La covid-19 nos hace descubrir espíritu en el
cosmos, en el ser humano y en Dios
2020-08-16
[El próximo artículo de Leonardo será el artículo
número MIL, que nos ha ido alimentando, a lo largo de mil semanas, casi
dieciocho años... Si usted es lector/a asiduo/a, le invitamos a recogerse un
momento en silencio, y a sentir la comunión con el autor y con todos los
lectores, agradeciendo cordialmente este don que ha sido, que es, y que
esperamos que siga siendo, para tantas personas y comunidades, nuestro hermano
de caminhada, Leonardo BOFF.
Gracias,
Leonardo, gracias por tu servicio tan generoso, y además, tan fiel, semana tras
semana, sin pausas ni vacaciones, increíble... Recibe un sincero abrazo virtual
de comunión de toda la comunidad internacional de tus lectores y lectoras.
En
su nombre, los Servicios Koinonía].
Vivimos en una época particularmente anémica de espíritu. La falta de políticas gubernamentales por parte del actual Presidente de Brasil para atacar la Covid-19, muestra algo más que falta de empatía y de solidaridad con los más de cien mil muertos causados ya en el país. Muestra –lo que es más grave– falta de espíritu. Parece que el Presidente vive aún en el estadio pre-humano de los primates. No cuida ni ama la vida, la vida de su pueblo.
Hay
que añadir, además, que la cultura del capital, que se basa en el consumo,
ahogó el espíritu en la materialidad opaca. Y sin espíritu perdemos lo que hay
de mejor en nosotros: la comunicación libre, la cooperación solidaria, la
compasión amorosa, el amor sensible y la sensibilidad cordial por el otro lado
de todas las cosas, de donde nos vienen mensajes de belleza, de grandeza, de
admiración, de respeto, de veneración y de trascendencia.
En
una de las más importantes fiestas de la tradición cristiana, Pentecostés, los
cristianos celebran la irrupción del Espíritu sobre los atemorizados seguidores
de Jesús. Los transformó en valientes mensajeros de su mensaje liberador,
alcanzándonos hasta el día de hoy. En este momento trágico en que se ahoga el
espíritu, que es lo mismo que el asesinato de la vida, abandonada a causa de un
virus, que el actual Presidente negacionista considera como una simple gripe, cabe
una reflexión sobre el espíritu con minúscula, y el Espíritu con mayúscula.
El espíritu: primero en el Universo, después en nosotros
Somos
singularmente portadores de gran energía. Es el espíritu en nosotros. El
espíritu, en la perspectiva de la nueva cosmología (la ciencia que estudia el
surgimiento del universo, su expansión y evolución, hacia dónde se dirige, cuál
es su sentido y cuál nuestro lugar dentro de este proceso), es tan ancestral
como el cosmos. Espíritu es la capacidad que los seres tienen –incluso los más
originarios, como los hadrones, los topquarks, los protones y los átomos– de
relacionarse, intercambiar informaciones y de crear redes de
inter-retro-conexiones, responsables de la unidad compleja del todo. Es propio
del espíritu crear unidades cada vez más altas y elegantes.
El
espíritu, en primer lugar está en el mundo; sólo después está en nosotros.
Entre el espíritu de un árbol y el nuestro, la diferencia no es de principio.
Ambos son portadores de espíritu. La diferencia radica en el modo de
realización. En nosotros, los seres humanos, el espíritu aparece como
autoconciencia y libertad. En el árbol, por su vitalidad y relaciones con el
suelo, con los rayos solares, las energías de la Tierra y del cosmos, él se
siente, se relaciona, se nutre y nutre la propia naturaleza, captando CO2 y
dándonos oxígeno, sin el cual no podemos vivir.
El
espíritu humano es ese momento de la conciencia en que ella se siente parte de
un todo mayor, capta la totalidad y la unidad y se da cuenta de que un hilo une
y reúne todas las cosas, haciendo que sean un cosmos y no un caos. Por
relacionarse con el Todo, el espíritu en nosotros nos hace ser un proyecto
infinito, una apertura total a los demás, al mundo y a Dios.
La
vida, la conciencia y el espíritu pertenecen por lo tanto al cuadro general de
las cosas, al universo, más concretamente a nuestra galaxia, la Vía Láctea, al
sistema solar y al planeta Tierra, el lugar donde vivimos. Para que surgieran
fue necesario un ajuste refinadísimo de todos los elementos, especialmente de
las llamadas constantes de la naturaleza (la velocidad de la luz, las cuatro
energías fundamentales, la carga del electrón, la radiación atómica, la
curvatura del espacio-tiempo, entre otras). De no haber sido así, no estaríamos
aquí escribiendo/leyendo sobre esto.
Refiero
sólo un dato tomado del clásico libro del astrofísico y matemático Stephen
Hawking, Una Breve Historia del Tiempo (2005): «Si la carga eléctrica
del electrón hubiera sido ligeramente diferente, habría roto el equilibrio de
la fuerza gravitatoria y electromagnética de las estrellas, y, o habrían sido
incapaces de quemar el hidrógeno y el helio, o habrían explotado. De una u otra
forma la Vida no habría podido existir» (p. 117). La Vida pertenece al cuadro
general de todas las cosas y es vida poseída por el espíritu.
El principio antrópico débil y fuerte
Para
facilitar la comprensión de esta refinada combinación de factores, se acuñó el
término «principio antrópico» (que tiene que ver con el ser humano, anthopos).
Por él se trata de responder a esta pregunta que se plantea naturalmente: ¿por
qué las cosas son como son? La respuesta sólo puede ser: porque si hubieran
sido diferentes, nosotros no estaríamos aquí. Respondiendo así, ¿no caeríamos
en el famoso antropocentrismo que afirma que todas las cosas sólo tienen
sentido cuando se ordenan al ser humano, considerado el centro de todo, el rey
y la reina del universo?
Existe
ese riesgo. Por eso los cosmólogos distinguen el principio antrópico fuerte
y el débil. El fuerte dice: las condiciones iniciales y las
constantes cosmológicas se organizaron de tal manera que, en un momento dado de
la evolución, la vida y la inteligencia debían surgir necesariamente.
Esta comprensión favorecería la centralidad del ser humano. El principio
antrópico débil es más cauteloso y afirma: las precondiciones iniciales
y cosmológicas fueron articuladas de tal manera que la vida y la inteligencia podrían
surgir. Esta formulación deja abierto el camino de la evolución, que se rige
cada vez más por el principio de indeterminación de Heisenberg, y por la autopoiesis
de Maturana-Varela.
Pero
mirando hacia atrás, a los miles de millones de años transcurridos, constatamos
que en realidad ocurrió así: hace 3.800 millones años surgió la vida y hace
unos cuatro millones de años, la inteligencia. En esto no hay una defensa del
«diseño inteligente» o de la mano de la Divina Providencia. Sólo que el
universo no es absurdo. Viene cargado de propósito. Hay una flecha del tiempo
que apunta hacia adelante. Como dijo el astrofísico y cosmólogo Freeman Dyson:
«Parece que el universo de alguna manera sabía que algún día íbamos a llegar»,
y preparaba todo para que pudiéramos ser acogidos y hacer nuestro camino de
ascensión en el proceso evolutivo» (Breuer, Das anthropologische Prinzip).
Curiosamente, cuando en el proceso evolutivo aparecieron las flores (antes era
todo verde), en ese momento surgió nuestro antepasado. Parece que el universo y
Dios le prepararon una cuna de flores para resaltar la alta calidad de este ser
que estaba iniciando su jornada por los siglos hasta llegar a nosotros.
El universo autoconsciente y portador de espíritu
El
gran matemático y físico cuántico Amit Goswami, que viene mucho a Brasil, apoya
la tesis de que el universo es autoconsciente (El universo autoconsciente,
2002). En el ser humano se encuentra una manifestación singular, por la cual,
el propio universo, a través de nosotros, se ve a sí mismo, contempla su
majestuosa grandeza y alcanza cierta culminación. Cabe también considerar que
el cosmos está en génesis, autoconstruyéndose. Cada ser muestra una propensión
a irrumpir, crecer y brillar. El ser humano también. Apareció en escena cuando ya
estaba el 99,96% de todo lo demás. Él es expresión del impulso cósmico hacia
formas más complejas y altas de existencia.
Algunos
lanzan la siguiente idea: ¿pero no será todo pura casualidad? El azar no se
puede excluir, como lo muestra Jacques Monod en su libro El azar y la
necesidad, que le valió el Premio Nóbel de biología. Pero el azar o el
acaso no lo explica todo. Los bioquímicos han demostrado que para que los
aminoácidos y las dos mil enzimas subyacentes a la vida pudieran aproximarse,
constituir una cadena ordenada y formar una célula viva serían necesarios
billones y billones de años. Más tiempo, por lo tanto, que el que tienen el
universo y la Tierra. Tal vez el recurso al azar podría mostrar nuestra
ignorancia. Es mejor decir que no sabemos.
En
este sentido, la visión del universo, de Pierre Teilhard de Chardin , según la
cual se vuelve cada vez más complejo y así permite la aparición de la
conciencia y la percepción de un punto Omega de la evolución hacia el que nos
estamos dirigiendo, tal vez sea la más apropiada para expresar la dinámica
misma del universo.
¿No
sería aconsejable callar, reverentes y respetuosos, ante el Misterio de la
existencia y el sentido del universo?
Después
de estas reflexiones ya estamos preparados para poder abordar la dimensión
teológica del espíritu como Espíritu Creador.
El Espíritu Creador y la cosmogénesis
Y
por excelencia. Está presente en la primera página de la Biblia cuando se narra
la creación del cielo y de la tierra. Se dice que sobre tohuwabohu, sobre
el caos, más bien, sobre las aguas primordiales “soplaba una ruah” (un
viento, una energía) impetuosa (Gn 1,2). Sacó todo de aquel caos, los seres
inanimados, los animados y el ser humano. A éste, sacado del polvo como todos
los demás, Dios le “insufló en sus narices ruah de vida, el espíritu, y
se convirtió en un ser vivo” (Gn 2,7). En el capítulo 37 de Ezequiel irrumpe de
forma incomparablemente plástica la fuerza vital del espíritu. Cuando éste
viene, los huesos resecos se cubren de carne y se transforman en vida.
También
las expresiones más nobles del ser humano se atribuyen a la presencia del
espíritu en él, como la sabiduría y la fortaleza (Is 11,2), la riqueza de ideas
(Jo 32,28), el sentido artístico (Ex 28,3), el ardiente deseo de ver a Dios, el
sentimiento de culpa y la consiguiente penitencia (Ex 35,21; Jr 51,1; Esd 1,1;
Sal 34,19; Ez 11,19; 18,31).
Dios “tiene” espíritu
Esta
fuerza creadora y vivificante es poseída eminentemente por Dios. Las Escrituras
hablan a menudo del espíritu de Dios (ruah Elohim). Se le da a Sansón
para tener fuerza portentosa (Jue 14,6; 19,15), a los profetas para tener el
valor de denunciar en nombre de los pobres de la tierra las injusticias que
padecen, para hacer frente al rey y a los poderosos, y anunciarles el juicio de
Dios.
Especialmente
en el judaísmo inter-testamentario se esperaba para el fin de los tiempos la
efusión del espíritu sobre toda criatura (Jl 2,28-32; Hch 2,17-21). El Mesías
será “fuerte en espíritu” y vendrá dotado de todos los dones del espíritu (Is
11,1).
En
este contexto de judaísmo tardío surge la tendencia a personificar el espíritu.
Sigue siendo una cualidad de la naturaleza, del ser humano y de Dios, pero su
acción en la historia es tan densa que comienza a ganar autonomía. Así se dice,
por ejemplo, que “el espíritu exhorta, se aflige, grita, se alegra, consuela,
reposa sobre alguien, purifica y santifica y llena el universo”. Nunca se
piensa en él como una criatura, sino como algo de la dimensión divina que,
cuando se manifiesta en la vida y la historia, las transforma.
El Espíritu es Dios, Dios es Espíritu
Esta
comprensión empezó a cambiar cuando se acuñó una expresión decisiva: espíritu
de santidad o “espíritu santo”. Esta formulación tiene una cierta
ambigüedad, pues se puede decir espíritu santo para evitar decir el nombre de
Dios, cosa que los judíos evitan hasta hoy, como para designar al mismo Dios.
“Santo”, para la mentalidad hebraica, es el nombre de Dios por excelencia, lo
que equivale a decir en la comprensión griega: Dios como trascendente, es
decir, distinto de todo y de cualquier ser de la creación.
En
resumen, podemos afirmar: con la palabra espíritu (ruah) aplicada a Dios
(Dios “tiene” espíritu, Dios envía a su espíritu, el espíritu de Dios) los
judíos expresaban la siguiente experiencia: Dios no está atado a nada, irrumpe
donde quiere, confunde los planes humanos, muestra una fuerza que nadie puede
resistir, revela una sabiduría que vuelve estulticia todo nuestro saber. Así
Dios se mostró a los dirigentes políticos, a los profetas, a los sabios, al
pueblo, especialmente en tiempos de crisis nacional (Jue 6,33; 11,29; 1Sm
11,6).
Del
mismo modo que se le da al rey para que gobierne con sabiduría y prudencia, en
el caso del rey David (1Sm 16,13). Así también se le dará al siervo sufriente,
carente de toda pompa y grandilocuencia (Is 42,1). En Isaías 61,1 se dice
explícitamente: “El espíritu de Yavé está sobre mí, porque Yavé me ha ungido...
para anunciar la liberación a los cautivos y la buena noticia a los pobres”,
texto que Jesús se aplica a sí mismo en su primera aparición en la sinagoga de
Nazaret (Lc 4,17-21). Finalmente, el espíritu de Dios no sólo señala su acción
innovadora en el mundo, sino que apunta al propio ser de Dios. El espíritu es
Dios. Y Dios es Espíritu. Como Dios es santo, el Espíritu será el Espíritu
Santo.
El
Espíritu Santo penetra todo, abarca todo, está más allá de cualquier limitación.
“¿A dónde podré ir lejos de tu espíritu?, ¿a dónde escaparé de tu mirada? Si
subo hasta los cielos, allí estás tú; si bajo al abismo, allí también te
encuentro” (Sal 139,7). Incluso el mal no está fuera de su alcance. Todo lo que
tiene que ver con cambio, ruptura, vida y novedad tiene que ver con el
espíritu. El Espíritu Santo está tan unido a la historia que ella se transforma
de profana en historia santa y sagrada.
El Espíritu en un mundo sin espíritu y en degradación
Hoy
sentimos la urgencia de la irrupción del Espíritu Santo como en la primera
mañana de la creación. La «Carta de la Tierra», ante una crisis mundial
ecológica con energías negativas que nos pueden arrastrar al abismo, afirma:
«Como nunca antes en la historia, el destino común nos invita a buscar un nuevo
comienzo… Esto requiere un cambio de la mente y del corazón. Requiere un nuevo
sentido de interdependencia global y de responsabilidad universal… Todavía
tenemos mucho que aprender de todos los que participan en la búsqueda de la
verdad y la sabiduría (final)».
El
Papa Francisco dice igualmente en su encíclica sobre el cuidado de la Casa
Común: “Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra Casa Común como en los
dos últimos siglos” (nº 53). «Si no cambiamos nuestro actual estilo de vida
insostenible sólo puede terminar en catástrofe» (nº 161).
Cabe
al Espíritu iluminar nuestra mente y transformar nuestro corazón. Si no hacemos
esa conversión, difícilmente escaparemos de las amenazas que pesan sobre el
sistema-vida y el sistema-Tierra. Cabe al Espíritu la capacidad de transformar
el caos destructivo en caos creativo, como obró en el primer momento del Big
Bang. Él puede transformar la tragedia, como la actual de Covid-19, en una
crisis acrisoladora que nos permita dar un salto cualitativo hacia un nuevo
orden, más alto, más humano, más cordial, más amoroso y más espiritual. El
universo, la Tierra y cada uno de nosotros somos templos del Espíritu. Él no
permitirá que sea desmantelado y destruido. Esta es una petición urgente en la
actual situación, cuando la Tierra como un todo es atacada por un virus letal
que está diezmando muchos miles de vidas.
Es
importante suplicar al Espíritu: ¡Ven, Espíritu Creador! “Ven a renovar la faz
de la Tierra”, “Ven pronto y con urgencia”, calienta nuestros corazones, y abre
un horizonte de sentido y de esperanza a nuestra realidad humana deshumanizada
y ahora en peligro, porque están desapareciendo miles y miles de personas
víctimas de la Covid-19. La ciencia, la técnica y la vacuna son fundamentales;
pero sólo con ellas no está garantizado que evitemos volver a lo que era antes.
Para eso necesitamos otro espíritu, que dé centralidad a lo que importa: la
vida, la cooperación, la interdependencia, la generosidad y el cuidado de la
naturaleza y de unos a otros. Si no hacemos este giro paradigmático, este
cambio de paradigmas, podemos ser atacados nuevamente y de forma aún más
letal.
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