«¡No podemos dejar solos a nuestros hermanos presos!»
En la antesala del Año Santo, el Papa Francisco nos convoca a una de las obras de misericordia: «visitar a los encarcelados». La solicitud hacia las personas privadas de libertad ha tenido siempre tanta importancia para la Iglesia que el autor de la Carta a los Hebreos llega a pedirnos: «Acordaos de los presos como si estuvierais presos con ellos» (Hb 13,3). Así lo ha venido haciendo ininterrumpidamente la Iglesia en la Historia. En la actualidad, la Pastoral Penitenciaria, con callada abnegación y probada generosidad, continúa con este bendito ministerio.
Con motivo de la Fiesta de Ntra. Sra. de la Merced, quiero que mis primeras palabras se dirijan a todas las personas privadas de libertad. ¡Cuánto me gustaría poder abrazarlas a todas y, con mi gesto, llevarles la paz y el cariño que solo regala el Señor Jesús a sus predilectos! Con mi abrazo quisiera transmitirles el de la Iglesia que es Madre de misericordia y que, como su Señor, quiere que no se pierda ninguno de los que le han sido confiados (cfr. Jn 6, 39). Dios es el único dueño del tiempo y el único juez infalible. Por eso, el tiempo de reclusión, por paradójico que resulte, puede y debe ser tiempo para el encuentro fructuoso con Él, para reconducir la propia vida, asumir los errores cometidos y procurar reparar el mal causado. También debiera serlo para capacitar para la inserción social y, en no pocos casos, compensar déficits y solucionar problemas personales y sociales que estaban en la base del delito cometido. Con rotundidad lo afirmaba recientemente el Papa Francisco en la cárcel de Santa Cruz-Palmasola en Bolivia: «Reclusión no es lo mismo que exclusión, porque la reclusión forma parte de un proceso de reinserción en la sociedad». En otro caso, tornaríamos la privación de libertad en mera exclusión social, haciéndola sumamente odiosa (Cfr. san Juan Pablo II, Mensaje Jubilar para las prisiones del año 2000 - MJ 1b, 5b, 4b).
Por eso, ¡no podemos dejar solos a nuestros hermanos y hermanas presos! La mano larga de Dios y su ternura atraviesan los muros de los centros penitenciarios a través de la labor diligente y eficaz de la Pastoral Penitenciaria que constituye para la Iglesia –también en Madrid– un gozoso servicio. Este ministerio, prestado por las capellanías, parte de la convicción profunda de que «el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno» (EG 265). A los capellanes y al voluntariado de esta Pastoral debemos el mayor reconocimiento.
Quisiera destacar también que la preocupación por las personas presas debe ser objeto de la solicitud pastoral de toda la Iglesia en Madrid. «Acordaos de los presos como...». Sin este concurso de toda la vida diocesana, la Pastoral Penitenciaria quedaría reducida a una tarea benemérita, pero aislada de la diócesis. No puede ser así. Llamo al compromiso de todos, especialmente de las parroquias, para que se preocupen por los encarcelados y sus familiares y procuren coordinarse con la Capellanía para la visita y la atención de sus necesidades. La exhortación postsinodalSacramentum Caritatisnos apremiaba para que los presos pudiesen «sentir la cercanía de la comunidad eclesial»(SC 59). Las personas más vulnerables en prisión experimentan de manera más apremiante esa necesidad de proximidad: enfermos mentales y físicos, ancianos, discapacitados, mujeres con hijos, extranjeros sin papeles abocados a la expulsión... Tenemos que ser capaces de generar respuestas alternativas y responsabilizadoras más humanas.
Más aún, asumamos el compromiso en la prevención social del delito mediante la promoción de una sociedad más justa, de una cultura con valores y condiciones de vida dignas para todos. Procuremos, asimismo, que el dolor provocado por el encarcelamiento dure el mínimo tiempo posible y que nadie tenga que volver a ingresar en prisión por falta de oportunidades. Todo ello es la traducción del no a la cultura de la exclusión y del descarte, a la que reiteradamente nos convoca el Papa. Sé que algunos aspectos pueden resultar difíciles de comprender cuando todos rechazamos el delito. Ciertamente, el delito es expresión del mal y nos atemoriza y quiebra la convivencia. Pero no podemos olvidarnos de la vieja máxima: «aborrece el delito pero compadécete del delincuente». En ese sentido, no debemos olvidar las cuatro etapas del peregrinaje de la misericordia: no juzgar, no condenar, perdonar y dar (cfr. MV 14b). Estas etapas son expresión de la misericordia «como viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. La misericordia y el perdón, van más allá de la justicia y nos hace revestirnos de ternura» (cfr. MV 10). «Aunque el sistema penal cumple sus fines, la justicia sola no basta y la experiencia demuestra que apelando solo a ella se corre el peligro de destruirla» (cfr. MV 21b).
Os invito a toda la comunidad diocesana a «descubrir el rostro de Cristo en cada detenido» (cfr. M 25, 36) y a ser sensibles ante quien se queja y retrocede. La Iglesia es refugio de pecadores y casa de las segundas oportunidades. Para la Iglesia nadie hay definitivamente perdido. Dios regala una oportunidad a cada ser humano para abrir su corazón a un amor siempre más grande que su pecado. Sabemos bien que la dignidad de la persona presa y su perfectibilidad es siempre mayor que su culpa y su delito.
En esta fiesta tan señalada, no quiero ni puedo olvidarme de los hombres y mujeres que trabajan en los centros penitenciarios. Sin su tarea, sacrificada y no siempre reconocida, el ideal de la reinserción social estaría todavía mucho más lejos. Pido por todos ellos, para que el Señor les dé paciencia, fortaleza y humanidad para no renunciar jamás, por muchas que sean las dificultades, a su vocación educativa y reinsertadora.
Recuerdo también con afecto, a otras confesiones religiosas y ONG que se preocupan de atender las necesidades de los encarcelados y de defender sus derechos.
Quiero que tengamos muy presentes a las víctimas de los delitos, especialmente a aquellas que han sufrido los zarpazos y el dolor de delitos irreparables. Por paradójico que pudiera resultar, nuestra ocupación y preocupación por quienes han delinquido, no nos quita un ápice de solicitud exquisita por las víctimas. La Iglesia apuesta decididamente por la «justicia reconciliadora» (Cf. CDSI 403) que surge desde la atención a las necesidades de las víctimas, pero sin enfrentarla, sino todo contrario, a la rehabilitación del infractor. Con todo, es preciso redoblar nuestra atención hacia las víctimas y sería deseable regular la universalización de la atención hacia todas ellas, especialmente las que quedan en situación de mayor vulnerabilidad.
Ojalá que juntos hagamos realidad lo que formulamos en la plegaria de la Eucaristía: «que el amor venza al odio y la indulgencia a la venganza». En los albores del Año Santo de la Misericordia, empeñémonos en usar «la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad» (MV 4b). Damos gracias a Dios porque, con independencia de nuestra culpas, «en la naturaleza humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad» (PT 158).
Os presento a todos ante nuestro más señalado Cautivo y Víctima inocente, crucificado, muerto y felizmente resucitado, y os pongo en las manos entrañables de su Madre, Ntra. Sra. de la Merced. Así lo quiso el Señor, en Juan estábamos todos nosotros cuando le dijo desde la Cruz, «Ahí tienes a tu Madre».
Con gran afecto y mi bendición,
+ Carlos, Arzobispo de Madrid
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