martes, 24 de enero de 2017

Todo lo que reflejamos (Reflexión del ciclo “La Ciudad Peregrina” de Marina Korotchenkol)







Todo lo que reflejamos
 (mi reflexión sobre los prisioneros de los espejos y la luz de la Ciudad Peregrina) 

                 Los máscaras del mundo subterráneo

           son como los volcanes apagados. 

       Espejos no reflejan a las almas,

          sino nuestros rostros condenados.

      Y toda la condena es la muerte,

     y todo el enigma es el abismo.

        Es un absurdo que aún viviendo

            nos reflejamos a nosotros mismos.

        Como un dios griego que desvía

a la propia imagen fugitiva.

Realidad es la otra jerarquía:

                de Areopagita, con las luces de la vida.

Los sueños y los miedos se convierten en la realidad, cuando no existe nada más, aparte de los miedos y de los sueños. Está obvio que hombre vive entre los signos, imágenes y representaciones, pero todo nuestro discurso siempre está dirigido a los otros, puesto que ninguna sistema de signos no vive fuera del contexto o de un código cultural, sino solamente entrando en el dialogo con los otros sistemas. A pesar de la genialidad de Calderón sería imposible corregir a una persona solo a través de un sueño o de una representación de este, quizá por eso su Segismundo no sabe en el final si está despierto o aún está soñando: “que no sé si estoy despierto” (Calderón “La vida es sueño”). Y todos recordamos al famoso monologo que nos explica con el contraste agudo de la poética barroca que tipo de sueño es esta vida:

  Y la experiencia me enseña

      que el hombre que viva sueña

lo que es, hasta despertar.

La pregunta eterna siempre será: ¿en qué consiste este despertar? ¿Y cuando uno debe despertarse? En una novela de Víctor Pelevin el famoso filosofo chino Chuang Tzu que imaginaba que era una mariposa había sido despertado por un fusilamiento y “siguió volando más lejos”. Es una respuesta budista, los cristianos creemos que la vida es única y que solo 2 tenemos la única oportunidad de escoger a nuestro camino que nunca será repetida. Así que la muerte no es la salida, como decía un sacerdote a una persona con el deseo de suicidarse, sino una entrada. Parece que uno debe despertarse antes de ella, por lo menos para no confundir a las puertas.

Los ascetas en los desiertos y los isiquastas intentaban evitar a toda la imagen, a toda la palabra, porque cualquier signo les incluía en el sistema de las representaciones mundanas, traía sus ecos y asociaciones, y esto interrumpía a la contemplación como las canciones de la vida alegre confundían a la mente de Santa María de Egipcio: “Yo quería olvidar a sus palabras, pero repetía a las melodías involuntariamente”. Unas palabras por sí mismas no eran peligrosas, pero le traían los recuerdos de los cuales ella quería liberarse. Liberarse para atravesar a un río por el aire, como lo cuenta su Vida, dejando para siempre a la otra imagen sugestiva que va a entrar en el distinto sistema de los signos y de los valores. ¿Esto había sido una representación? Si. ¿Pero tenía algo de verdad? Obviamente. En la conciencia de esta santa tenía lugar el dialogo entre las dos culturas, los dos mundos, entre los canciones alegres y el recitar de los salmos. La vida pasada se chocaba con sus aspiraciones nuevas y entre estas contradicciones ella libremente escogía a su camino, a una representación del mundo tal como le gustaría verlo.


Su vida como un texto entró en la cultura configurándola, cambiándola, construyéndola en los otros fundamentos, como los hicieron las vidas de los otros santos ascetas y mártires. Sus muertes eran unas representaciones que construían a los modelos diferentes de la vida y su aceptación de lo nuevo demostraba a su capacidad para la apertura, a esta sed enorme para comprender y aceptar. Sabemos muy bien que solo una imagen abierta configura a la malla de las relaciones sociales. En el espacio imperial del orden y mando ya desapareció este principio dialógico. Sergei Averintzev demuestra como en el poema sobre Dionisio de Nonno de Panopolis el dios se multiplica en sus reflejos que son sus otras imágenes: Dionisio como otro Zagreo, Zagreo como segundo Dionisio, Yakch como tercero Dionisio (“Poética de la literatura bizantina”; “El mundo como el enigma y la respuesta”). Nosotros vemos a los espejos puestos uno enfrente del otro que nos produce la ilusión de un mundo interminable, pero es una trampa que no existe en la realidad, porque su realización sería una eternidad enfermiza y espantosa, donde siempre se repetían las mismas paredes y la misma sala. Podemos decir que un pecador en la novela de Dostoievski que imaginaba a la eternidad como a una sauna sucia con las arañas tenía una visión mucho más viva y amena que esta reproducción interminable sin fin ni final.



Es una verdad que en el sentido cultural y social todos nosotros somos los espejos, porque siempre reflejamos y estamos reflejados. Si nuestro reflejo es verdadero o completamente falso solo depende de la luz y de la perspectiva en el fondo de la cual vemos a los objetos y a los individuos. Dionisio Areopagita en el siglo V describió a las Jerarquías Terrenal y Celestial que imaginaba como a una montaña de los espejos situados cada uno en su nivel, pero sus vidrios eran limpios y no estaban puestos uno enfrente del otro, sino levantados hacia la luz eterna que les iluminaba desde la cima de la montaña.

Así que de la representación, igual que del signo no depende absolutamente nada, todo el valor consiste en el contenido de estas vasijas de barro que nos pueden traer al agua 3 bendita, igual que a un liquido venenoso o a una suciedad de fango. Definir a la representación en sí como buena o perjudicadle no tiene ningún sentido, con el mismo resultado podemos opinar si malas o buenas son palabras. Está claro que de los verbos o de las preposiciones no depende nada, sino todo el valor se esconde en el contenido. Yuri Lotmán reconocía solo a los textos como unos sistemas autónomos que siempre expresan algo, sea este comprendido o no, y que viven solamente si entran en las relaciones con el lector y con los otros textos guardados en su memoria. Un texto que no se circula en la sociedad de manera dinámica y abierta realmente deja de existir, no le copian ni imprimen. Y ninguno texto nunca puede ser comprendido hasta el último punto, en toda su profundidad, sino siempre deja un espacio vacío para que reflexionemos, comparemos y opinaremos.

Nos consta que ya podemos ver a unos principios de la percepción verdadera: es una imagen abierta, una estructura de los signos que siempre entra en el dialogo, es un texto que está en las relaciones continuas con sus lectores y con los otros niveles culturales a través de ellos. Asimismo, para percibir una luz verdadera solo debemos tener una apertura, la capacidad de comprender y de percibir, la curiosidad amorosa hacia el mundo. Sin esto todas nuestras palabras siempre serán vacías y repetitivas. Nadie habla consigo mismo, nadie mantiene la conversación sin escuchar al otro y nadie pierde el tiempo con los textos inútiles que no le aportan nada ni le hacen mejor.

Sin embargo, aquí se esconde un problema muy grave: ¿tienen todos estos textos y representaciones alguna referencia al mundo real? ¿nosotros podemos afirmar a través de ellas que tal mundo existe y cuáles son sus características? Y dar una respuesta a estas preguntas es casi imposible. El protagonista-visionario de la novela “Ultima Thule” de Vladimir Nabokov diría: “¡Usted no debe buscar bajo la silla, sino en el otro sitio!”. Esto pasa porque ningún texto por sí mismo no nos da las respuestas, sino siempre necesita nuestra interpretación. Toda la semántica textual es siempre una polivalencia de los sentidos. Incluso las sagradas Escrituras existen solo encarnadas en el exegesis de un tiempo concreto. Quizá por eso la búsqueda del Cristo histórico siempre había sido un fracaso, es que Cristo entra en toda la historia. Ningún texto contiene la verdad reflejada en toda su plenitud, sino necesita a nuestra comprensión y a nuestra fe.



Con el surgimiento de la novela realista que en el caso europeo había sido engendrada en el núcleo contradictorio de barroco y en el caso de la literatura rusa en el dialogo con las influencias europeas, las antinomias y los contrastes es un eje estructural de realismo. Digamos que si buscar una verdad absoluta en la novela, vamos a comprender que ella no está en ninguna parte fija y concreta: ni en las novelas caballerescas sobre los “amadices” ni en la plebe que se ríe de un caballero andante. La vida como tal no puede ser demostrada de un modo didáctico, sino debe ser vivida. El principio de la contradicción construye al texto realista que suele mostrar a un mundo opuesto a todos los tópicos y a todos los cánones. En el capítulo de “Eugenio Onegin” donde Tatiana se enamora en el protagonista Puchkin pone en fila a las varias concepciones del amor que contrarrestan una a la otra, dialogan y nos dejan sin respuesta. Aparece el amor romántico-sentimental de su hermana Olga, los amores descritos por las novelas francesas e ingleses que leía Tatiana, la vida de su madre, donde el amor había sido sustituido por el costumbre, y la respuesta de la vieja niñera-esclava que considera que el amor es algo prohibido, porque se casó en los trece años y en la edad de enamorarse ya tenía 4 a su familia. Entonces: ¿Qué es amor? ¿Bella Olga con los poemas en su álbum? ¿Los pensamientos de alguna Julia o Clarisa en la novela sentimental? ¿La inquietud que Tatiana sienta ahora? ¿Un deber frio ante su marido? ¿O quizá algo peligroso para una familia campesina? Puchkin no da ninguna respuesta, sino nos mete en esta polifonía, porque el amor es todo y se expande a todas las comprensiones. El lector tiene su libertad de escoger a la noción del amor que más le gusta o mejor sería expresar a su propia opinión como una de las posibles.

Lo más importante en el principio de las contradicciones no es el deseo de mostrar la verdad, un escritor realista sabe que es un objetivo imposible, puesto que la verdad es siempre algo propio, sino despertar a la mente del lector, provocándole pensar sobre la diversidad de mundo, la inutilidad de los juicios vanos y fijos. Y todo esto abre al lector, haciéndole más compasivo y más comprensible. ¿Dónde está la verdad? En el hombre y cada una de las personas refleja a ella, así que más entendiendo al próximo más amplio y más profundo se hace nuestra propia imagen verdadera. Es como una especie de la apofática, un buen libro realista libera a la persona de los prejuicios y nunca le fuerza a reconocer alguna interpretación del mundo, sino le invita a oír a la polifonía de las voces.




Nuestras representaciones del mundo existen solo para ser refutadas. Ni ética, ni filosofía, ni literatura no pueden mostrarnos la verdad. En un momento de la prueba, de sufrimiento se rompen todas las representaciones, aparte que todo que solamente expresa a nosotros mismos nos priva de la libertad peor que cualquiera dictadura. La más fuerte y la más dura esclavitud es estar satisfecho con su propia verdad:

                              Sueña el rey, que es rey, y vive

                        con este engaño mandado, 

                         disponiendo y gobernando;

                     y este aplauso que recibe

prestado… 

            (“Vida es el sueño”)

Seguridad de poder en su grandeza y en su significado eterno solo pueden dejar atónita y perpleja a una persona que contempla a los torneos o a las ceremonias funerales reales con la mirada libre de los prejuicios. Un espejo puro niega de reflejar a los fantasmas y en el soneto de Cervantes “Al túmulo del Rey Felipe II” suena este asombro irónico:

               Voto a Dios que me espanta esta grandeza

             y que diera un doblón por describilla… 

     Apostaré que el ánima del muerto, 

   por gozar este sitio, hoy ha dejado

 la gloria donde vive eternamente.

         Esto oyó un valentón, y dijo “Es cierto

cuando dice voacé, señor soldado

 y él que dijere lo contrario, miente.

Un túmulo de la grandeza cae como una torre babilónica, empujado por la ironía del poeta y después por la ambigua opinión de un transeúnte: “él que dijere lo contrario, miente”, aunque el poeta lo que dice es precisamente lo contrario. Una opinión contrarresta a la otra y las dos a todo el cuadro con el túmulo, y el soneto se acaba con el silencio: “no hubo nada”, dejando en el lugar de la respuesta otra vez una puerta abierta. ¿Quién miente? ¿Él que mandó construir al túmulo? ¿El poeta? ¿O un valentón que no sabemos, si se ríe, si lo dice en serio? La grandeza de un triunfo se desvanece como humo y estamos ante la única indescriptible realidad: muerte.

En el silencio sobre el amor y la muerte se nos demuestra que no hay ninguna verdad que depende de las representaciones y palabras, porque la única verdad inquebrantable está escrita en el corazón del hombre y todos los textos solo nos mueven a buscarla. Y esta superior realidad humana que rompe a todo lo rígido y artificial es cristiana, regalada a nosotros como un don de Dios por el Hijo del Hombre que nos salvó de todas las trampas y de todos los espejos: “la verdad, de la que nos habla Jesús, no es una doctrina, sino una realidad, es decir, Él mismo: “Yo soy la verdad”. He aquí una profunda trasformación del significado habitual de la verdad… los hombres pueden poseer o no poseer la verdad; pero ¿Cómo pueden ser verdad e incluso la verdad?” (Paul Tillich “¿Qué es la verdad?”). Esta verdad es la presencia de Dios en el Cristo y, siendo él el camino para todos, también nosotros somos la verdad en la medida en que Dios está presente en nosotros. Por eso, como dice Tillich, Jesús es más que sus palabras y sus enseñanzas, porque él es la misma presencia.



Asimismo los textos nos enseñan a buscar la verdad dentro de nosotros, no hacer a los ídolos de los objetos exteriores o de las relaciones causales, sino saber escuchar al fundamento de nuestro ser que mantiene a nosotros vivos y existentes. Todas las antinomias textuales son solo los trampolines para un salto trascendental. ¿Qué es la vida? Sois vosotros. ¿Qué es el amor? Sois vosotros. ¿Qué es la muerte? Sois vosotros. Sois la realidad que guiada por la luz verdadera nunca va a perderse en el interminable laberinto de los espejos. A través de las opiniones y los sistemas de los signos se revela ante nosotros el Reino que crece en el silencio.


Según San Agustín el Poder Divino nos otorga como el saber inmanente, tanto y a los objetos de conocimiento que nosotros expresamos en los verbos interiores (pensados) y en los verbos exteriores (pronunciados). De este modo el conocimiento inmanente no niega a las representaciones, sino colabora con ellas: “Todo el mundo busca cierta semejanza en su manera de significar, de manera que los signos mismos reproduzcan, en los posible, la cosa significada. Pero como una cosa puede asemejarse a otra de muchas maneras, tales signos sólo pueden tener entre los hombres un sentido determinado cuando se suma a ellos un asentimiento unánime” (“Doctrina cristiana”, II, XXV: 38). Por algo Todorov nombró a Agustín un primero semiótico (T. Todorov “Teorías del símbolo”). “Nada de lo que se hace o se dice en 6 un sentido figurado es mentira. Toda palabra debe referirse a lo que designa para quienes están en situación de comprender su significado” (DC; V: 7).

El signo circula entre la gente, construye a las sociedades y a las instituciones, pero siempre necesita a un asentimiento unánime. Sin embargo, nunca debemos olvidar que la fuente de todo el conocimiento, según Agustín, es el Poder Divino. Todo el conocimiento nos está dado. El pecado original que seguimos cometiendo es la creación de los mundos imaginarios que no se rigen por las leyes divinas. Como lo considera Bonhoeffer, el conocimiento del bien y del mal no es un conocimiento en el sentido estricto de la palabra, sino el deseo de reemplazar a las leyes divinas por nuestra propia arbitrariedad, la creación divina por nuestras representaciones. Ser como Dios es definir al bien y al mal a su medida, actuando de modo individualista y egoísta. En la caída hombre pone a sí mismo en el centro del mundo, su pensamiento se encierra en el circulo vicioso de los intereses propios. Asimismo el bien y el mal se definen según el deseo del individuo, dependiendo de lo que él quiere conseguir en una situación concreta. Ya no existen el bien y el mal objetivos, sino todo ya está hecho “para mí” y a “mi medida”, sin tener en cuenta al otro. Se rompe el dialogo con el Dios y con el próximo (D. Bonhoeffer “¿Quién es y quién fue Jesucristo?”). Sólo la resurrección del Cristo nos da el conocimiento de nuestro verdadero ser, liberado del “pavor de los espejos” (Borges).

Pero no somos liberados de algo, sino para algo, para el servicio, para el seguimiento. Y toda la representación es una trampa, si existe solo en sí y para sí y es una revelación, si descubre a nuestro ser verdadero. Todo el poder y todas las máscaras son solo prestados. Si vivimos para los objetos que no son nuestros y no dependen de nosotros, nuestra vida no se diferencia de un sueño. El príncipe dice, al despertarse: “Si es sueño, si es vanagloria, ¿Quién por vanagloria humana pierde una divina gloria?”.

      Entre las citas, entres los esbozos

estamos condenados y atados.

      No somos nada, los espejos rotos,

           los hijos pródigos del Padre alejados.

 Para volver al mundo existente

         buscamos en las sombras el camino,

    pero como un faro la luz ardiente

      alumbra a la Ciudad del peregrino.

Ilustraciones: Atanasius Kircher “Mundus Subterranea”; el icono de Santa María de Egipto; Tatiana de “Eugenio Onegin”

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