Lo que
el terror nunca podrá lograr- DAVID JIMÉNEZ
Durante algún tiempo recorrí escuelas coránicas de Afganistán, Pakistán o
Indonesia, movido por mi incapacidad para entender el terrorismo islámico.
Había cubierto para el periódico atentados en los tres países y entrevistado a
sus víctimas. Quería saber qué llevaba a alguien a ponerse un cinturón de
explosivos, entrar en una discoteca y masacrar a personas de las que no conocía
nada y que nada le habían hecho. Encontré una respuesta en Al Mukmin, un centro
javanés donde padres sin recursos dejaban a sus hijos para que recibieran una
formación islámica. Todo se podía explicar en una palabra: miedo. Más allá del
Corán o la virtud, lo que se trataba de inculcar a los alumnos era miedo. Miedo
a Occidente, que según los maestros quería destruir su comunidad. Miedo a los
estadounidenses, que buscaban ultrajar a sus madres y hermanas. Miedo a todos
los que no fueran musulmanes, que conspiraban para aplastar su religión. Poco a
poco, aquellos chicos -no había, por supuesto, niñas- aprendían a deshumanizar
al enemigo imaginario. Y así hasta que, convertidos en real, se convencían de
que había algo heroico en eliminarlo. El niño había sido transformado en
terrorista. La eficacia del adoctrinamiento quedaba demostrada en el hecho de
que la mayoría de los participantes en la masacre de Bali, donde murieron más
de dos centenares de personas en 2002, hubieran estudiado en la escuela Al
Mukmin. No había improvisación alguna en los esfuerzos por levantar aquella
fábrica de extremistas, pero sí ideología. Totalitaria, en su determinación de
imponer su religión al resto del mundo; racista, en la creencia de que estaban
tocados por una pureza inalcanzable para otros creyentes; y fascista, en su
ambición de consolidar un poder absoluto donde la razón debía someterse a los
líderes supremos. Estos organizaban los atentados suicidas, pero nunca se
presentan voluntarios para el martirio.
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