La jornada era de auténtico éxito. A la vista, un verdadero ejército de ciervos; sobresale uno por su belleza. Plácido le sigue y se sitúa para dar con la presa codiciada. Pero la estrategia divina toma delantera, y nos dice ingenuamente la crónica que "el cazador fue cazado en las redes de la misericordia divina": una luz fulgurante ilumina las astas del ciervo que, en forma de cruz, sostiene la figura humana del Salvador.
 Un cuadro de auténtica remembranza bíblica: Dios pone sus palabras en boca de un animal: "Oh, Plácido, ¿por qué me sigues? Soy el Cristo que ignoras".
 "Dame fortaleza y vigor para soportarlo...". humilde súplica a las palabras de Cristo.
 Siguiendo la voz de Dios, busca un sacerdote que le instruya en la fe y vuelve a su rincón de luz a recibir nuevas instrucciones.
 Un escenógrafo hubiera echado mano de este paraje para un decorado de milagro y de misterio: entre el Tibur y el Prenestre, cerca de Guadagnolo, entre los pliegues caprichosos de unos montes; en un rincón, por techo el cielo. En Monterella, lugar próximo, apareció la tabla de dedicación de una iglesia por el papa Silvestre I en honor de San Eustaquio. En sugerentes miniaturas y xilografías de libros litúrgicos e históricos se conservan ingenuos recuerdos de la escena.
 Fe de sentido militante. Había sido la milicia ocupación de su vida. Su esposa, la noble Taciana, cristiana Teopista, y sus hijos Agapito y Teopisto, son su primera conquista: un sueño, llamada de Dios, les presenta un cazador, un ciervo, un monte..., el signo de la cruz. Visión sublime que abre de par en par sus espíritus. Ven la luz de Dios calando en el alma del padre.
 El presbítero Juan les lava con las aguas de la regeneración y les arma caballeros de Cristo con el escudo de la fe. Pasan a las filas de Cristo. Humilde, penitente, se acerca a la ciudad santa de Jerusalén, donde se asomara ambicioso soldado en busca de gloria. Ahora tras el signo de la cruz, siguiendo el rastro del Crucificado.
 Buena conquista la de Plácido; Cristo puede contar con incondicional y valiente soldado. No olvidemos —es una división exacta de la fisonomía de los santos— que los mejores elementos son el hombre de piedra o el hombre de fuego, el que resiste o el que arde. Aquí tenemos un hombre de piedra.
 No se hacen esperar las pruebas: esclavos y ganados mueren de contagio; pronto vendría el golpe sobre su esposa e hijos. De momento prefiere la soledad. Dejar el alma más libre y limpia para sumergirla totalmente, con más pureza, en Dios. Decide marcharse al desierto, a Egipto. La devoción cristiana acaso fabricara este dato con la asociación —salvando una valla de siglos— de la santidad que floreciera entre los santos eremitas. Se hace a la mar con su esposa e hijos, mas el patrón del navío, prendado de Teopista, desembarca al padre e hijos y levando anclas, dueño de la presa codiciada, zarpa para Siria. Continúa sin interesarnos la geografía.
 La leyenda tiene verdadero afán en decorar la vida de los santos. No cesa en su empeño. Ahora nos presenta a San Eustaquio atravesando el desierto y abocado de pronto a las márgenes de un río. Pasa sus hijos en hombros. Uno en cada orilla (el padre nadaba para ir a recoger el segundo), aparecer unas fieras y se llevan sus seres queridos. Todo parece dispuesto con precisión matemática, como por un resorte. La imaginación popular llegó a ver un león y una loba. La historia —y nosotros con ella— ve la soledad de un esposo y un padre. Sin especificar circunstancias. Son éstas las parcelas que la historia cede al cultivo de la leyenda.
 Eustaquio solo en el mundo. Así pensarían quienes no sintieran el pulso de la mano de Dios. Para el mundo es una auténtica paradoja; para los santos, estos golpes y pruebas son indicadores puestos a lo largo del camino.
 "Señor, que me habéis privado de la esposa y los hijos: Disponed ahora del padre según vuestra santa voluntad..."; sólo un alma de temple de santo responde así. El vendaval le llevaba al puerto, y en su arribada encuentra la felicidad. En una insignificante aldea, Badisa, sirve durante catorce años a un rico granjero. Pasa desapercibido. Sólo le ven los ojos de Dios.
 En la vida de los santos Dios lleva el traspunte. A menudo sale el milagro a escena. Un buen día se ve, con sorpresa, incorporado, con todos los honores, al ejército. Sus hijos, libres de las fieras, alistados en aquellas mismas legiones. La voz de la sangre se reconoce. Llevada de la mano de Dios, aparece Teopista para completar aquel cuadro de hogareña felicidad. El criado, los jóvenes soldados y la sirviente Teopista, la familia del rehabilitado general.
 Los mismos laureles con que Marte regalara al esforzado Plácido, se los depara la Providencia a Eustaquio. La santidad no anula las cualidades humanas. Les pone la etiqueta de su destino: Dios. Roma le espera para recibir los honores del triunfo. Se preparan festejos extraordinarios y número insustituible —el primero y fundamental—, sacrificar a los dioses. A Eustaquio, protagonista de la aclamación, le corresponde su turno. Ha de acercarse al altar y hacer su ofrecimiento. Pero no da un paso hacia el ara sagrada. Confiesa su fe y reserva el sacrificio cruento de su vida para Cristo. El índice de Dios le marca un camino que no es precisamente el de recibir el laurel que corone su cabeza.
 Rubrica su nombre, fortaleza, con su propia sangre. Auténtico e infalsificable refrendo. La cárcel, las cadenas, las fieras..., incapaz de doblegar al soldado de Cristo. Se echa mano de los medios que con más refinamiento inventó la malicia humana. No faltó el martirio del corazón: su esposa e hijos serían compañeros. Pero Dios saca vida de la muerte misma; pasan los tormentos sin conseguir otra cosa que profundizar —como los temporales de invierno— las raíces de su fe profunda.
 Nos dicen sus biógrafos que, como los jóvenes de Babilonia, fueron pasados por el fuego. Crisol de purificación. Encerrados en un toro de bronce candente, ni un cabello de su cabeza quedó chamuscado. Parece que nuestros santos —como niños grandes— sienten placer en burlarse de la maligna condición humana, riéndose de las leyes y desafiándolas y actuando contra naturaleza y contra corriente.
 Aunque el fuego ni siquiera ahuma sus vestidos, milagrosamente, glorificando a la Santísima Trinidad y cantando himnos de alabanza, sus almas, como una angélica exhalación, vuelan al Señor, con la aureola del martirio. Dicen que el 20 de septiembre del año 130; los Bolandos el 128. Poco interesa la cronología. Lo cierto es que al final del primer tercio del siglo II estos insignes mártires dieron testimonio de su fe. La fecha se encuentra borrosa en los anales y crónicas.
 Sus cuerpos fueron recogidos, como aliento de vida en los fragores y tempestades del naciente cristianismo. Su memoria, evocación de triunfo y fortaleza. Atraviesan la época gloriosa dejando una estela de luz, esperanza y optimismo. Esto explica la íntima y profunda devoción. Hasta la remota España llegan las venerandas reliquias y en el recoleto rincón del convento de Santa Clara de Madrid se guardan como un tesoro. Los fieles acudieron, confiadamente, en busca de fortaleza. Esa virtud que da un tono especial a la vida cristiana.



Beato Francisco de Posadas

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 Beato Francisco de Posadas, presbítero
En Córdoba, en España, beato Francisco de Posadas, presbítero de la Orden de Predicadores, que durante cuarenta años predicó a Cristo en su región y sobresalió por su humildad y caridad.
Francisco nació en Córdoba, España, en 1644, y sus padres, que vivían de lo que les daba el cultivo de un huerto, le inculcaron la idea de que debía ser religioso, particularmente fraile predicador, una perspectiva que resultaba muy del agrado del chico. Pero al morir su padre, volvió a casarse su madre, y el padrastro decretó que los estudios a que estaba entregado Francisco eran una pérdida de tiempo y, en consecuencia, le obligó a abandonarlos y le dedicó a aprender un oficio. Al principio su amo, el encargado de enseñarle a ganarse la vida, le trató con extremada dureza, pero Francisco acabó por ganarse su afecto, gracias a la inagotable paciencia, el buen carácter y la asiduidad en su trabajo que demostró siempre. Al cabo de algún tiempo, el amo de Francisco le ayudó a proseguir sus estudios y le concedió el tiempo necesario para dedicarse a ellos.

También el padrastro murió y, entonces Francisco tuvo que consagrarse a cuidar de su madre; sin embargo, en 1663 pudo entrar al noviciado de los dominicos, en el convento de Scala Coeli, en Córdoba. Sus primeras experiencias en aquel nuevo ambiente no fueron muy felices. Sus compañeros no le comprendieron y le hicieron blanco de sus burlas y sus continuas persecuciones; pero él perseveró con su proverbial paciencia, hizo su profesión y fue admitido al sacerdocio. Inmediatamente, Francisco se hizo notar como un predicador de grandes dotes y se aclamaba su aparición como la de un segundo Vicente Ferrer. Desarrolló tareas misioneras por todas las regiones del sudoeste de España y a sus continuas prédicas agregó el trabajo de oír confesiones, el de viajar a pie de una parte a otra y el de someterse a mortificaciones muy rigurosas. Su predicación elocuente, en la que exponía preceptos que reforzaba con el ejemplo, le otorgó una gran influencia sobre todos los que le escuchaban o tenían algo que ver con él. En su ciudad natal impuso una necesaria reforma a las costumbres y una mejora radical de la moral pública y privada, a tal extremo, que muchos lugares de vicio y de desorden tuvieron que cerrar sus puertas por falta de clientela. Siempre estaba al servicio de los pobres y de ellos aprendió una humildad que le hizo evitar no sólo los más altos puestos en su orden, sino también los obispados que le fueron ofrecidos en numerosas ocasiones. El beato Francisco escribió varios libros (El Triunfo de la Castidad, las biografías de Santo Domingo y otros santos de la orden, exhortaciones morales, etc.) y, tras una existencia de viajes constantes, llegó a morir a su convento de Scala Coeli, el 20 de septiembre de 1713, luego de cuarenta años de constante trabajo para el bien de las almas. Fue beatificado en 1818.

Poco después de la beatificación, el R. P. Sopena publicó en Roma una Vita del B. Francesco de Posadas, que contiene un interesante relato de sus levitaciones cuando celebraba la misa y sus sensaciones al hacer resistencia para que su cuerpo no se elevase. Ver a Martínez Vigil, en La Orden de Predicadores (1884), pp. 352 y ss. la nota de Procter en Dominican Saints, pp. 263-265.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 Beato Francisco de Posadas.
Natural de Córdoba; muy joven aún vistió el hábito dominicano en Scala Dei, (provincia de Córdoba).
Enviado a Sanlúcar de Barrameda y oyendo predicar al Padre González, S. J., se convirtió de veras a Dios, comenzando una vida penitentísima.
Prior en varios conventos de su Orden, fue uno de los confesores más afamados de su siglo en España. Falleció en Córdoba, 1713.


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