¿Quién nos defenderá mejor?
REFLEXIÓN DOMINICAL, jesuita Guillermo Ortiz, Domingo de Ramos 2014
(RV).- (Con audio) Después de defender la ciudad del asedio enemigo, nuestros soldados volvían triunfantes. Y salíamos felices a recibirlos porque volvían vivos, padres, hermanos, esposos, hijos, que habían dejado el pastoreo, la pesca, el trabajo cotidiano, para hacer de soldados. Era una fiesta verlos nuevamente, vivos ellos y nosotros.
Pero después cambió. Triunfante entraba el jefe del ejercito enemigo, con grandes y estruendosos caballos, máquinas de guerra y carros para el botín. Y quedamos, sometidos al gobernador de turno y sus soldados. Por eso, cuando conocimos a Jesús de Nazaret, vecino nuestro, de aquí, pero con ese corazón tan grande con el pueblo, nos revivió la esperanza, la ganas de vivir y de luchar aunque pareciera imposible salir adelante con tanto sufrimiento. De modo que cuando Jesús regreso a la ciudad lo recibimos como a un rey. Pero no como a un rey político, sino como a un rey del corazón. Con él habíamos sentido nuevamente el calor de la familia grande, el gozo de ser pueblo, hijos de Dios iguales.
Pero como no nos tratamos como iguales, se agrandó terriblemente la división entre los jefes religiosos y aquellos a quienes Jesús defendía: los pobres, los pecadores, el pueblo, la gente común y corriente. Jesús mismo los calificó de mentirosos, hipócritas, ladrones. Y ellos, por celos y envidia, consiguieron del gobernador el arresto, la tortura, la condena, el patíbulo, su muerte.
Es verdad que alguno de los nuestros se dejó corromper por dinero y lo entregó. Otros lo negaron y un grupo hasta gritó pidiendo su crucifixión junto a los jefes religiosos. Pero la presión más fuerte ante el débil Pilato fue la de los jefes alejados del pueblo.
El tema que nos desconcertó completamente, es que mientras nosotros pensábamos que él nos defendería hasta conseguir la victoria y nos libraría de tanto sometimiento, Jesús de Nazaret no se defendió ni siquiera a sí mismo. Sí, no se defendió pudiéndolo hacerlo. Se dejó apresar y aunque Pedro desenvainó la espada para defenderlo se lo impidió. “El que a hierro mata a hierro muere” le dijo.
Jesús se entregó como una oveja muda. Como un cordero llevado al matadero sufrió la tortura, aceptó la falsa condena, cargó la cruz áspera y pesada, fue clavado a la cruz, le traspasaron las manos y los pies, murió desangrado y lo sepultaron.
Ahora, con el tiempo, entendemos cada vez más, que en realidad no fue un engaño; que no estábamos equivocados cuando pensamos y sentimos que Jesús nos defendería mejor que todos, como uno más de los nuestros. Eso era la fe. Le teníamos fe. Él generó en nosotros la fe. Porque ahora comprendemos que Jesús se hizo carnada en la boca del mal y la muerte, nuestro peor enemigo. La muerte se tragó el anzuelo. Y él venció a la muerte en su mismo vientre; la reventó desde adentro. Hiriendo de muerte a la muerte, Jesús nos defendió y nos dio el mejor escudo y espada para luchar y vencer el mal: la fe.
Por eso no le tenemos miedo a la muerte. Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y de Espíritu Santo, dejamos que la muerte nos trague. Y con la espada victoriosa del amor que nos une entre nosotros a Jesús, salimos a la resurrección por la herida que Jesús le abrió a la muerte; por la boca misma del sepulcro vacío. Ese sepulcro de aquí, de Tierra Santa, que tantos peregrinos vienen a visitar y a rezar, porque al tercer día de muerto, el Padre Dios resucitó a Jesús como primogénito de entre los muertos.
Sí, Jesús es el que mejor nos defiende del sometimiento terrible del mal, el pecado y la muerte. Y nos ofrece la vida verdadera, plena, feliz. Pero para eso no tenemos que alejarnos de la casa del pueblo y tenemos que tratarnos como hermanos, hijos de Dios.
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