Reflexión Espiritual
De los sermones de san Andrés de Creta, obispo
BENDITO EL QUE VIENE, COMO REY, EN NOMBRE DEL SEÑOR
Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres... Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa. No porfiará —dice—, no gritará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna. [...]
Ya que, si bien se dice que, habiéndose incorporado las primicias de nuestra condición, ascendió, con ese botín, sobre los cielos, hacia el oriente, es decir, según me parece, hacia su propia gloria y divinidad, no abandonó, con todo, su propensión hacia el género humano hasta haber sublimado al hombre, elevándolo progresivamente desde lo más ínfimo de la tierra hasta lo más alto de los cielos.
Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo, pues los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas.
Y sí antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor.
BENDITO EL QUE VIENE, COMO REY, EN NOMBRE DEL SEÑOR
Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres... Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa. No porfiará —dice—, no gritará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna. [...]
Ya que, si bien se dice que, habiéndose incorporado las primicias de nuestra condición, ascendió, con ese botín, sobre los cielos, hacia el oriente, es decir, según me parece, hacia su propia gloria y divinidad, no abandonó, con todo, su propensión hacia el género humano hasta haber sublimado al hombre, elevándolo progresivamente desde lo más ínfimo de la tierra hasta lo más alto de los cielos.
Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo, pues los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas.
Y sí antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor.
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