Recuperemos el valor histórico y humanizador de la fe
Muchas opiniones se manifiestan ante acontecimientos del presente y del futuro de España. En estos momentos tengo necesidad de dirigirme a todos los creyentes y a quienes buscáis con toda sinceridad la Verdad, queriendo eliminar intereses egoístas y deshumanizadores. No pretendo dar una opinión más, sino entrar en lo que, a mi modo de ver, son raíces para consolidar, clarificar y edificar. Con ello, sólo quiero afirmar lo que es esencia de la identidad católica y eliminar tres tentaciones que han sido permanentes a veces entre los creyentes y también entre quienes pretenden privatizar la fe y la acción de la Iglesia, es decir, en el fondo de quienes no reconocen una dimensión esencial de la existencia humana, como es la trascendente, presente en el 99 % de toda la Humanidad de maneras diversas pero reales. Las tres tentaciones de siempre las resumo así: 1) ideologizar la fe, una idea más; 2) privatizar la Iglesia y su misión, reducirla al ámbito de la sacristía; 3) seleccionar páginas del Evangelio y no acogerlo en su integridad, haciendo un Jesús a mi medida.
Con toda verdad, he de decir que las ideologías no son la respuesta al hombre para su libertad auténtica y para construir la casa común. El ser humano es mucho más que una o unas ideas. Tampoco el privatizar la misión de la Iglesia por intereses personales o de grupo, que, tomando decisiones, relegan su misión a ámbitos de la interioridad, cuando la fe vivida planamente tiene manifestaciones en todas las dimensiones de la vida. Seleccionar páginas del Evangelio según conveniencias no ayuda a vivir el valor histórico y humanizador de la fe. Es cierto, todas las ideologías han prometido cosas parecidas a estas: nosotros cuidaremos de las cosas, ya no descuidaremos la tierra, crearemos un mundo nuevo, justo, correcto y fraterno.
¿Qué ha pasado con las ideologías, incluso con aquellas que intentaron fraguarse aludiendo a algunas páginas del Evangelio? Que destruyeron la convivencia entre los hombres, porque no valen la demagogia y la violencia; no vale reducir al ser humano a una esclavitud indigna al servicio de una ideología o de una economía inhumana y pseudocientífica. El Dios vivo es necesario; la dimensión trascendente está inscrita en el núcleo de la existencia humana, es real en la existencia humana. Y cuando por Gracia hemos conocido a Dios, que se hizo presente en esta tierra, tomando rostro humano en Jesucristo, hemos entendido que el Evangelio tiene repercusiones en dar un sentido radical a la vida personal y social, a la convivencia entre los hombres, a la unidad de los pueblos. Porque los muros de separación los rompe, creando comunión y unidad, y nos regala una manera de ser, estar y hacer en este mundo que nos da una configuración moral a nuestras acciones. Basta recordar al apóstol san Pablo cuando nos dice: “os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo” (Ef 4, 1-6).
La fe tiene una dimensión social que no permite privatizaciones de ningún tipo. “Andar en verdad” decía Santa Teresa de Jesús. Cuando no es reconocido el juicio de Dios, el hombre no trabaja bien por la tierra, porque al final pierde los criterios: son los suyos o los de su grupo. Y es que, al no conocer a Dios, no nos conocemos, no sabemos quiénes somos. Y el desconocimiento de uno mismo provoca tremendas barbaridades. Hoy habría que preguntar a quienes nos encontremos por el camino, ¿buscáis la libertad? Os aseguro que la obediencia a Dios es libertad, porque es la verdad, es la instancia que se sitúa sobre todas las instancias humanas. La Iglesia tiene que seguir prestando ese gran servicio a la Humanidad y a los pueblos que se hicieron grandes cuando tuvieron conciencia clara de cómo y dónde se alcanza la libertad y cómo se genera unidad y comunión entre los pueblos. La Iglesia y todos los cristianos tenemos una tarea extraordinaria: devolver la confianza en Dios a todos los que decimos creer en Él e invitar a quienes no creen a creer, haciéndolo con amor y con misericordia. Hoy se puede dar esto; lo mismo que en un tiempo se introdujo la fe desde el poder, hoy se introduce la increencia en los tejidos de la cultura con la misma fuerza.
Ofrezcamos el gozo de creer, la alegría del Evangelio. Acerquémoslo a todos los hombres. Hagamos posible que la experiencia de gratuidad sea tan fuerte que mostremos que la fe es un ejercicio de existencia desde, ante y para Dios; es además la manera de ayudar a no cerrar las compuertas del mundo interior y no cegar las hendiduras por las que entra Dios. Mostremos la dimensión mística que tiene la vida cristiana. La fe no es adhesión a algo, no son dogmas, no son exigencias morales como puntos de partida. La fe es haber encontrado a Alguien, a Dios mismo, haber encontrado la perla o el tesoro en nada comparables con las perlas y tesoros de este mundo y que, fruto de este encuentro, Él me regala una manera de entender la vida y de comportarme.
Estamos viviendo tiempos nuevos; hay que sanar interiormente las conciencias, que parece que vuelven a escindirse y desgarrarse por tendencias contrapuestas. Ya sabemos que no se logra nada depurando, ignorando o despreciando, sino acogiendo al prójimo, es decir, anunciando el Evangelio no desde la imposición sino haciéndolo pasar por el corazón. La Iglesia construye al pueblo, une, no dispersa, como Cristo elimina muros que separan, y cuando se ponen en juego problemas esenciales de la sociedad tiene que hacerlo con una intensidad más fuerte. Hay dos tentaciones que se eliminan con dos derechos del ser humano: las tentaciones son la del neoconfesionalismo de la política y la del laicismo de la sociedad; mientras que los derechos son reclamar la necesaria laicidad del Estado para que el espacio existencial social sea un lugar común y el derecho de cada ser humano a conferir sentido último a su vida desde opciones razonables y sentido penúltimo al resto de sus decisiones.
¿Qué tareas en este momento de la Historia –después de todo el magisterio de san Juan XXIII, el beato Pablo VI, san Juan Pablo II y de las concreciones que el Papa Francisco nos hace en Evangelii gaudium, Laudato si y la bula del Jubileo de la Misericordia Misericordiae vultus– son imperativos para la Iglesia en España?: 1) Mirar a la tierra a la vez que al cielo para entender la Historia; 2) Ofrecer espacios a todas las iniciativas generosas, prolongar esperanzas y alentar confianzas en el Evangelio a quienes están distantes; 3) Convocar a todos los que habitamos este país con una ilusión renovada a un proyecto común, creando dinamismos sociales, culturales y misioneros llenos de credibilidad y fuerza; 4) Salir con la confianza inquebrantable en que la fe sana y plenifica la existencia humana, con una fe que nutre, orienta e inspira, contagia y provoca cambios. Gracias por pensar estas tareas.
Con gran afecto, os bendice:
+Carlos, Arzobispo de Madrid
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