Contraste en azul y blanco
Roberto Santiago DE BRITO
-Sin protocolo González, sin protocolo. Adelante, hombre. Siéntese. Póngase cómodo. -Una mano señala un sillón frente al escritorio-. ¿Whisky?
Es una voz apacible la que pregunta. Una amplia sonrisa le divide el rostro por la mitad. González obedece. Es parte de su oficio. Dice bueno gracias, y toma asiento. Su cuerpo afloja la tensión que lo mantenía rígido momentos antes.
El sol se filtra por los amplios ventanales de la oficina. El día es plácido y caluroso, contrasta con el calendario. El General San Martín observa el esfuerzo de sus hombres transportando los pesados pertrechos de guerra a través de una cordillera adversa. Su caballo blanco resalta gracias al marrón patinado del marco barroco que lo contiene. Afuera, la misma cordillera apacible y serena se deja atravesar por un boeing de línea. González, como en un sueño, escucha el poderoso zumbido del aparato y se imagina en él. Sus ojos vagan por las paredes empapeladas del cuarto hasta posarse en el bronce de la mesa. Lo observa. Sonríe. El pequeño guerrero semidesnudo guarnecido bajo una pantalla cónica, empuña una lanza a la espera del imaginario ataque enemigo; la otra mano sostiene una lámpara que derrocha sobre su cuerpo una lluvia de luz y sombra. González vuelve su atención a la ceremonia alcohólica en el momento en que dos pedazos de hielo son introducidos en su vaso.
-¿Costó? -Pregunta el Coronel.
-Demasiado mi Coronel, pero los muchachos conocen bien su trabajo. -González se inclina para tomar el vaso que le alcanza su superior. Sonríe-. No viene mal un poco de descanso ¿no?
El Coronel lo mira y sus ojos le devuelven la sonrisa. González de civil, parece otro, piensa el Coronel.
-Quince días de licencia lo van a dejar como nuevo -dice el Coronel.
-No veo el momento -intercala González-. El avión sale en tres horas más. Gracias a Dios llegamos a buen puerto. Misión cumplida. -Y alza el vaso.
-¿Soda? -Pregunta el Coronel.
-No... gracias, con el hielo basta.
El Coronel se acerca a la ventana. Las montañas nevadas son descanso para sus ojos.
-Está noche va a helar -dice-, este calor en pleno invierno no puede durar. -González asienta con la cabeza-. En cuanto el Teniente Primero consiga la información, la pasamos a Baires y listo. Asunto concluido. -Y sus palabras son fragmentos de un pensamiento cuyo hilo se tensa sólo en su mente.
González se deja llevar por las imágenes acogedoras de su departamento en la Capital Federal. La nieve y el frío del cuartel se le hacen insoportables. Dos mil kilómetros de distancia no le impiden detenerse en los detalles del rostro de su mujer y de sus dos hijas. Un fuerte golpe en la puerta lo sorprende.
-¡Mensaje urgente para el Coronel! -Gritan desde afuera y el Coronel se sobresalta. No disimula su repentina preocupación.
-¡Adelante! -Responde con voz de mando. La puerta se abre y un oficial se cuadra ante él.
-Teniente Primero Benitez, mi Coronel. Parte para usted, mi Coronel. -Y disimulando su impaciencia, espera la orden que le permita continuar.
El Coronel, con parsimonia, deposita el vaso vacío sobre el escritorio. Su gesto es premeditado.
-Lo escucho Teniente Primero.
-El prisionero, mi Coronel... -pero no se atreve a continuar. El Coronel observa la palidez de su interlocutor.
-¡Hable carajo! ¿Qué mierda pasó con el prisionero?
-Se murió mi Coronel, -el Teniente Primero, inmóvil, escupe las palabras de su boca.
-¿Qué se qué?... -al Coronel se le transforma la cara en un rictus de cólera o asombro. Sin saludar, sin pronunciar una sola palabra más, sale en forma vertiginosa de la oficina. La puerta es golpeada con furia y contrasta con el silencio reinante en la habitación que deviene profundo, espeso. González con su rostro demudado adhiere al silencio. Clava sus ojos en los del Teniente Primero mientras se levanta del sillón sin ocultar la tormenta que se desata en su interior.
-¿Qué pasó Benitez? -Las palabras son prisioneras de dos mandíbulas apretadas que apenas se fugan por entre los dientes del Capitán González.
-Lo de siempre, mi Capitán, -el Teniente primero, adrede, retrasa la pregunta inexorable. Su postura sigue clásica.
-Teniente Primero -repite-, ¿confesó? -Es casi un susurro, una melodía entonada en los oídos del subalterno.
-Mi Capitán, -balbucea Benitez-. El Cabo casi lo había conseguido. -Un esfuerzo impide tartamudear a Benitez. Lo invade una sensación de inestabilidad y sin esperar la orden de su superior se coloca en posición de descanso.
-Les dije que lo picanearan, no que se les fuera la mano. -Los ojos del Capitán pretenden salir de sus órbitas. Es bronca el torbellino de emociones dentro de él. Inmensa bronca. Impotente. Estéril. En cualquier momento estalla como una granada.
-No había otra manera, mi Capitán.
La voz del Teniente reprime las palabras del Capitán González. El sol sigue filtrando la calidez del día por los amplios ventanales. La apacible cordillera es ajena al diálogo militar.
-¿Son todos pelotudos aquí? -Vocifera González-. ¿No les dije que el hombre sufría del corazón y que tuvieran cuidado? Ahora a comenzar todo de nuevo. A la mierda con la licencia.
-¡Era un guerrillero, mi Capitán!
-No hablo de misericordia Benitez, hablo de eficacia, ¿me entiende Benitez? ¡E... F... I... C... A... C... I... A! ¿No le enseñaron eso en el Liceo? Cinco meses rastreando para nada. ¡Al pedo!
-El tipo se hacia el sota, mi Capitán. Gritaba que no sabía nada, que él no tenía nada que ver, que no pertenecía a la célula. Incluso dijo que no sabía qué era eso. Si hasta dijo que estaba ahí de pura casualidad. -Benitez lo miró como excusándose.
-¿Y usted que creía Teniente, que le iba a cebar unos mates mientras él le contaba la historia de su vida? Di orden expresa de que lo apretaran para que hablara, no para matarlo. ¿Alguna vez oyó hablar de sicología? Era el único enlace que teníamos. -El Capitán comenzó a mirar a través de la ventana pretendiendo descargar su enfado sobre la cordillera.
-Es que el tipo en un momento lo llamó negro hijo de puta al Cabo. -Pretende disculparse Benitez-. Fue cuando el Cabo lo desnudó y lo amenazó con la picana. Y usted sabe... el Cabo se pone como loco cuando lo llaman así.
-¿Usted es de palo, Benitez? ¿Qué hacía en ese momento? -Interrogó González inquisidor.
-Sucedió de golpe, mi Capitán. A mí me entraron ganas de mear... perdón mi Capitán, de orinar. Salí y cuando volví, el Cabo estaba con el fierro en la mano y vi que el tipo estaba por hablar... y de repente sucedió. El tipo se infartó. El Cabo y yo creímos que se había desmayado. Esas cosas pasan ¿no?
González lo mira con desprecio, con mucho desprecio. Piensa en el Coronel ausente y la anulación segura de su licencia. Golpear al Teniente está contra las reglas no contra sus ganas. Con un gran esfuerzo refrena el impulso de hacerlo. Prefiere ordenarle retirarse, tiene tiempo para pensar en el arresto.
-Retírese, Teniente Primero. -Le ordena. Luego, sin mirar, posa sus ojos enrojecidos en la cordillera nevada del cuadro y descarga con furia su puño derecho sobre la palma abierta de su mano izquierda.
-¡Hijos de puta! -murmura.
En tanto, el General San Martín impertérrito, orgulloso en su caballo blanco, sigue observando el esfuerzo de su tropa para cruzar los Andes e iniciar el camino de la liberación.
Roberto Santiago De Brito
Bariloche, Argentina
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