EL QUE DISTINGUE
ENTRE LO LAICO Y LO SAGRADO, NO ES
CRISTIANO
(HN-13)
Hemos dicho
en el resumen anterior, que cuando
pensamos bien una cosa la amamos. Que las cosas no quedan satisfechas
solo con ser pensadas, sino que necesitan además ser amadas; pues se puede
pensar en una cosa solo para destrozarla, y entonces sufre la cosa y sufro yo.
En cambio si yo pienso en un pino y lo pienso bien, resulta que lo pensaré siempre
como hermano y lo respetaré. Siendo precisamente esto lo que nos enseñó Cristo:
toda la creación es hermana. Y puesto que el hombre es el hermano más
evolucionado, deberá esforzarse durante toda su vida en llegar a ser el
pensamiento y el amor de todo lo creado. Deberás preguntarte: ¿cómo me las
ingenio yo para realizar esto? O sea, yo, como ser creado más evolucionado de
la Creación, ¿cómo me las ingeniaré para hacerla crecer y para salvarla
dentro de mí, llegando a sentir su resonar en mi interior al amarla?
Pues para esto no hace falta hacer cosas raras, no tengo que hacer nada
específico ni raro, sino tratar de llegar a ser el que tengo que ser en la
creación: tengo que pensar, usar y amar bien, las cosas y las personas; sin hacer
distinciones entre sagrado y profano. Y en el caso de Cristo, nos podemos preguntar: ¿es religioso? ¿es sacerdote?
Sacerdote no lo es, en cuanto profesión; en cuanto a hacer las cosas que corresponden
a la clase sacerdotal. Ahora bien, si para nosotros sacerdote significa saber
despertar en la gente la capacidad de sentir las maravillas de la creación –sentir
la sacramentalidad de todos sus componentes– hacer que la sientan como una
sinfonía que les vibra por dentro, entonces el único sacerdote es Cristo; quien
además, y desde otros puntos de vista, podría parecernos un laico total. No hay un terreno de lo laico y otro de lo
sagrado, y el que haga esta distinción no es cristiano. El cristiano sabe
que Dios está en todo, y por tanto ¿cómo puede decir que hay algo profano? Si
Dios está en el pino y es el alma del pino, el pino no es profano. Si la
mariposa es ser de Dios, el hombre que vaya pisando “sin sentido” mariposas por
la vida estará profanando la creación. Fíjense que decimos “sin sentido/abusando/usando
mal”, porque “las cosas pueden ser pensadas y amadas mal”. Pero, ¿y por cortar
un árbol...? Está claro que la leña es buena para calentar la casa, y está bien
cortar un árbol para superar el frío en una cabaña, ¡pero siempre que ese árbol
sea previamente pensado y amado dentro de mí! De la misma forma también vale
dar una bofetada a un niño si hace falta, ¡pero sólo cuando el niño sea pensado
y amado previamente!; si no es así, no se puede dar esa bofetada.
También se
puede dar un disgusto a una persona: a veces puedes y debes darle un disgusto a
alguien, pero solo cuando le quieras bien; pues no puedes hacérselo si no lo quieres.
Cuando nosotros forzamos ciertas
situaciones –cortando, abofeteando o disgustando– fruto de nuestro buen pensar
y amar al otro, a este le ocurre algo similar a cuando capta una frecuencia
–una música– con la que entra en resonancia y se pone a vibrar: hay una sintonía
con el fondo de lo que está ocurriendo. El otro capta perfectamente la
frecuencia amorosa del que le está forzando; y esto significa la unión de ambos
en el cogollo, la unión en la base común
sacramental. Recordemos también que, cuando nosotros forzamos situaciones
con otros no les estamos enseñando algo que no tengan ya dentro ellos; lo único
que hacemos es intentar despertar lo que tienen dormido dentro.
Cuando las cosas
suenan y gustan, no es porque se digan bien desde fuera sino porque
despiertan bien lo de dentro. Y como Dios está en toda la Creación, sería
insensato decir: te he enseñado un matiz de Dios que no llevabas todavía
dentro. Pues con esto estaría diciendo que el otro tiene un rincón donde Dios
no está: le estaría insultando, pues Dios está dentro de cada uno y en todos
tus rincones. Lo que pasa es que no lo percibimos: estamos como dormidos,
atontados y sin conciencia de lo que tenemos dentro, y necesitamos bofetadas
que nos despierten. Pero al despertarnos de golpe, decimos: ¡qué maravilla! Y
lo decimos, maravillados, porque nos resuena dentro la maravilla que en ese
momento estamos percibiendo fuera: así de sencillo. Es lo mismo que si me
pregunto: ¿por qué me gusta la música buena? Simplemente porque hay sintonía dentro de mí para poder
captarla, y por tanto la buena música exterior hace vibrar mi interior.
Si estamos bien despiertos al caminar por la vida, sentiremos cómo Dios (que es
la sintonía total y perfecta dentro de nosotros), nos permite ir resonando con
todo lo creado –y no solo con lo mal llamado sagrado– según vamos captando sus
melodías. Pero, para que podamos captar esto, para estar bien despiertos y
poder vibrar con el resto de lo creado en nuestro proceso de salvación, se requiere
que hagamos caso a Cristo cuando nos dice: para salvaros, “esforzáos por entrar
por la puerta estrecha”. O sea la
salvación la hacemos nosotros, pero con Dios dentro. Dios, que está en el
corazón de la creación y en mi corazón, va creciéndome dentro; a esto llamamos
salvación. En este proceso salvífico, el sujeto grande va creciendo dentro
del sujeto pequeño (yo); pero lo
asombroso de este proceso, es que el único que tiene libertad para poder
limitarlo soy yo: limitando mi “esfuerzo por...”.
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