Símbolo para nuestro mundo
· Mirar con ojos nuevos la Piedad de Miguel Ángel ·
La Piedad de Miguel Ángel aún no ha desvelado todos sus misterios. Al contrario, las obras maestras encierran muchos y plantean un sinfín de interrogantes. Es precisamente su estructura. Un día noté un detalle que cambió mi visión de la obra. Allí, en los detalles, lo esencial sobrevive siempre. En este momento estoy escribiendo un libro para explicar mi descubrimiento, del cual ofrezco aquí una muestra.
Nos hallamos en el año 1499, en vísperas del paso a un nuevo siglo. Período de transición, tenso, lleno de urgencias e iluminaciones. En menos de un año, un joven de 24 años, en un solo bloque de mármol blanco de Carrara, esculpió una obra de arte inmortal. En efecto, eso bastó para que todos se convencieran del carácter excepcional de semejante empresa, claramente inspirada en las manos del escultor movido a su vez por el éxtasis creador. Miguel Ángel esculpió durante esa especie de ebriedad necesaria. Por eso, afirmó que se había entregado de lleno a la obra y que se había contentado con liberar del bloque la maravilla que vio en él.
Una Piedad, el tema es muy conocido. Ya fue abordado muchas veces. La Virgen María tiene en brazos a Cristo muerto, bajado de la cruz. Notamos que la escultura se inscribe en un triángulo, símbolo de la elevación, de la perfección y de la estabilidad. ¿No es siempre estable un taburete de tres patas?
La primera cosa que nos sorprende es la edad de María. Es joven, muy joven, incluso más joven que Cristo. Su rostro es de una perfección impenetrable, sus rasgos están magnificados, son casi angélicos. Ninguna emoción perturba su rostro juvenil, terso e inexpresivo, exaltado por el contraste con la exuberancia del drapeado. Nada más que la belleza ideal de una joven mujer, arquetipo de la feminidad. Predomina la idea de la acogida, necesariamente silenciosa, y esta impresión se acentúa gracias al gesto de la mano izquierda, abierta, que parece decir: «Así es».
Cristo está abandonado. Parece más viejo que María, más pequeño que su madre, que la mujer, que la esposa, en cuyos brazos se desliza y se deja deslizar. De hecho, su cuerpo joven y hermoso no muestra ninguna marca de rigidez. Al contrario, con forma de S, es flexible, sensual, lánguido: los dedos acarician la tela, el pie está en equilibrio sobre una piedra, las venas del brazo y del cuello, llenas de sangre, palpitan el ritmo lento del encanto.
En 1964 la Piedad viajó a Nueva York, su primer y último exilio. Robert Hupka, fotógrafo, la siguió durante el viaje. Sacó más de dos mil fotografías de la obra, desde ángulos imposibles, escondidas a la mirada desde hacía siglos, en un montaje de contrastes, en un fondo negro, muy diferente del de San Pedro. Os invito a cambiar de visión a partir de aquellas fotos excepcionales. De hecho, ya no vemos solo a la Virgen y a Cristo muerto, sino a una mujer joven y a un hombre joven, abandonado voluntariamente en los brazos de ella. En suma, una pareja. Y los dos están vivos. Pero, ¿qué imagen podría probar lo que acabo de decir?
En Nueva York, Robert Hupka hizo un agujero en el cielo raso para captar el rostro de Cristo, escondido siempre a nuestra mirada, y que solo el artista, antes que él, había podido contemplar. ¡Es sorprendente! Porque el rostro está vivo. Refleja una extraordinaria serenidad. Sonríe con confianza, con una felicidad bienaventurada. Nunca antes un rostro humano había nacido del misterio divino del Arte con tanta fuerza consoladora.
Entonces, además de una Piedad, comprendemos lo que Miguel Ángel sugirió en esta sublime parábola: la capitulación consciente de lo masculino al principio femenino. Se trata de una justa exaltación de los valores femeninos, durante mucho tiempo pisoteados no obstante su cercanía a los valores del Evangelio.
Magnífico símbolo para nuestro mundo, gobernado por un triunfante orgullo masculino, que lanza y relanza continuamente su provecho, su competición, sus ejércitos. Mensaje sublime para nuestra humanidad, que nos invita a privilegiar y a confiar en los valores de la acogida, de la apertura y de la aceptación, y que el principio femenino representa aquí. La Piedad, desde esta perspectiva, podría encontrar un lugar en cualquier altar del mundo. En el silencio de la acogida, el frenesí queda en suspenso.
Pero, ¿por qué –me preguntaréis– esta alegoría no se había comentado antes? Porque las revelaciones importantes, sagradas, no se hacen enseguida. Están siempre veladas: en la poesía, en las fábulas, en las parábolas… en el mármol. Allí esperan, a veces, mucho tiempo, hasta que algún transbordador (o transeúnte) las capta. Porque si no hay una distancia, un velo, lo esencial suena como banalidad.
Por Luc Templier
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