63. El detalle
El verdadero amor -aunque el romanticismo nos haya enseñado otra cosa- no se expresa por grandes gestos, por entregas heroicas, por sacrificios espectaculares, sino por la pequeña ternura empapada de imaginación. Por eso que en castellano denominamos con tanto acierto «los detalles».
Por eso a mí lo que más me preocupa es cuando una mujer me dice que su marido «no tiene nunca un detalle». Eso es signo de que ese matrimonio o esa familia está siendo invadida por el aburrimiento, que es la carcoma del amor. En cambio, un detalle, un pequeño detalle inteligente, puede llenar más el corazón que el más espléndido de los regalos.
Si los lectores me permiten que les cuente una historia personal, les hablaré de algo que hace pocos días me ha emocionado profundamente. Es un detalle, un pequeño y ternísimo regalo que me ha conmovido más que un collar de perlas o que una obra de arte.
Hace algunas semanas regresé de mi pueblo natal, Madridejos, un pueblo en el que, aunque sólo viví allí los primeros meses de mi existencia, me siento más en mi casa que en ninguna otra parte. Recorrer sus calles me puso en carne viva el corazón. Y me conmovió más que nada el descubrir que, aun habiendo pasado cincuenta y muchos años que mi familia lo abandonó, existen todavía personas que me hablaban de mis padres con un cariño inexplicable.
Entre las cosas que en mi visita hice fue la más importante la de buscar la casa en la que yo nací y hacerlo acompañado de la hija de una mujer -Librada se llamaba-, y yo recordaba haber oído hablar de ella muchas veces a mí madre, que hizo de niñera de mis primeros pasos y cuya hija -esta María que ahora me acompañaba- jugó mil veces conmigo y con mis hermanos en mi primer año de vida. ¿Puede quererse tanto a alguien a quien no se ha visto desde hace cincuenta y muchos años? jamás hubiera podido imaginármelo hasta comprobar cómo me llenaban de besos, en los que besaban más que al hombre que soy,- al niño que fui.
Pero el detalle viene ahora: días después de mi visita a Madridejos recibo un sobre abultado en el que María me manda toda una colección de fotografías de la casa en que yo nací. Se ha tomado la molestia de llevar un fotógrafo para que yo pueda tener los recuerdos que en realidad no tenía: el pasillo por el que di mis primeros pasos, la habitación en la que nací, el balcón en el que vi por primera vez la luz del mundo.
¿Cómo no conmoverme? ¿Quién hubiera podido encontrar para mí un mejor detalle? ¿Cómo a un corazón tan sencillo se le pudo ocurrir un regalo tan fino, tan hondo y entrañable?
Esto me parece que es el verdadero amor: tener despierta la ternura, saber que el verdadero valor de las cosas no es el dinero que cuesta, sino la entraña que tienen dentro. ¡Ah, si siempre los hombres supiésemos querer así! María tal vez no lo sospecha, pero en esas fotografía me ha devuelto un pedazo perdido de mi corazón.
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