HOMILÍA DE MONSEÑOR DON CARLOS OSORO
SIERRA
EN LA MISA ESTACIONAL CON MOTIVO DE LA
TOMA DE POSESIÓN DE LA ARCHIDIÓCESIS DE
MADRID
Sábado, 25 de octubre de
2014
Nota: el texto en color
rojo no será leído en la celebración.
Excmo. y Rvdmo. Sr. nuncio de Su Santidad.
Eminencia reverendísima, señor cardenal D. Antonio María Rouco, arzobispo,
emérito, de Madrid.
Queridos obispos auxiliares, D. Fidel, D. César y D. Juan Antonio. Deseo,
también tener un recuerdo muy especial por quien en estos momentos estará
rezando por mí y por vosotros, el obispo auxiliar, emérito, de Madrid, Mons. D.
Alberto Iniesta, con quien hace muy pocos días estuve en su residencia de
Albacete.
Señores cardenales, arzobispos, obispos.
Vicarios generales y episcopales de Madrid, Valencia, Oviedo, Orense y
Santander.
Queridos sacerdotes del presbiterio de Madrid, y queridos sacerdotes que
representáis a los presbiterios diocesanos de Santander, mi diócesis de origen,
y de las diócesis de Ourense, Oviedo y Valencia. Gracias. Muchas gracias.
Hermanos sacerdotes todos.
Queridos seminaristas de Madrid y queridos seminaristas de Valencia.
Gracias por vuestra entrega para ser un día cercano la imagen de Cristo
Sacerdote.
Queridos diáconos, que en la Iglesia sois la imagen de Cristo Siervo.
Queridos miembros de la vida consagrada: religiosos, religiosas, institutos
seculares, sociedades de vida apostólica y otras nuevas formas de vida
consagrada en la Iglesia, vírgenes consagradas. No olvidamos a los monjes y
monjas que gracias a los medios de comunicación siguen este celebración en la
vida de los monasterios.
Queridos laicos, que sois mayoría en la Iglesia; gracias por vuestra
presencia y por vuestro testimonio en medio de las realidades temporales.
Gracias, familias, mayores, jóvenes y niños.
Querida familia de la que siento siempre vuestra cercanía y acompañamiento.
Autoridades civiles, militares, judiciales y académicas.
Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.
Doy gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, al enviarme a través del
sucesor de Pedro, el papa Francisco, a esta porción de la Iglesia para ser
padre, hermano y pastor de todos vosotros, de los que creéis y sois parte de la
Iglesia, pero también de todos los que vivís en este territorio madrileño al
que el Señor me envía a ser su testigo. Gracias, santo padre, papa Francisco.
Ruego al señor nuncio que transmita al santo padre mi afecto, fidelidad y
comunión. Gracias, queridos hermanos; Madrid acogió a mi familia, aquí se
conocieron mis padres, hoy me acogéis a mí como padre, hermano y pastor,
gracias. Que sigamos haciendo de Madrid un lugar de encuentro, de acogida, de
promoción de todo ser humano, regalándole la dignidad que Dios ha puesto en
cada persona.
En este día, cuando inicio mi ministerio episcopal entre vosotros, sigo
haciéndome la misma pregunta que me hice desde que supe que el santo padre me
enviaba a la archidiócesis de Madrid: «Señor, ¿dime qué quieres de mí, qué
deseas que viva junto a quienes me entregas como hijos y hermanos?». La
respuesta siempre la da el Señor. Y me la da y nos la da en la Palabra que acabamos
de proclamar. ¡Qué gracia más grande poder dirigirme a todos los que vivís en
esta archidiócesis madrileña por vez primera, sabiendo lo que el Señor quiere
de mí y de todos nosotros! Nos lo dice Él mismo cuando le preguntamos: «Señor y
Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?». O, lo que es lo mismo:
«Señor, ¿qué es lo que tiene que ocupar mi vida y mi misión como obispo aquí
entre vosotros y qué y quién tiene que ocupar la vida del ser humano?». La
belleza de la respuesta de nuestro Señor tiene tanta hondura que nos sobrecoge:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu
ser». Este mandamiento es el principal y el primero, pero el segundo es
semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Amar a Dios y amar al
hombre se unifican. Descubramos que no hay amor verdadero por el hombre mas
cuando nos dejamos invadir por el amor de Dios que nos manifiesta que el ser
humano es «imagen de Dios». Y que no hay amor verdadero a Dios si este no se
manifiesta y constata por amar al hombre con la misma pasión de Dios, porque
Dios mismo nos ha dicho que Él es amor, y quien es imagen de Él tiene que
manifestar que en su existencia se revela también el amor de Dios.
Esta es nuestra misión, a la que deseo invitar no solo a los cristianos,
sino llamar también a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que habitan
en estas tierras, que me da el Señor; tener a Dios como valor absoluto y
descubrir que es desde Dios desde donde el ser humano alcanza la dignidad más grande,
tal y como nos lo ha revelado nuestro Señor Jesucristo. Él ha puesto al hombre
a la altura de Dios, porque Dios mismo se puso a la altura del hombre. Gracias,
Señor, por esta misión apasionante, como es mostrar tu rostro. Por eso te digo,
con el salmista, «yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (Sal 17).
Esta
unidad inseparable entre Dios y el hombre es lo que nos hace entender lo que el
Señor en el Libro del Éxodo nos acaba de decir, y que tiene su revelación plena
en Jesucristo, el Dios que se hizo Hombre. Él nos enseña a descubrir como la
grandeza del ser humano se alcanza cuando se tiene la vida de Cristo en
nosotros, que es cuando lo humano alcanza su plenitud y desarrollo pleno y nos
hace vivir como nos dice Dios mismo: ni la opresión, ni la vejación, ni la
explotación, ni la usura, ni el robo de lo que pertenece al otro, tiene
vigencia en quien ha sido alcanzado por Jesucristo. Lo nuestro es lo mismo de
Dios, pues somos su imagen: escuchar, tener compasión, amar, acercarnos al otro
como Dios mismo lo hace… porque nuestra pasión es vivir con la vida del Señor. Con la alegría que nace
del Evangelio, me acerco a vosotros para deciros con el apóstol san Pablo lo
que hace unos instantes acabamos de escuchar y que se cumple aquí en Madrid:
«Desde vuestra Iglesia, la Palabra del Señor ha resonado (…) en todas partes.
Vuestra fe en Dios había recorrido de boca en boca». Vamos a seguir haciendo
que la Palabra resuene, que se conozca a Jesucristo, que los hombres lo acojan
como el tesoro más grande que cambia la vida y la historia, continuando las
huellas de quienes antes que yo os han acompañado como pastores, testigos y
maestros. Deseo recordar a todos mis predecesores, pero hago explícitos los
nombres de los más próximos a nuestra vida, a quienes muchos de los que formáis
parte de esta Iglesia diocesana habéis conocido: al cardenal D. Vicente Enrique
Tarancón, al cardenal D. Ángel Suquía, y al cardenal D. Antonio María Rouco,
que nos acompaña. Permitidme que agradezca a D. Antonio María, al cardenal
Rouco, su entrega, sus trabajos y desvelos por hacer llegar a todos los
corazones la Noticia de Jesucristo, las realidades eclesiales que con una
vitalidad muy grande me entrega, pues él quiso hacer verdad que contemplaseis
el rostro de Dios y del hombre manifestado en Cristo, quien ha resucitado de
entre los muertos y entrega presente y futuro al ser humano y a toda la
humanidad. Gracias, D. Antonio. Muchas gracias.
Al
iniciar mi ministerio pastoral en Madrid, os invito a todos a acoger el amor de
Dios y a regalar el amor de Dios a todos los que nos encontremos por el camino
de nuestra vida. La gran novedad que nosotros hemos de entregar y presentar es a Cristo
mismo, que acoge, acompaña y ayuda a encontrar la buena noticia que todo ser humano
necesita y ansía en lo más profundo de su corazón. No defraudemos a los hombres
en este momento de la historia, que puedan encontrar las puertas abiertas de la
Iglesia, para que puedan percibir que envuelve su vida la misericordia de Dios,
que no están solos y abandonados a sí mismos, que tengan la gracia de descubrir
en qué consiste el sentido de una existencia humana plena, iluminada por la fe
y el amor del Dios vivo: Jesucristo nuestro Señor, muerto y resucitado,
presente en su Iglesia. Como
nos recordaban san Juan XXIII, el beato Pablo VI, san Juan Pablo II, Benedicto
XVI y el papa Francisco, la Iglesia tiene que ser reconocida por encima de
cualquier otro aspecto como la casa de la misericordia, que realiza ese diálogo
impresionante al cual estamos llamados a ser protagonistas, ese diálogo que se
mueve entre la debilidad de los hombres y la paciencia de Dios. ¡Qué tarea más
apasionante entregar la novedad única que es Jesucristo!
Os invito a todos a vivir juntos dejándonos abrazar por el amor de Dios, que es tan grande, de tal
calado y profundidad, que nunca decae, se aferra a nuestra existencia que
siempre impulsa a dar la mano a quien tenga al lado, nos sostiene, nos levanta
y nos guía. Para ello, es necesario que todos los cristianos podamos vivir una
relación tal con Jesucristo que, cuando nos acerquemos a los demás, podamos
decir con obras y palabras, como los primeros discípulos, «hemos visto al
Señor».
Me produce una gran
impresión el encuentro del Señor con los discípulos de Emaús; por ello,
quisiera deciros que esta es la Iglesia a la que me gustaría dar rostro con
vosotros: los
discípulos iban por el camino desalentados, en la desesperanza y la tristeza,
en el agobio y la desilusión. Se encuentran con Jesús en el camino. No lo reconocen.
Comienzan a hablar con Él. Lo escuchan. Entre las palabras que les dice y su
compañía sienten algo especial, les produce tal atracción su presencia que,
cuando el Señor se despide de ellos, le dicen: quédate con nosotros porque
atardece. El Señor crea y provoca atracción, desean estar con Él aun sin saber
que es Jesús, pero han experimentado que con Él hay luz en el camino, sin Él
llega la oscuridad y el atardecer. Y el Señor no solamente se queda con ellos,
sino que se sienta y parte el pan, se da a sí mismo, da su vida.
La Iglesia recorre el camino de su Señor, el Cuerpo del Señor que es la
Iglesia hace el mismo camino de la Cabeza que es Cristo. Escucha a todos los
hombres y siente una preocupación especial por quienes están más abandonados y
excluidos, por lo más pobres, entre los que se encuentran también quienes no
conocen a Dios. Ella desea regalar lo que el Señor daba y percibían los se
encontraban con Él, que provocaba tal atracción. La Iglesia tiene que seguir
regalando la desproporción, que es la que nos hace más humanos. Aquella misma
que les hizo ver a los discípulos cuando les pidió que diesen de comer a una
multitud. Con la proporción de cálculos humanos, la que ellos tenían, cinco
panes y dos peces, era normal que dijesen, desalentados, que no podían dar de
comer a esta multitud. Y es entonces cuando aparece la desproporción de Dios,
que toma en sus manos los cinco panes y dos peces y da de comer a la multitud;
y sobró. Esta es la que tenemos que vivir nosotros. Y es que en manos de Dios
todo es diferente, con su fuerza, su gracia, su amor, todo es distinto. Hagamos descubrir a todos
los hombres que en manos de Dios todo es diferente, y que además se descubre y
se logra el verdadero humanismo, el humanismo de verdad. Todo esto, vivido en
comunión con Jesucristo es más humano, pueden comer todos, nos hace hermanos.
Que seamos audaces, con la audacia y valentía del Evangelio, para hacer que la
Iglesia sea casa de comunión; tenemos una sola fe, una sola vida sacramental,
una única sucesión apostólica, una misma esperanza y la misma caridad. Somos
una única familia y nadie es más importante que otro, somos hijos de Dios y
hermanos de todos los hombres. Una familia que vive en humildad, dulzura,
magnanimidad y amor por conservar la unidad. La Iglesia es una gran casa que
acoge a todos, por eso es santa, porque procede de Dios que es santo y fiel y
no la abandona en el poder de la muerte y del mal. Es santa porque Jesucristo,
el Santo de Dios, está unido indisolublemente a ella. No es santa por nosotros,
que la formamos, y que somos pecadores; lo es porque Dios la hace santa. La Iglesia es casa de
armonía, en la que todos hacen el mismo canto, pero con ritmos, acentos, notas
diferentes, que hacen un bellísimo canto de amor para todos los hombres. Nos
necesitamos todos. Nadie sobra: judíos, griegos, esclavos libres, todos
somos hijos de Dios y, por eso, hermanos. Somos hombres y mujeres en los que
Jesucristo hizo «la obra nueva», dándonos su Vida misma.
Somos enviados a llevar la alegría del Evangelio, la Buena Noticia que es
Jesucristo, a todo los hombres: «Id por el mundo y anunciad el Evangelio a
todos los hombres». Tenemos el mandato de hacer recobrar a los hombres la
confianza, la esperanza, la alegría del Evangelio, el encuentro entre los hombres,
construir la cultura del encuentro. Tenemos que provocar, como el Señor, en
medio de la historia de los hombres esa atracción, la misma que provocó
Jesucristo en el camino de Emaús. Y todo ello porque hacemos llegar y
experimentar con nuestra vida y testimonio la ternura de un Dios que es amigo
del hombre, que quiere al hombre, que se da por entero a todos los hombres sin
excepción, para que nosotros tengamos vida. Y la Iglesia lo hace incluso cuando
los hombres hemos dilapidado lo más humano que es lo más divino, nuestro ser
imagen de Dios, cuando nos han robado o nos hemos dejado robar lo más nuestro
por otros ídolos. Lo hemos de hacer con paciencia, sin reproches, siempre con amor,
esperanza, alegría y misericordia, saliendo permanentemente a buscar a los
hombres, encontrándonos con los hombres en las realidades en la que están
viviendo, no en las que nosotros creemos que debieran estar. Urge regalar y
mostrar a quien puede recuperar el carácter luminoso de la existencia que nos
regala Jesucristo, que, cuando se apaga, todas las demás luces acaban
languideciendo. Urge
anunciar a Jesucristo, su amor. La verdad de un amor no se impone con la
violencia, no aplasta a la persona; cuando nace del amor puede llegar al
corazón, al centro de cada ser humano, la seguridad de la fe no nos hace
intolerantes, sino que nos pone en el camino verdadero y hace posible el
testimonio y el diálogo con todos. Aquí está la belleza de la Iglesia: ser el
Cuerpo del Señor, la presencia de Jesucristo en medio de la historia, la
presencia suya con los hombres.
Queridos hermanos y hermanas: el Hijo de Dios sale a nuestro encuentro, nos
acoge, se nos manifiesta y nos repite lo mismo que dijo a sus discípulos la
tarde de Pascua: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20-21). Mis palabras no quieren
ser ni son mías; quien os llama es Jesucristo, centro de nuestra vida, raíz de
nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad. Llamados
por Él a llevar la alegría del Evangelio para continuar la misión confiada a
los Apóstoles y en la que cada cristiano, en virtud del bautismo y de su
pertenencia a la comunidad eclesial, está llamado a participar. Os necesito; juntos
estamos llamados a construir la civilización del amor, la cultura del
encuentro. Frente a la maraña de problemas que existen en el mundo, ¿se puede
cambiar el mundo? Frente a la impotencia que muchas veces sentimos ante
realidades que están junto a nosotros, ¿tiene sentido tratar de cambiar todo
esto? ¿Podemos hacer algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo?
Claro que vale la pena, pero no basta solamente con ser buenos y generosos, hay
que ser audaces, inteligentes, capaces y eficaces. Pero con la bondad, la
generosidad, la inteligencia, la capacidad y la eficacia que nos regala y de
las que nos llena Jesucristo. Acoger su gracia, su amor, da a la existencia
humana otra sensibilidad y otra manera de afrontar todo, ya que nos hace ver lo
que verdaderamente vale la pena. Todo puede cambiarse; se comienza por el
cambio de sí mismo, viviendo con una mente abierta y con un corazón creyente. Esta manera de vivir no
puede ser impedido por nadie. Quien tiene relación con los hombres no puede
aceptar un mundo donde tantos sufren y están privados de lo necesario, pues nos
desvela un sistema que no es justo, que es inhumano. Son necesarias
transformaciones profundas, y estoy convencido de que la fe y el amor, vividos
con la intensidad y la fuerza que viene de Jesucristo, producen una cultura de
la justicia, del encuentro, y eliminan la exclusión. Esto no es una utopía
vaga. Los santos han hecho las revoluciones más verdaderas y los cambios más
grandes. Madrid
lo sabe bien pues entra en la historia de la Europa occidental, en las
postrimerías del siglo XI, de la mano de grandes santos: los esposos Isidro y
María. Representantes de tantas familias que en medio de las dificultades y
persecuciones vivieron la fe fieles a nuestra antigua tradición hispana.
Pensemos, asimismo, en este año teresiano que acabamos de inaugurar en España,
donde una mujer cree de tal manera en la fuerza que Dios tiene para cambiar
todas las cosas que contribuyó a que los hombres creyesen que su gracia y su
amor es más fuerte que nuestras fuerzas; lo expresó con estas palabras: «Nada
te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta».
Pensemos en el diácono san Francisco de Asís, que no cambió el mundo de su
tiempo con las armas o con las argucias de la fuerza y estrategias de los
hombres, sino llevando el Evangelio a las calles, a la vida cotidiana, desde la
pobreza y el despojo, retornando al Evangelio, predicando la paz en un mundo
violento, la conciliación con la naturaleza, elogiando la sencillez que nada
tiene que ver con la ignorancia. ¡Qué fuerza tiene la misión vivida y
haciéndola crecer en diálogo con la gente, con sus inquietudes y sus dolores!
En nuestras grandes ciudades, que decimos secularizadas, se encuentra la
Iglesia en misión con un pueblo que no está cerrado a la fe; no puedo ceder a
un pesimismo estéril que se cree que los hombres han vuelto la espalda a Dios.
Hoy sigue existiendo y manifestándose una inquietud religiosa viva en el
corazón de las personas, que no ha sido borrada por una visión donde lo
religioso se ha marginado. Y es que el pueblo sabe que el Evangelio hace la
vida más plena de sentido, más feliz; hay que tener un encuentro verdadero con
las personas.
Esta es la misión, a esto os invito, a llevar la alegría del Evangelio, que quiere decir salir a
la ciudad, ir al encuentro, hablar de Jesús, escuchar a las personas, no tener
las puertas cerradas, vivir responsablemente en la calle, invitar a la
conversión personal. Sé que no es fácil. Cuando el sábado día 4 de octubre llegaba
por la noche conduciendo mi coche hasta Madrid desde Valencia, después de haber tomado
posesión de la archidiócesis valentina el cardenal D. Antonio Cañizares, en la
noche vislumbraba desde lejos la gran ciudad de Madrid, veía las inmensas
torres, las luces de la gran ciudad, y me preguntaba a mí mismo: Señor,
¡enséñame, ayúdame a ser tú en medio de esta ciudad! Si ser ciudadanos de una
gran ciudad es algo complejo, imaginaos lo que es ser padre, hermano y pastor,
vínculos tan distintos de historia, raza, cultura, derechos no plenamente
compartidos, aunque teóricamente sean reconocidos. Pero el Señor me hizo
aterrizar enseguida: nunca olvides preguntarte, ¿quién es tu prójimo? Hay que
tener el Corazón de Cristo, porque una visión amplia como la que hoy podemos
tener de todas las situaciones en las que viven los hombres nos puede hacer
olvidar que el corazón tiene que palpitar. Sin corazón nos hacemos
indiferentes; globalicemos el corazón, no globalicemos la indiferencia que nos
quita la capacidad de llorar y de preguntarnos quién es mi prójimo. No tenemos
la solución para todo, pero si se prima el corazón y no se cierra, pronto hay
soluciones. Hay que tener proyectos, y es imposible hacerlos desde la
confrontación, desde la falta de acuerdos, desde el conflicto; se pueden hacer
si cultivamos y construimos la cultura del encuentro, donde el acuerdo es más
importante que el conflicto, donde la unidad tiene más fuerza que la
dispersión. Estamos llamados y os invito a descubrir juntos cómo pasar de una
pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera, ya que la
salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. Seamos audaces y
creativos, no caminemos solos: sabemos que el Señor va el primero; involucremos
nuestra vida en todas las situaciones que viven los hombres, acompañemos y
festejemos la vida. Y todo ello realizado desde la cercanía, la apertura al
diálogo, la paciencia y la acogida cordial, vividas como nuestro Señor, que
vino a salvar y no a condenar. Por todo ello:
Gracias a todo el presbiterio diocesano; sois muchos sacerdotes, pronto
estableceré encuentros con vosotros, estoy seguro de que se pueden establecer
cauces para poder estar con vosotros y podernos ayudar a vivir lo que el
apóstol Pedro nos pedía: «Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro
cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no
por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes
os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 Pe 5, 2-3). Gracias,
queridos hijos y hermanos, por vuestra ayuda; nunca os canséis de ser misericordiosos,
llevad la alegría del Evangelio.
Gracias, queridos seminaristas, los del seminario metropolitano y los del
seminario misionero. ¡No tengáis miedo! El tiempo que os toca vivir es
apasionante para anunciar a Jesucristo. Os acompañaré en vuestro itinerario. En
mi vida siempre ha existido una predilección por quienes habéis escuchado al
Señor, que os decía de formas muy diferentes «sígueme». No en vano el Señor me
regaló veinte años de mi vida como rector del seminario de Monte Corbán de
Santander. Allí se establecieron vínculos fuertes con el seminario de Madrid,
desde los cursos de verano que celebramos. Habéis sido llamados por Dios para
anunciar el Evangelio y para ser servidores de la comunión y promover la
cultura del encuentro. Gracias también a vuestros rectores y formadores.
Gracias a los diáconos que habéis asumido el ministerio de manera
permanente, y a vuestras familias. Sois una aproximación de Jesucristo con
vuestro ministerio en la gran tarea de hacer visible el amor del Señor, que es
comprensivo, servicial, no engreído, no tiene envidia, sirve, disculpa y
aguanta siempre. Estad, servid y acompañad como lo hicieron los primeros
diáconos a los más pobres. Ayudadnos a hacer nuestro el sueño de Dios.
Gracias a todos los miembros de la vida consagrada, monjes y monjas,
religiosos, religiosas, institutos seculares, sociedades de vida apostólica,
nuevas formas de vida consagrada y vírgenes consagradas. Sois un regalo en la
Iglesia para todos los hombres. Sois el referente para la oración y la oblación.
Estáis presentes en ámbitos muy diversos de la existencia de los hombres, que
abarca un arco que va desde el mismo inicio de la vida hasta su término.
Anunciáis a Jesucristo en campos muy diversos, muchos estáis presentes en la
tarea de eliminar las nuevas esclavitudes que aparecen en nuestro mundo sin
decir nada, viviendo, amando y regalando la presencia sanadora de Jesucristo.
Gracias por vuestra entrega profética. Quiero tener un encuentro pronto con
vosotros. Os acompañaré y me acompañaréis en el llevar la alegría del Evangelio
a todos.
Gracias a todos los misioneros que en diversas partes del mundo habéis
salido de esta Iglesia que camina en Madrid para realizar la misión ad gentes. Queridos misioneros y
misioneras, gracias por haber salido de vosotros mismos y haberos encontrado
con Jesucristo, que os impulsó s salir de vuestra tierra para llevar a otros de
otras culturas el Evangelio. Recibid mi afecto, y pensad que desde este momento
mi oración se dirigirá al Señor para que os dé su sabiduría en el lugar en que
os encontréis.
Gracias, queridos laicos. Sois la mayoría en el Pueblo de Dios. Estáis
presentes en todos los ambientes y estructuras de este mundo. Sed discípulos
misioneros allí donde estéis. Sed valientes. En virtud del bautismo recibido y
la fuerza del Espíritu os habéis convertido en discípulos misioneros. No
caminéis solos. En vosotros, los laicos, veo a las familias, a los niños, a los
jóvenes, a los ancianos. Como nos recordó el Concilio —del que estamos
celebrando su 50.º aniversario— y nos recuerda el magisterio constante de la
Iglesia: la familia cristiana tiene una importancia capital, es la primera y
más básica comunidad eclesial. Muchas veces vine a Madrid para ayudar a quien
fundó y donó la “casa de la familia”. No tengamos actitudes de lloro y
desaliento, seamos audaces y creativos, hagamos posible que las familias
cristianas sean familias misioneras que salen de sí mismas, realizan gestos
evangélicos, en las que sus miembros se acompañan en todos los procesos de sus
vidas, celebran todos los pasos de su vida cristiana, dialogan, acogen, miran
respetuosamente, oran juntos, saben reconocer juntos las huellas de Dios,
celebran el día del Señor, el domingo, con expresiones que fortalecen su amor,
un amor que ha de expandirse. Una palabra de aliento y esperanza para tantas
familias que sufren aún la lacra del paro o que experimentan en sus miembros la
enfermedad, la soledad o un sinfín de problemas. Una palabra de acogida a
tantas familias emigrantes —en su expresión multirracial y cultural— que buscan
en las poblaciones de nuestra diócesis un futuro mejor. Una palabra de respeto
y de cariño a los más ancianos.
Permitidme que me dirija a los jóvenes. Desde que fui ordenado presbítero
he estado siempre sirviendo con una dedicación especial a los jóvenes. Os
invito a poner en práctica el «mandamiento nuevo». Oponeos a lo que parece hoy
la derrota de la civilización, reafirmando con energía la civilización del amor
y la cultura del encuentro. Dad un testimonio grande de amor a la vida, don de
Dios, luchad contra la pretensión de hacer del hombre el árbitro de la vida del
hermano. Vosotros, que de forma natural e instintiva hacéis del deseo de vivir
el horizonte de vuestros sueños y esperanzas, transformaos en profetas de la
vida con palabras y obras, revelaos contra la civilización del egoísmo y del
descarte, que considera a la persona humana un medio y no un fin. Os veré
pronto; mantendré encuentros con vosotros los primeros viernes de cada mes a
las 10 de la noche en la catedral. Os comunicaré cuándo comenzaremos. Os invito
a todos los jóvenes cristianos a que invitéis a otros jóvenes, os pido a los
presbíteros y miembros de la vida consagrada, que acompañéis esta acción de
comunión y misión. Os quiero y os necesito para anunciar a Jesucristo. Gracias.
Quien hace un momento nos dijo «Amarás al Señor con todo tu corazón, alma y
ser, y al prójimo como a ti mismo» se hace realmente presente entre nosotros,
quiere que esto lo hagamos con la fuerza de su amor y de su gracia. Encomendad
mi ministerio episcopal que hoy comienzo en esta Iglesia que camina en Madrid a
todos los santos que han jalonado su centenaria historia y nos enseñan en la
escuela de Cristo Maestro. Encomendadme, especialmente, a la Madre, a la Toda
Santa: la Santísima Virgen María, en esta advocación entrañable de la Almudena,
para que Ella me comunique el secreto de cómo acoger y presentar a su Hijo en
la vida de quienes Él me encomienda para hacer lo que Él nos diga. «Salve,
Señora de tez morena, / Virgen y Madre del Redentor. / Santa María de la
Almudena, / Reina del cielo, Madre de amor». Amén.
+ Carlos, Arzobispo de Madrid.
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