domingo, 1 de enero de 2017

Santa María, Madre de Dios - San Vicente María Strambi, religioso y obispo (1 de enero)


Santa María, Madre de Dios

fecha: 1 de enero
hagiografía: Vaticano

Elogio: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en la octava de la Natividad del Señor y en el día de su Circuncisión. Los Padres del Concilio de Efeso la aclamaron como Theotokos, porque en ella la Palabra se hizo carne, y acampó entre los hombres el Hijo de Dios, príncipe de la paz, cuyo nombre está por encima de todo otro nombre.
Catequesis de SS Benedicto XVI el 2 de enero de 2008:
Celebramos la solemne fiesta de María, Madre de Dios. «Madre de Dios», Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.
Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús, sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponían Christotokos, Madre de Cristo. Pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de una larga discusión, en el concilio de Éfeso, del año 431, como he dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).
Después de ese concilio se produjo una auténtica explosión de devoción mariana, y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre ellas sobresale la basílica de Santa María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado «verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad» (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
En estos día de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Niño Jesús a la contemplación de quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Más tarde, en la fiesta de la «Presentación del Señor», que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado. Somos «contemporáneos» de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.
Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción», es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la «Asunción»: no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.
Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: «eis tà idía»; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (eis tà idía) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.
Queridos hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y así también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de luz y de verdad.
Fra Angelico: María con el Niño, rodeados de santos, 1438-40, Museo di San Marco, Florencia
fuente: Vaticano
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_1


San Vicente María Strambi, religioso y obispo


fecha: 1 de enero
fecha en el calendario anterior: 25 de septiembre
n.: 1745 - †: 1824 - país: Italia
canonización: 
B: Pío XI 26 abr 1925 - C: Pío XII 11 jun 1950
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Elogio: En Roma, san Vicente María Strambi, obispo de Macerata y Tolentino, de la Congregación de la Pasión, que gobernó santamente las diócesis que tenía encomendadas y por su fidelidad hacia el Romano Pontífice fue desterrado.
refieren a este santo: Beata Ana María Taigi

Vicente Strambi, hijo de un boticario de Civita Vecchia, nació el l de enero de 1745. Parece haber sido un niño travieso y vivaracho que gustaba de participar en las jugarretas de los muchachos. No tardó en ponerse de manifiesto la inclinación religiosa de Vicente, y sus padres la alentaron y le aconsejaron que hiciera los estudios para el sacerdocio diocesano. Así lo hizo el chico, pero durante un retiro anterior a su ordenación, quedó bajo la influencia de san Pablo de la Cruz, el fundador de los pasionistas y, el 20 de septiembre de 1768, tras de luchar contra la oposición paterna, ingresó al noviciado de la congregación. Casi desde el principio se le confiaron importantes cargos: sus misiones públicas atraían a gran número de fieles y la cosecha de almas era abundante. Apenas ordenado sacerdote, fue nombrado profesor de teología y de elocuencia sagrada y, desde la edad de treinta y cinco años en adelante, desempeñó, uno tras otro, los puestos de mayor responsabilidad en la congregación. En 1781 fue provincial y, al cabo de veinte años de trabajos para superar las muchas dificultades que se le presentaron a causa de la caótica situación de Italia, fue nombrado obispo de Macerata y Tolentino en 1801, en contra de su voluntad.
El celo infatigable por la mayor gloria de Dios y por el mantenimiento de la disciplina regular que empleó Vicente durante su obispado, tuvo como consecuencia una extraordinaria renovación del fervor, tanto entre el clero como entre los laicos, en toda aquella región de Italia. En 1808, se negó a pronunciar el juramento de sumisión al imperio de Napoleón Bonaparte, fue expulsado de su diócesis y tuvo que arreglárselas como pudo para administrarla desde lejos y por carta. Tras la caída de Napoleón, en 1813, regresó a Macerata entre jubilosas demostraciones populares, pero aún no estaba al cabo de los contratiempos. Cuando Napoleón escapó de su destierro en la isla de Elba, la ciudad de Macerata se convirtió en el cuartel general del bonapartista Murat y los diez mil hombres de su ejército. Cerca de allí se libró la batalla contra los austríacos que derrotaron completamente a las fuerzas de Murat, y éstas, durante su desordenada huida, comenzaron a saquear la ciudad de Macerata, hasta que el obispo Vicente, como otro san León, salió a enfrentarse con las hordas desenfrenadas, conjuró a Murat para que impusiera el orden y, a fin de cuentas, salvó a la ciudad de la desatada rapacidad de los soldados vencidos. El gesto intrépido del santo pastor tuvo que repetirse poco después con los mismos buenos resultados, ante los vencedores ejércitos de Austria que entraron a Macerata al salir los franceses. Sólo a él debe la ciudad el haberse salvado. Después de aquellos sucesos, se desató una epidemia de tifus y hubo una pavorosa esacasez de provisiones; en el curso de aquellas calamidades, el obispo sostuvo en alto la moral y la confianza en Dios con su heroico ejemplo. Varias de las reformas disciplinarias que impuso, provocaron un resentimiento tan profundo que, según se asegura, más de una vez se hizo el intento de asesinarlo. Al morir el papa Pío VII, el obispo Strambi renunció a su cargo y, a instancias de León XII, su fiel amigo, estableció su residencia en el Quirinal, donde actuó como consejero confidencial del Papa. Durante todas aquellas vicisitudes Vicente no había disminuido para nada las austeridades y penitencias de su vida privada, pero ya para entonces sus fuerzas se habían agotado y, tal como lo había vaticinado la beata Anna María Taigi, hija de confesión del obispo, recibió la santa comunión por última vez, el 31 de diciembre, y murió al día siguiente, l de enero de 1824, precisamente cuando cumplía la edad de setenta y nueve años. San Vicente Strambi fue canonizado en 1950.
Véanse las biografías escritas en italiano por el P. Stanislaus (1925), por Mons. F. Cento (1950), quien escribió otra biografía del mismo santo, en francés (1950), así como la del P. Joachim (1925).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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