Beata María Fortunata Viti | |
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Beata María Fortunata Viti
El mérito incuestionable de esta beata italiana radica en haber sabido cumplir día a día su misión con plena fidelidad a las humildes tareas que le encomendaron, en el silencio del claustro, sin otra aspiración que la de ser santa, único tesoro por el que se entregó en su vida consagrada. Harta proeza, sin duda alguna. Hay un halo de innegable grandeza en haber logrado realizar las dignas labores de hilar, lavar, coser y remendar, que son tan rutinarias, con el gozo y sencillez con que ella lo hizo durante setenta años. Es decir, que sobrenaturalizó lo ordinario, como han hecho otros santos y santas que han desfilado en este santoral de ZENIT.
Nació en la localidad italiana de Veroli, región del Lazio, el 10 de febrero de 1827. Su hogar estaba regido por un padre que no era precisamente un dechado de virtudes. La ludopatía y el alcohol hundieron el negocio de Luigi Viti, un próspero comerciante, y arruinó la vida de su esposa Anna Bono y de sus nueve hijos. Anna Felicia fue la tercera de los hermanos. A los 14 años perdió a su madre –su corazón no había resistido tanta desdicha y claudicó cuando tenía 36 años de edad– y ella debió sustituirla en el cuidado de la numerosa prole. La situación era de grave carencia en todos los ámbitos, una difícil situación a las que los vicios de su padre les había conducido. Para contrarrestar tanta miseria y el hambre que padecían, ya que su progenitor continuaba atrapado en sus adicciones, Anna Felicia trabajó como empleada doméstica al servicio de una familia de Monte San Giovanni Campano. En ese momento su trabajo era prácticamente la única vía de ingresos que entraba en el hogar. Y este fue el escenario de su vida hasta los 24 años.
Se le presentó la ocasión de desposarse con un ciudadano de Alatri que la cortejó y que le ofrecía un futuro esperanzador, ya que poseía cuantiosos bienes, pero la generosa joven soñaba con la vida religiosa y lo rechazó. Tantos sufrimientos habían acrisolado su amor a Cristo y con Él había sido capaz de rogar diariamente la bendición de su padre, a quien besaba respetuosamente las manos sin censurar en su corazón ese despojo humano en el que se había convertido, apresado por las flaquezas, y dominado por su mal carácter.
El 21 de marzo de 1851, a la edad de 24 años, cuando vio que sus hermanos estaban bien encaminados, Anna Felicia ingresó con las benedictinas en el monasterio de Santa María, de Veroli. Al profesar tomó el nombre de María Fortunata. Las penosas circunstancias en las que había transcurrido su vida le impidieron formarse adecuadamente. De modo que al ingresar en el convento era una completa iletrada. No pudiendo ocuparse de tareas litúrgicas en el coro, fue destinada a realizar labores domésticas que llevaba a cabo con el firme anhelo de conquistar la santidad. Fue la resolución que le condujo al convento y así lo expresó al llegar: «quiero hacerme santa». Era una mujer de palabra, porque es fácil comprometerse verbalmente, pero hay que demostrar la autenticidad de lo expresado cada segundo del día. Lo dice el refrán: «del dicho al hecho, hay un gran trecho». Ella no olvidó nunca el objetivo que se había trazado.
Viviendo heroicamente el «ora et labora» benedictino, en su entorno ignoraban la aridez que padecía esta humilde religiosa cuya jornada se iniciaba en las primeras horas de la madrugada para realizar cada día y con el mismo marco, sin abandonar jamás la clausura, las repetitivas tareas que tenía encomendadas. Obediente, amable y servicial, humilde, sencilla y caritativa, con una intensa vida de oración y silencio, María Fortunata se postraba ante el Santísimo Sacramento, al que tenía gran devoción, dando ejemplo de fidelidad y entrega. Fue agraciada con los dones de milagros y de profecía. Ella dejaba traslucir la ternura de Dios que se derrama sobre sus dilectos hijos, alumbrando ese camino que recorren los que han encarnado en su vida las bienaventuranzas: sencillez, limpieza de corazón, humildad, mansedumbre, etc.
Dios no quiso que quien había pasado más de setenta años en el anonimato, yaciera oculta en la sepultura común de la clausura en la que fue enterrada sin ningún honor y con cierta precipitación al advertir su muerte acaecida el 20 de noviembre de 1922 cuando contaba con 95 años, a los que llegó aquejada por el reumatismo, y apresada en su lecho con ceguera, sordera y parálisis. Como los milagros comenzaron a producirse ante la tumba, trece años más tarde sus restos tuvieron que ser extraídos y enterrados en la iglesia, a demanda del clamor popular. El 8 de octubre de 1967 fue beatificada por Pablo VI quien ensalzó su edificante vida de perfección.
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San Basilio de Antioquía | |
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San Basilio de Antioquía, mártir
En Antioquía de Siria, san Basilio, mártir.
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San Crispín de Écija | |
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San Crispín de Écija, obispo y mártir
En la población de Écija, en la provincia hispánica de la Bética, san Crispín, obispo y mártir.
El anterior Martirologio Romano especificaba que este santo alcanzó el martirio por decapitación. El actual se limita a llamarlo obispo y mártir y situar su martirio en la ciudad de Écija. Se encuentra su memoria desde antiguo en la liturgia mozárabe, en la cual se conserva un himno que es testigo de la antigua tradición según la cual padeció varios tormentos antes de ser decapitado. Su sepulcro se conservó en Écija hasta que se extinguió el cristianismo con la entrada de los almohades (siglo XII) y hubo en esa ciudad un obispado a lo largo de las épocas visigoda y mozárabe que se supone encabezado en la época de las persecuciones romanas por este san Crispín. El elogio del Martirologio de Adón lo conmemora así: «San Crispín, obispo y mártir en la ciudad astiagense, el cual, siendo prelado de aquella iglesia y predicando la fe cristiana, fue preso por los gentiles y, conminado a que sacrificase a los ídolos, como de ningún modo cedía, alcanzó la corona del martirio, siendo decapitado el 19 de noviembre». La archidiócesis de Sevilla, a la que ahora pertenece Écija -cuyo obispado no fue restaurado cuando la reconquista castellana del siglo XIII-, celebra la memoria de este santo en este día.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
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San Teonesto de Vercelli
San Teonesto, mártir
En Vercelli, también en la Liguria, san Teonesto, mártir, en cuyo honor edificó san Eusebio una basílica.
La única fuente antigua que recuerda a san Teonesto es la vida del santo obispo vercellésEusebio, en la cual se dice que el obispo quería ser sepultado junto a las reliquias del mártir, veneradas en un pequeño santuario en la zona sepulcral fuera de los muros de la ciudad de Vercelli. Sólo hay esta noticia para averiguar la identidad del santo, desconocido de cualquier otra fuente hagiográfica. El texto de la «Vita Eusebii», escrito hacia el siglo VIII -por tanto ya lejano de los hechos que narra-, afirma que Eusebio había erigido él mismo ese santuario en el que reposaban los restos del mártir, lugar que fue luego engrandecido y transformado, a fines del siglo IV, en la primer basílica eusebiana. Cuando, a finales del siglo XVI, la estructura de la iglesia fue progresivamente demolida para dejar el puesto a la actual catedral, se encontraron nuevamente los sepulcros del santo obispo y de Teonesto, uno junto a otro, tal como transmitía la noticia el deseo de Eusebio. Sobre la tumba del mártir una inscripción cruciforme, luego perdida, indicaba «S. MARTIR THEONESTUS», que podría situarse en la época eusebiana.
Si tal datación es correcta, se podría afirmar que el santo era un miembro de la primitiva comunidad vercellesa, anterior a Eusebio y quizás anterior a la paz constantiniana, que testimonió la fe con el sacrificio de su propia vida. Después de su muerte los restos fueron sepultados en un cementerio donde se enterraban cristianos y paganos, sin particular distinción; la inscripción deja suponer que la tumba contenía no sólo reliquias sino el cuerpo entero del mártir, lo que sólo podría confirmarse analizando los restos atribuidos a Teonesto, hoy en un nicho bajo el altar mayor de la llamada «Madonna dello schiaffo», en la catedral de Vercelli.
En la ciudad y diócesis de Vercelli, Teonesto, aunque es celebrado litúrgicamente el 20 de noviembre, no goza de un especial culto popular, al punto que su iconografía es inexistente, y su nombre no está asociado a ningún patronato en especial, aunque paradójicamente la autenticidad de su memoria cultual tiene tan sólidas, aunque escasas, garantías de credibilidad histórica.
fuente: Santi e Beati
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