miércoles, 27 de mayo de 2015

Espiritualidad de la Liberación (Capítulo tercero, segunda parte) (Pedro CASALDÁLIGA y José María VIGIL)

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LA TRINIDAD

Creer en el Dios bíblico, desde Jesús, es necesariamente creer en la santísima Trinidad. El Dios de Jesús, el Dios cristiano, es el Padre y el Hijo y el Espíritu, la Santísima Trinidad128.
En Jesús está personalmente el Hijo del Padre eterno. El es históricamente ese Hijo unigénito de Dios. Y en el misterio de Jesús vive y actúa históricamente el Espíritu eterno del Padre y del Hijo.
La unidad comunitaria de las tres personas divinas confluye, se expresa, ama y salva en la tensa unidad histórica de esas dos naturalezas que constituyen el único Jesús, Cristo Señor. El Dios que Jesús es, vive y nos revela, ni es solitario ni es distante; es tanto trascendente como inmanente. Es tan de fe cristiana «la historia de la Trinidad como la Trinidad en la historia»129. Es el Dios-trinamente-consigo-mismo, que se hace el Dios-con-nosotros. Es el Uno-comunidad y es la Eternidad-Historia.
La Santísima Trinidad es la mejor comunidad, proclaman nuestras comunidades eclesiales de base. Es fuente, exigencia y término de toda verdadera comunidad. La Iglesia de Jesús, o es trinitaria o no es cristiana. La espiritualidad cristiana necesariamente es trinitaria. La espiritualidad cristiana en la Iglesia y en el Mundo tiene la vocación de hacer presente el misterio de la Trinidad dentro de los vaivenes y esperanzas de la historia humana.
La Trinidad es, en sí, el principio y el fin del Reino. El Reino, en la tierra y en el cielo, es la efusiva donación, procesual, histórica y transhistórica, de la Trinidad en la plenificación de vida de sus hijos e hijas y de la integridad y belleza de su Creación.
La gloria de la Trinidad es la realización del Reino.
La trinitariedad es nota esencial de toda verdadera evangelización, de la auténtica Iglesia de Jesús y de la espiritualidad que quiera ser cristiana.
La comunitariedad y la historicidad de esa Trinidad que el Evangelio nos ha revelado, deben ser anunciadas por la evangelización, celebradas e «institucionalizadas» en la Iglesia, y vivenciadas -en fe, esperanza y caridad- por todas las personas cristianas y por la entera comunidad eclesial.
Las atribuciones personales del Padre, del Hijo y del Espíritu han de ser también explícitamente vivenciadas, como tales, en una verdadera espiritualidad cristiana y con características propias en la espiritualidad de la liberación.
Como el Padre,
que es fuente-madre de la Vida, creatividad inagotable, y acogida total, origen y regreso de todo cuanto existe…,
los cristianos y cristianas, en América Latina, debemos desarrollar dentro de nosotros y en todos los ambientes de nuestra actuación:
-la pasión por la Vida y su promoción,
-la ecología integral,
-la actitud de comprensión, de acogida, de paternidad-maternidad tanto biológica como espiritual, tanto política como artística,
-la memoria de nuestros orígenes y el sentido de la vida y de la historia.
Como el Hijo,
que es ser humano y ser divino,
el Hijo de Dios y un hijo de mujer,
la Palabra y el Servicio,
el Elegido y el sin-rostro,
el pobre del pesebre y el proclamador de las bienaventuranzas,
el anonadado y el Nombre-sobre-todo-nombre,
la compasión y la ira de Dios,
Muerte y Resurrección…,
128 Véase el volumen dedicado a la Trinidad en esta misma colección: L. BOFF, A Trindade e a Sociedade, Vozes, Petrópolis 31987.
129 Cfr Bruno FORTE, La Trinidad como historia, Sígueme, Salamanca 1988.
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nosotros debemos integrar armónicamente, superando toda dicotomía:
-la filiación divina y la universal fraternidad humana130,
-la contemplación y la militancia, la gratuidad y la praxis, el anuncio y la construcción del Reino,
-la dignidad de los hijos/hijas de Dios y el «oprobio de Cristo»
-la infancia espiritual y la «perfecta alegría»
-la locura de la cruz y la seguridad de saber de Quien nos fiamos,
-la misericordia y la profecía, la paz y la revolución,
-el fracaso y la victoria de la Pascua.

Como el Espíritu,
que es el Amor interpersonal del Padre y el Hijo y «el Amor que está en todo amor»;
-la interioridad insondable del mismo Dios y de todos los que Lo contemplan, y al mismo tiempo la dinamización de todo lo que es creado, vive, crece, se transforma;
-el «Padre de los pobres», el Consolador de los afligidos, el go'el de los marginados, el incitador de la libertad y de toda liberación y el abogado de la Justicia del Reino;
-el Oleo de la Misión, el Júbilo de Pascua y el Viento de Pentecostés;
-el testimonio en la boca y en la sangre de los mártires; el que levanta, reviste y congrega los huesos secos y las utopías sofocadas…,
nosotros,
-en contemplación militante y en liberación evangélica,
-en conversión permanente y en profecía diaria,
-en ternura, en creatividad y en parresía,
-llevados por ese Espíritu que ya es para siempre el Espíritu del Resucitado, asumiremos:
-todas las Causas de la Verdad, de la Justicia y de la Paz;
-los derechos humanos personales y el derecho de los pueblos a la alteridad, a la autonomía y a la igualdad;
-los procesos de la Sociedad alternativa y las fecundas tensiones de una Iglesia que siempre ha de ser impelida a convertirse131,
-la herencia de nuestros mártires,
-el diario amanecer de la Utopía, por encima de todos sus ocasos, y el Final de la Historia, contra el inicuo «fin de la historia».
En América Latina la espiritualidad de la liberación hace suyo «el lema de los reformadores socialistas ortodoxos de Rusia a finales del siglo XIX: “la Santísima Trinidad es nuestro programa social”»132, sin dejar de ser el programa total de nuestra fe. Porque la Trinidad no es sólo el misterio; es «el programa»; la Trinidad es el hogar y es el destino: de ella venimos, en ella vivimos, hacia ella vamos.
Algún pintor latinoamericano podría transponer muy bien, en figuras y símbolos nuestros, el icono de la Trinidad de Andrej Rubev: los Tres son iguales en la comunión del Amor; los Tres están de camino, con el báculo en la mano, porque han entrado en la historia humana; los Tres están sentados a la mesa compartiendo el alimento de la Vida; los Tres dejan el espacio abierto para acoger en la misma comensalidad a todos los caminantes dispuestos a compartir.
130 Como el hermano Charles de Foucauld, los hermanitos y hermanitas de Jesús y millares de sacerdotes, religiosas y religiosos, y laicos y laicas, en América Latina, han acoplado maravillosamente con la espiritualidad de la liberación esa aspiración tan humanitaria y tan evangélica de ser «hermanos y hermanas universales».
131 La Iglesia «semper reformanda»: UR 6; GS 43; LG 7, 9, 35.
132 L. BOFF, Trinidad, en Mysterium Liberationis, I, pág. 516.
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REINOCENTRISMO

El tema del Reino de Dios es un tema clave en nuestra espiritualidad. Es un tema central133. Nuestra espiritualidad está tan «centrada en el Reino» que ha creado un neologismo para expresarlo: «reinocentrismo».
Reinocentrismo implica varias cosas. En primer lugar, que el conjunto de la espiritualidad no es uniforme y homogéneo; que tiene dimensiones, valores, temas, exigencias… susceptibles de un ordenamiento; que este ordenamiento es a su modo jerárquico134 y que admite un centro en torno al cual los demás elementos giran. Todas las generaciones cristianas se han preguntado de una manera u otra por la «esencia del cristianismo», por el centro, el absoluto en torno al cual se configura la identidad cristiana. Cada generación, cada teología, cada espiritualidad, ha dado su respuesta.
A la hora de responder a esa pregunta por la esencia o por el centro del cristianismo, la espiritualidad de la liberación esgrime aquí también su criterio de «vuelta al Jesús histórico»135. No quiere filosofar o teologizar sobre la esencia del cristianismo: quiere captar aquello que fue para Jesús su objetivo, su centro, su absoluto, su Causa136. También aquí, al remitirse al Jesús histórico, la espiritualidad de la liberación reivindica una visión de la esencia del cristianismo que entra en polémica con otras respuestas que a su juicio se apartan del seguimiento del Jesús histórico e implican deformaciones y hasta malversaciones del cristianismo.
Así pues, este capítulo de nuestra espiritualidad responde a la pregunta: ¿qué es lo más importante para el cristiano? ¿Cuál es el centro, la prioridad absoluta, lo que se constituye en la fuente última de sentido y esperanza para nuestra vida y nuestra lucha? Y la respuesta la busca nuestra espiritualidad no en una teoría teológica, sino a partir de la práctica misma del Jesús histórico. ¿Qué fue lo más importante, el centro, la Causa, lo absoluto para Jesús?

Lo que no es lo absoluto
Jesús no fue lo absoluto para sí mismo. Jesús no se predicó a sí mismo como el centro. Esto es hoy claro al nivel de la exégesis y de la cristología. Jesús mismo es relacional: «a Jesús sólo se le puede comprender a partir de algo distinto y mayor que él mismo, y no directamente en sí mismo»137.
Ello quiere decir que nuestra espiritualidad no admite absolutizar a Jesús y caer en una reducción personalista de la fe cristiana. Para nosotros, aun siendo tan central el puesto que ocupa el Jesús histórico al que reconocemos como Cristo de nuestra fe -y precisamente por ello-, Jesús nunca es un absoluto que nos encierra en una intimidad personalista aislada de la historia y de la escatología, y alejada por tanto del Reino. Seguir a Jesús en ese reduccionismo personalista (cosa muy fácil cuando se absolutiza a Jesús) es, desde nuestra espiritualidad, una forma de hacer lo que Jesús quiso que no hiciéramos.
Igualmente quedan para nosotros descalificados todos los reduccionismos personalistas, o intimistas, aunque se centren no en Jesús sino en el Espíritu Santo, en la Trinidad, en la «vida de Gracia» o en la misma experiencia religiosa. Los espiritualismos ahistóricos, el cultivo de las experiencias religiosas en sí mismas, de lo religioso por lo religioso, no dan cuenta de lo central cristiano.
133 J. SOBRINO, Centralidad del Reino de Dios en la teología de la liberación, en Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid-San Salvador 1991, 467-510. ID, Jesús y el Reino de Dios, en Jesús…, págs. 131-155.
134 El Concilio Vaticano II recuerda que «existe un orden o jerarquía entre las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana»: UR 11.
135 Cfr el apartado «Jesús histórico».
136 Este elemento de la espiritualidad de la liberación es esencialmente cristológico, aunque como central que es, implica todas las otras dimensiones: eclesiología, escatología, identidad cristiana, compromiso en la historia…
137 J. SOBRINO, Jesús…, 132-133.
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Lo central para Jesús no es simplemente «Dios». Jesús no hablaba de «Dios» sin más. Ya hemos desarrollado esto al hablar del «Dios de Jesús», del «Dios cristiano». Jesús no es griego, y nunca concibe hablar de Dios sin relación a la historia, sin relación a sus hijos. Jesús no hablaba de «Dios» sin más, sino del Reino de Dios y del Dios del Reino. «Lo último para Jesús no es simplemente Dios, sino Dios en su relación concreta con la historia»138 y con la plenitud de la misma en el propio Dios.
Nuestra espiritualidad no se centra nunca «sólo en Dios» o en un «Dios solo» ni siquiera en un «sólo Dios». Aquí, el «solus Deus», o el «sólo Dios basta» quedan para nosotros necesariamente reformulados desde el absoluto del Reino.
A nosotros no nos basta la sola invocación de Dios: necesitamos discernir y saber con seguridad si tras el dios invocado está Júpiter, Molok, Mammón o el Padre de nuestro Señor Jesucristo. La simple referencia a «Dios» no garantiza la calidad cristiana.
El objetivo, para Jesús, no era la Iglesia. Esto es algo ya pacíficamente poseído en la teología hace tiempo. Jesús no pretendió fundar una Iglesia, en el sentido convencional del término. Lo cual no obsta a que la Iglesia se funda en Jesús.
Nuestro talante cristiano reacciona contra toda forma de eclesiocentrismo, es decir, toda forma de poner a la Iglesia como lo central, como lo absoluto, ante lo cual todo lo demás debiera supeditarse. El eclesiocentrismo es una de las herejías cristianas que con más inconsciencia e impunidad se han introducido en la historia de la fe, tanto en sus formas más descaradas como en las más sutiles, tanto en el pasado como en el presente.
Lo absoluto para Jesús no es el reino «de los cielos». En el evangelio no aparece que el cielo, «en su versión absolutamente transcendente y en distinción y oposición a que eso último se realice de alguna forma en la historia de los hombres», sea lo central para Jesús. Jesús no parece inculcarnos la obsesión de «la propia salvación eterna», como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia del cristianismo. Jesús no hace del «cielo» el centro de su vida y mensaje. Sabemos muy bien que «reino de los cielos», en el evangelio de Mateo es un circunloquio sinónimo de «Reino de Dios»; pero nos ha parecido indispensable recordar lo que acabamos de decir con respecto al «cielo» distante y sólo en el otro mundo.
Nuestra espiritualidad no se entrega a las perspectivas sólo trascendentalistas, al más allá de la historia, a un cielo que, de alguna manera139, no está ya aquí y no se construye día a día entre nosotros, a una salvación que es enteramente diversa («heterosalvación»), a la alienación que conlleva el vivir pendientes de fechas apocalípticas para la «vuelta de Jesús».

Lo absoluto para Jesús
Lo absoluto, para Jesús, es el «Reino de Dios». Esto, evidente para la exégesis140, es hoy ya algo pacíficamente poseído en la teología. Él lo expresó claramente en la petición central de su oración: «¡Venga tu Reino» (Mt
De todas formas, no basta afirmar la centralidad del Reino de Dios en el cristianismo; hace falta igualmente estar en lo cierto en cuanto a su interpretación fundamental141. ¿Qué era el Reino de Dios para Jesús?
138 J. SOBRINO, Jesús…, 133-135. Cuando este autor habla de «lo último» se está refiriendo a el «último» objetivo que se persigue, es decir, lo más importante, lo «primero» de todo, en otro sentido.
139 Una manera que en nada niega, lógicamente, una inteligencia correcta de su carácter de don gratuito y trascendente por parte de Dios.
140 Cfr L. BOFF, Jesucristo el liberador, 66, nota; J. SOBRINO, Cristología desde…; E. SCHILLEBEECKX, Gesú: storia di un vivente, Queriniana, Brescia 1980; RAHNER - THÜSING, Cristología. Estudio teológico y exegético, Madrid 1975; J.I. GONZALEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Eapsa, Barcelona 1981.
141 El Reino de Dios puede ser interpretado como el «otro mundo», o como la Gracia, o como la Iglesia… «pero también se puede anunciar el Reino como una utopía de un mundo plenamente reconciliado que se anticipa, se prepara y tiene comienzo ya en la historia mediante el compromiso de los hombres de buena voluntad. Creemos que esta última interpretación traduce, tanto a nivel histórico como teológico, la “ipsissima intentio Jesu”»: L. BOFF, Fe en la periferia…, 45.
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El Reino de Dios es verdadera obsesión de Jesús, su única Causa, porque es la Causa omnicomprensiva. El concepto «Reino de Dios» aparece 122 veces en los evangelios, de ellas 90 en boca de Jesús mismo. El Reino es el Señorío efectivo (reinado) del Padre sobre todos y sobre todo. Cuando Dios reina todo se modifica. «Justicia, libertad, fraternidad, amor, misericordia, reconciliación, paz, perdón, inmediatez con Dios… constituyen la Causa por la que luchó Jesús, por la que fue perseguido, preso, atormentado y condenado a muerte»142. Y todo eso es el Reino. El Reino de Dios es la revolución y la transfiguración absoluta, global y estructural de esta realidad, del hombre y del cosmos, purificados de todos los males y llenos de la realidad de Dios143.
El Reino de Dios no pretende ser otro mundo, sino el este viejo mundo transformado en nuevo144, para los humanos y para el propio Dios: los «nuevos cielos y la nueva tierra». «El Reino es el destino de la raza humana»145. Es la utopía que todos los pueblos han venido soñando y que el mismo Dios propone a la humanidad -en la carne servidora, crucificada y gloriosa de Jesús- para que la vayamos construyendo y esperando.
Para mirar con los ojos de Jesús, todo se ha de mirar sub specie Regni, bajo la perspectiva del Reino, desde sus intereses; para sentir con el corazón de Cristo, todo se ha de sentir desde la pasión por el Reino, al acecho del Reino.

El Reino y la identidad cristiana
Ser cristiano es ser seguidor de Jesús, por definición. Ser cristiano no será otra cosa que vivir y luchar por la Causa de Jesús146. Si el Reino es para Jesús el centro, lo absoluto, la Causa…, también lo ha de ser para sus seguidores. El Reino es la «misión» del cristiano, la «misión fundamental» de todo cristiano; las demás misiones concretas y carismas particulares no serán sino concreciones de aquella única «gran misión cristiana».
Pues bien, siempre que los hombres y mujeres, en cualquier hemisferio de la tierra y fuera cual fuese su bandera, luchan por lo que constituye la Causa de Jesús (la justicia, la paz, la fraternidad, la reconciliación, la cercanía de Dios, el perdón… ¡el Reino!), están siendo cristianos, aun sin saberlo147. Por el contrario, no siempre que las personas se dicen cristianas o seguidoras de Jesús realizan el amor, la justicia… la Causa de Jesús. A veces, incluso, en nombre de Jesús, se oponen a su Causa (al amor, a la igualdad, a la libertad…). Y el criterio para medir la identidad cristiana de una persona, de un valor o de cualquier otra realidad es su relación con el Reino de Dios, su relación con la Causa de Jesús.
Aunque el tema del Reino de Dios sea tan central como acabamos de ver, todos sabemos que de hecho ha sido un tema marginado en la vida real de muchas Iglesias. Muchos de los cristianos actuales no escucharon hablar del Reino de Dios en su educación cristiana fundamental. Muchos de nosotros hemos descubierto el Reino de Dios al ritmo de nuestro ahondamiento en la espiritualidad de la liberación. Y al ritmo también de este descubrimiento hemos tenido que redimensionar y redescubrir todo nuestro cristianismo. Hemos descubierto que todos los temas, elementos, virtudes, valores cristianos… sólo encuentran su verdadero sentido y dimensión en cuanto son situados en su correcta relación con el Reino de Dios. Así, la verdadera oración cristiana es la «oración por el Reino»; la castidad cristiana es sólo la «castidad por el Reino»; la penitencia sólo tiene un correcto sentido cristiano si es «penitencia por el Reino»…

El Reino de Dios en la Historia
Descubrir el tema del Reino de Dios es descubrir la inevitable dimensión histórica del cristianismo en su integralidad. Nuestro Dios es un Dios de la Historia, ha entrado en la historia, tiene
142 L. BOFF, Testigos de Dios en el corazón del mundo, ITVR, Madrid 1977, 281.
143 L. BOFF, Jesucristo Liberador, 67.
144 Ibídem.
145 A. NOLAN, l.c.
146 L. BOFF, Testigos de Dios…, 280ss.
147 Lo están siendo al menos en algún sentido, en el sentido principal. No estamos sin embargo abonando la tesis de los «cristianos anómimos», porque no los consideramos «miembros anónimos de la Iglesia»… Más adelante abordamos más explícitamente este aspecto.
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una voluntad y un proyecto sobre la historia, y nos lo ha dado a conocer en Jesús. Su proyecto es el Reino de Dios. El Reino de Dios es el sueño, la utopía que Dios mismo acaricia para la Historia, su designio sobre el mundo, su arcano Misterio escondido por los siglos y revelado ahora plenamente en Jesús. Dios nos lo ha manifestado para encomendarlo más explícitamente a nuestra responsabilidad. Por eso, ser cristiano implica una tarea y una responsabilidad sobre la historia. En este sentido, la acogida de la perspectiva del Reino de Dios nos sitúa en la perspectiva de una lectura histórica del cristianismo148.
El sentido de la vida de los seres humanos es el Reino de Dios. La persona se realiza en la medida en que sea capaz de dar la vida por esa utopía que constituye la meta, «el destino de la raza humana» (Nolan). Todos los seres humanos sienten en su corazón la llamada del absoluto, de valores que les llaman a una entrega incondicional, sin reservas. Y todos los pueblos han intuido colectivamente, en su religión, en su cultura, en sus valores más profundos, con uno u otro nombre, la utopía del Reino149. En la medida en que la persona, una comunidad o un pueblo corresponde a esa llamada, está haciendo presente el Reino de Dios, está cumpliendo la voluntad de Dios, está llenando el sentido de su vida , aunque no sea muy consciente de ello.
Los cristianos, -persona, comunidad o pueblo- no son más que personas como las demás, que sienten la misma llamada que las otras en su conciencia, pero que han tenido la suerte (el don, la gracia) de escuchar el mensaje de la revelación, el plan de Dios sobre la historia y sobre el ser humano, ese plan que toda persona, comunidad o pueblo puede ya intuir aun al margen de la revelación. Acceder, por la gracia de Dios, al conocimiento pleno de su plan (¡el Reino!) no hace sino infundirnos un nuevo espíritu y aumentar nuestra responsabilidad.
El Reino de Dios es histórico y transhistórico. Tiene su desarrollo, su crecimiento, su historia. Es la Historia de la Salvación, porque la Salvación es la realización del Reino de Dios. Y es también transhistórico, porque alcanzará su plenitud más allá de la historia. La plenitud de la historia no es «otra» historia («heterosalvación»), sino esta misma historia («homosalvación»), pero llevada a su plenitud, introducida en el orden de la voluntad de Dios150.
El Reino de Dios y su historia (la Historia de la Salvación) no están fuera de la realidad, como en otro plano, en otro nivel. Están en la realidad, en la misma y única historia. No son otra realidad, sino otra dimensión de la única realidad, de la única historia. Sólo hay una historia. Sólo hay una realidad. La fe nos ayuda a descubrir, a descodificar, y a contemplar la dimensión de Reino que hay en la realidad y en la historia «profana», en sus mediaciones.
El Reino está presente ya, pero todavía no lo está plenamente. Nuestra tarea es continuar construyéndolo, con la Gracia de Dios, y tratar de acelerar su venida. Sabemos que no lo podemos «identificar con» ninguna de las realidades de este mundo, pero la fe nos permite «identificarlo en» las realidades de este mundo y nuestra historia.
Para ser fieles a nuestra tarea de construirlo nos vemos precisados a poner mediaciones que lo acerquen. Son mediaciones limitadas, y siempre ambiguas. Ninguna de ellas puede «identificarse con» el Reino de Dios151, pero no por eso es menos urgente para nosotros la tarea de ir echando mano de ellas, porque sólo por su mediación podemos «identificar el Reino en» nuestra historia.
«Sólo el Reino es absoluto. Todo lo demás es relativo»152. Es decir: toda nuestra actividad cristiana ha de ser praxis del Reino, o sea, «vivir y luchar por la Causa de Jesús», militancia por el Reino de Dios. Este es el objetivo, la Causa. Todo lo demás son medios y mediaciones al servicio de Reino. Las mediaciones no valen por sí mismas, ni para sí mismas, sino sólo en la medida en que sirven al Reino.
Para nosotros, la fuerza, el motor, el objetivo, la Causa, la razón y el sentido de nuestra vida, de nuestra acción, de nuestra praxis cristiana, es el Reino de Dios. De su servicio al Reino de Dios cobran sentido precisamente todas las cosas. Nuestra espiritualidad es de servicio al Reino como absoluto. Todo lo demás queda supeditado al Reino de Dios, por muy sagrado e intocable que nos parezca. El centro es el Reino. Nuestra espiritualidad es «reinocéntrica».

148 Y no decimos que esta lectura sea «una entre tantas», «una interpretación entre otras muchas posibles», sino la que está más cercana a la visión misma de Jesús, la que menos tiene de «interpretación», es decir, la que «tanto a nivel histórico como teológico, traduce la “ipsissima intentio Jesu”».
149 Antonio PEREZ, El Reino de Dios como nombre de un deseo. Ensayo de exégesis ética, «Sal Terrae», 66(1978)391-408.
150 GS 39.
151 Es el tema de la «reserva escatológica».
152 Evangelii Nuntiandi 8.
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En esta dimensión central de «reinocentrismo» que tiene la espiritualidad de la liberación quedan como concentradas en un florilegio sus principales características: es una espiritualidad histórica, utópica, ecuménica, desde los pobres, liberadora, no eclesiocéntrica…
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ENCARNACIÓN

La espiritualidad de la liberación ha hecho de la encarnación uno de sus temas centrales, dentro del marco del seguimiento de Jesús. La encarnación se da en Jesús. El es el modelo: Dios encarnado. Basta derivar de él todas las consecuencias.
En Jesús Dios se hizo carne. Se hizo humanidad concreta, es decir, tomó carne, sangre, sexo, raza, país, situación social, cultura, biología, sicología… Lo asumió todo. Se hizo enteramente persona. Plenamente humano. No es sólo Dios (monofisismo). No es un hombre aparente (docetismo), ni un simple hombre tampoco (arrianismo). Es plenamente hombre, y en él habita la plenitud de la divinidad (Col 1, 19).
Frente al monofisismo latente en tantas espiritualidades, la espiritualidad de la liberación cree firmemente en la humanidad plena de Jesús. En él Dios amó nuestra carne, la asumió, la hizo suya, la santificó. Ello nos invita a valorar supremamente la humanidad, nuestra humanidad, el ser humano: Dios no se contentó con amarnos a distancia… Nos invita a no huir de la carne de la historia hacia el espíritu sin carne de los espiritualismos. Sólo entrando en la carne podemos ser testimonio y ser testigos del Dios encarnado. No hay otro camino. Sólo se salva lo que se asume, según el adagio clásico de los Padres. La encarnación es para la Salvación. La liberación pasa por la encarnación.
En Jesús Dios se hizo historia. No entró en el Olimpo de las esencias inmutables y ahistóricas en el que los griegos pensaban que habitaban los dioses, sino en la historia. Se reveló en ella asumiéndola153. Hizo imposibles las dicotomías: «El Evangelio es la llegada / de todos los caminos. / ¡Presencia de Dios en la marcha de los hombres! / El Evangelio es el destino / de toda la Historia. / ¡Historia de Dios en la historia de los hombres!»154. No hay dos historias.
La encarnación misma es historia. No es sólo un momento, el momento de contacto metafísico entre dos naturalezas, la humana y la divina, como piensa el mundo griego. Sin negar la innegable dimensión ontológica de la encarnación, elaborada por el Concilio de Calcedonia155, diremos que la encarnación no es un momento, sino un proceso, historia156. Es toda la vida de Jesús la que es un «proceso» de encarnación. No es simplemente el momento de la anunciación a María. «Crecía en edad, sabiduría y gracia, delante de Dios y de los hombres» (Lc 3, 40). En el taller de José, en el desierto, en la tentación, en la oración, en la crisis de Galilea, en la oscuridad de la fe… En Jesús Dios se hizo proceso, evolución, historia.
La espiritualidad de la liberación asume la procesualidad de la vida humana, su evolución, su crecimiento, sus altibajos, sus tentaciones, sus crisis, sus perplejidades, la rutina y monotonía… Y asume también los procesos históricos de los Pueblos, sus angustias y esperanzas, sus luchas de liberación. La «historicidad» de Jesús y la misma forma como él la asumió se convierten para nosotros en modelo y fuente de inspiración.
Desde nuestra espiritualidad tratamos de acercarnos a Dios imitándole, siguiéndole, entrando como él en la historia, con el mismo talante con el que él lo hizo, no precisamente huyendo o evadiéndonos, no buscándolo fuera de la historia. Tratamos de encontrarle encarnados en el día-a-día de la historia y sus procesos. El camino de Dios es el camino de la encarnación en la historia. Por eso, cuanto más tendemos a él más nos encaramos en la historia. Cuanto más escatológicos, más históricos nos hacemos.
153 G. GUTIERREZ, Revelação e anúncio de Deus na historia, en A força histórica dos pobres, Vozes, Petrópolis 1981, págs. 15ss.
154 Missa da Terra sem males, aleluya.
155 L. BOFF, Nova evangelização, Vozes, Petrópolis 1990, 83-84.
156 L. BOFF, Pasión de Cristo, Pasión del mundo, Indoamerican Press, Bogotá 1978, pág. 117ss.
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En Jesús Dios se abajó, en kénosis. No se hizo genéricamente «hombre», sino concretamente pobre. Tomó la condición de esclavo (Fil 2, 7). Plantó su tienda entre nosotros (Jn 1, 14), entre los pobres157. No entró en el mundo en general -lo que ya supondría un «abajamiento»- sino en el mundo de los marginados. Eligió ese lugar social: la periferia, los oprimidos, los pobres. La kénosis de la «en-carn-ación» no consistió simplemente en asumir «carne»158 sino en asumir también la «pobreza», la pobreza de la humanidad159.
El seguimiento de Jesús en este espíritu ha llevado a un sin fin de latinoamericanos a realizar un éxodo físico y mental hacia los pobres, a insertarse en su mundo y su cultura, trasladándose «a la periferia, a la frontera, al desierto»…
El tema de la «inserción» es un destacado fenómeno actualmente consolidado entre los religiosos latinoamericanos. Ya en 1979 la CLAR afirmaba: «Se puede hablar de un éxodo de religiosos que se desplazan hacia las zonas marginales de las ciudades y hacia el campesinado para atender a los más necesitados y en busca de una vida religiosa más sencilla y evangélica»160. También por entonces Puebla (nº 733) lo confirma. Para algunos este fenómeno de la inserción marca el comienzo de un «nuevo ciclo» de vida religiosa en la historia161.
La Iglesia, como un todo, si quiere ser cada vez más evangélica y más eficazmente evangelizadora, habrá de ir pasando por ese éxodo y entrando en esa kénosis; insertándose -con sus recursos humanos y materiales y con toda su institucionalidad- en las capas populares mayoritarias, entre las mayores urgencias de los pobres, en la periferia de este mundo humano dividido en dos. El cuerpo místico de Cristo ha de estar donde estuvo el cuerpo histórico de Jesús.
En Jesús Dios asumió una cultura, se «inculturó». La eterna Palabra divina se expresó en el temporal lenguaje humano162. «El Evangelio es la Palabra / de todas las culturas. / ¡Palabra de Dios en la Lengua de los Hombres!»163. Y asumió este lenguaje con todas sus limitaciones. La Palabra universal balbuceó en dialecto. Asumió el contexto, se hizo contextual, hundió enteramente sus raíces en la propia situación. Nació en una colonia dependiente, fue reconocido como «el galileo». Acento galileo tenía cuando hablaba.
La encarnación nos pide vivir inmersos en nuestro contexto, adquirir contextualidad, ser lo que somos y serlo donde estamos. Amar nuestra propia carne -tierra, etnia, cultura, lengua, idiosincrasia, forma de ser…-, nuestra autoctonía, nuestra latinoamericanidad, y nuestra peculiaridad local. Un amor verdaderamente encarnado nos exige defendernos frente a la «adveniente cultura» científico-técnica, niveladora, homegenizadora, arrasadora de las riquezas y peculiaridades de nuestros Pueblos, sin que ello obste para asimilar los beneficios reconocidos de los avances científicos y técnicos.
157 Lc 1 y 2; C. ESCUDERO FREIRE, Devolver el evangelio a los pobres. A propósito de Lc 1-2, Sígueme, Salamanca 1978, 460 pp.
158 La visión clásica de la teología y de la doctrina cristiana a nivel popular se ha centrado casi exclusivamente en este aspecto, tomado de la filosofía griega: la unión metafísica de dos naturalezas, la divina y la humana. Cfr L. BOFF, l.c.
159 Ello puede indicarnos la limitación de la misma palabra «encarnación». Porque con no menor sentido podríamos utilizar otras, como: humanización, inculturación, historificación, abajamiento… y sobre todo de «empobrecimiento», o incluso «opción por los pobres», en el sentido de asunción de la pobreza y de la Causa de los pobres…
160 Cfr CLAR, Experiencia latinoamericana de vida religiosa, Bogotá 21979.
161 Cfr V. CODINA. y N. ZEVALLOS, Vida religiosa. Historia y teología, Paulinas, Madrid 1987, pág. 182 y 196. Cfr allí mismo unas páginas sobre «espiritualidad de la inserción» (187-191). Sobre la inserción, más ampliamente, V. CODINA., Fundamentos teológicos de la inserción, Enfoque, CBR, La Paz, 57(agosto 1985)21-24. C. PALMES, Dificultades de la inserción entre los pobres, Enfoque, CBR, 55(1984)5-10. M. PERDÍA, Proceso general de la vida religiosa en América Latina, IX Asamblea de la CLAR, Guatemala 1985. B. GONZALEZ BUELTA, El Dios oprimido. Hacia una espiritualidad de la inserción, Editora Amigo del hogar, Santo Domingo 1988, 143 pp.; editado también en Sal Terrae, 1989.
162 GS 58: «Dios, al revelarse a su pueblo, habló según los tipos de cultura propios de cada época».
163 Missa da Terra sem males, «Aleluya».
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En cuanto venido el cristianismo de un rincón de la cuenca del mediterráneo europeo, el misterio de la encarnación nos recuerda también la exigencia de inculturación164, de asumir la cultura de cada pueblo para en ella vivir la fe y construir la Iglesia. El Espíritu del «Verbo encarnado» prohíbe la predicación de una «cultura forastera»165 como si fuera contenido de la fe, así como la canonización de una cultura como cristiana, frente a las demás. Ninguna cultura es connaturalmente mejor ante Dios. Dios es «la luz de toda cultura»166. Dios las ama a todas por igual porque todas ellas son destellos singulares de su luz original. Como cada persona es imagen, única, irrepetible, de Dios, cada Pueblo, cada cultura es también imagen, colectiva y diferente, del Dios de todos los nombres, de todas las culturas.
La encarnación exige a la Iglesia no ser forastera, no ser eurocéntrica ni etnocéntrica, descentralizarse, hacerse autóctona, dar cabida y participación al liderazgo local y a toda la comunidad nativa y, sobre todo, respetar la identidad cultural y religiosa de los pueblos por la inculturación y el diálogo interreligioso167.
En Jesús, Dios entró en el proceso histórico de los pueblos. Se hizo ciudadano de una colonia del Imperio. No permaneció al margen del proceso social. Jugó su peso en la correlación de fuerzas sociales. Se pronunció. Se definió inequívocamente en favor del pueblo, de los más pobres.
El Espíritu de Jesús nos lleva en América Latina a entrar en los procesos históricos de nuestros pueblos, asumiéndolos, encarnándonos en ellos, acompañando su marcha, compartiendo sus avances y sus retrocesos, definiéndonos inequívocamente del lado del proyecto popular, frente a cualquier Imperio.
Si creemos en el Dios de Jesús, en el Dios encarnado (no decimos en otro Dios), no es posible no entrar en política. No podemos seguir a nuestro Dios por otro camino que aquel que él siguió, el de la historia concreta y real de nuestros pueblos y sus procesos, historia hoy tejida por el subdesarrollo, la miseria, las dictaduras, los regímenes de Seguridad Nacional, las democracias formales, el imperialismo enmascarado, la deuda externa, las políticas de ajuste, el neoliberalismo, el lucro privado y privativo, la ley del mercado, la falta de salidas al proyecto de los pobres, y para el bien de las mayorías…
En Jesús Dios se hizo acompañamiento del Pueblo, de los pobres, de los marginados, aun cuando parecían sujetos despojados de protagonismo histórico. En Jesús Dios reveló al mundo, a los que se creían protagonistas de la historia, que la Historia de Dios acontece y se gesta desde el reverso, desde los pequeños. Seguir a Jesús hoy implica querer seguir tejiendo la Historia de Dios desde sus verdaderos sujetos históricos, aunque parezca que han sido despojados de todo protagonismo histórico, aunque se nos quiera imponer un «final de la historia». Jesús entró en la historia en un momento también de triunfo del Imperio, pero no creyó en el «final de la historia» de la pax romana, sino en el Reino.
En Jesús Dios asumió el conflicto. Porque la historia es un conflicto permanente. Dios se manchó las manos. No exigió asepsia para la encarnación. Asumió sin repugnancia «una condición carnal y pecadora como la nuestra» (Rm 8, 3). No se desentendió ni se «lavó las manos». No se hurtó al conflicto. Tuvo miedo, pero siguió adelante. Previó que el conflicto iba a ser mortal, pero no se arredró. No «se murió»: le quitaron la vida. Sabía que se la jugaba y la entregó conscientemente (Jn 10, 18).
164 P. SUESS (org.), Culturas e Evangelização, Loyola, São Paulo 1991; ID., Queimada e semeadura, Vozes, Petrópolis 1988; VARIOS, La inculturación del Evangelio, ITER, Caracas 1988; VARIOS, Inculturação e libertação. Semana de estudos teologicos CNBB/CMI, Paulinas, São Paulo 1986; J. COMBLIN, Teología de la misión, Buenos Aires 1974.
165 «Infieles al Evangelio del Verbo Encarnado, te dimos por mensaje cultura forastera». Cfr Misa de la Tierra sin males, Memoria penitencial. La Gaudium et Spes (44) expresa por su parte el deber de la Iglesia: «La Iglesia, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con su saber filosófico».
166 Ibídem, entrada.
167 Cfr Redemptoris Missio 52-57. «La conversión a la fe cristiana no significa una destrucción de la identidad cultural y religiosa del evangelizando, sino una plenificación de la misma con el evangelio»: Juan Pablo II. C. MESTERS - P. SUESS, Utopia cativa, Vozes, Petrópolis 1986.
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Fue marginado por el Templo, tenido por loco (Jn 10, 20; Mc 3, 21), perseguido, se ordenó capturarlo (Jn 11, 57), fue excomulgado por las autoridades religiosas, amenazado de linchamiento (Lc 4,28-29; Jn 8, 59), capturado, ejecutado.
La conflictividad asumida -no buscada pero tampoco evitada cuando están en juego los intereses del Reino- es un rasgo característico de la espiritualidad de la liberación168. Esta no pretende ser neutral, apolítica ni abstracta. Frente a la pasividad y a la indiferencia con que la sociedad humana de los últimos siglos ha observado las diferentes teologías y espiritualidades cristianas, la teología y la espiritualidad de la liberación han suscitado una viva polémica. Han irritado al Imperio y al Sanedrín, como Jesús. Ello puede ser un signo -no una garantía por sí mismo- de que sigue las huellas de su Maestro. La espiritualidad de la liberación se encarna en la historia, entra en el conflicto, en la ambigüedad, no exige que haya una pureza angélica en las partes en conflicto para poder comprometerse con las realidades terrestres.
La encarnación es revelación de Dios. Nos dice mucho sobre él. Es nuestra principal fuente de «información» (Jn 1, 18). Nos habla de cómo es Dios. El Dios de la encarnación es el Dios humanísimo. «Ha aparecido la humanidad de Dios» (Tit 2, 11). «Nuestro Dios es un Dios humanado, encarnado. Su Hijo, el Verbo, Jesucristo, Jesús de Nazaret, nacido de mujer, hijo de María, hombre histórico sometido a una cultura, en un tiempo, bajo un imperio… El misterio de la encarnación, para nosotros los cristianos, es la expresión máxima de la solidaridad humana de Dios. Jesucristo es la solidaridad histórica de Dios hacia los hombres. Con cada una de las personas humanas, con cada uno de los pueblos, con sus procesos históricos. Nuestro Dios es un Dios humanado, humanísimo, históricamente humanísimo. Para nuestra fe, los derechos humanos son intereses históricos de Dios…»
«Para nosotros no hay dos historias humanas: una historia profana y al margen de Dios, y otra historia sobrenatural que Dios cuidaría, que Dios haría suya. Sin negar lo que tradicionalmente los teólogos han llamado “orden natural” y “orden sobrenatural», ”naturaleza” y “gracia”, nosotros confesamos una única historia humana, porque el Dios salvador es el mismo Dios creador…»
«Esta humanitariedad de Dios, de Jesucristo, que es el Dios humanado, pasa por un proceso histórico concreto, determinado, de tensiones, de tentaciones, de conflictos con los intereses de los grandes de su tiempo: del imperio romano, del templo, de Jerusalén, de los latifundistas judíos, del legalismo que sometía al pueblo a un auténtico cautiverio espiritual…»
«Y si creemos en ese Dios, si aceptamos a ese Jesucristo, Dios encarnado, hombre conflictivo, acusado, condenado a muerte, colgado de una cruz, prohibido por los poderes imperiales, religiosos y económicos de su tiempo… necesariamente, como Iglesia, como comunidad de seguidores de Jesucristo, habremos de revisar y transformar nuestra propia teología, o sea, la sistematización de nuestra fe cristiana, la celebración de esta misma fe cristiana que es la liturgia, la administración de la vivencia de esta fe que es la pastoral, y la vivencia de esta misma fe en cada uno de los cristianos, que es la espiritualidad…»169.
Por todo esto, la espiritualidad de la liberación es una espiritualidad de encarnación, apasionada por la realidad170, siempre pendiente de los signos de los tiempos para escrutarlos, analizando la realidad, preocupada por encarnar en ella la fe, por inculturar y adaptar el mensaje a cada
ón171. Este rasgo -también éste- no le vie
168 Cfr el apartado «La Cruz» y «Santidad política».
169 P. CASALDALIGA, Al acecho del Reino, Claves Latinoamericanas, México 1990, pág. 18-19.
170 Cfr los apartados «Pasión por la realidad» y «Contemplativos en la liberación».
171 «Esta adaptación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización»: GS 43, Cfr también ChD 13, OT 16, AA 24. «La predicación no debe exponer la Palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino aplicar a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio» (PO 4). Cfr también GS 43, 44, 76
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EL SEGUIMIENTO DE JESÚS

Ser cristiano no es pertenecer a una escuela, ni siquiera a la escuela de Jesús. El mismo podría aplicarse y aplicarnos -aunque salvando su plena y consecuente credibilidad- la advertencia que hacía al pueblo con respecto a los maestros de Israel: no os dediquéis a intentar hacer lo que yo digo; haced sobre todo lo que yo hago.
La gran preocupación de Jesús no fue crear una escuela de doctrina o una institución religiosa, sino provocar un seguimiento vital172.
Ser cristiano es ser seguidor de Jesús, y la Iglesia es la comunidad de los seguidores de Jesús. Somos su cuerpo histórico ahora. El es un maestro-profeta, un maestro-camino. No sólo proclama la verdad; es la Verdad, porque la hace. No sólo anuncia la vida; es la Vida, porque la da. Es el Camino de la Verdad hacia la Vida plena.
Los primeros cristianos y hoy día los cristianos de las comunidades en América Latina supieron y saben sintetizar muy bien esta exigencia máxima del seguimiento: ser cristiano era entrar en el «odos», en el camino, en la «caminhada».
Es verdad, como nos recuerdan los exegetas, que no nos interesan tanto las ipsissima verba o las ipsissima facta, cuanto la ipsissima intentio Iesu173, pero esa intención de Jesús sólo podemos verificarla en sus actitudes y en sus actos.
Una cultura muy típicamente «magisterial» -ya en el mundo hebreo, pero sobre todo en el mundo griego- quizá no podía o no estaba preparada para captar más de inmediato la actitud renovadora de ese Maestro nuevo que vino primero a hacer, para después enseñar, que «perdió» treinta años siendo un simple vecino trabajador, que pasó, como caminante y camino, haciendo el bien, que resumió todas sus enseñanzas en la práctica del amor y en la práctica extrema de amar hasta dar la vida. Nadie como él ha proclamado, con la palabra, con la vida y con la muerte que «obras son amores».
Los discípulos de Jesús, desde el primer momento, son invitados a seguirle (Jn 1, 39), y el auténtico discipulado, a lo largo de la historia cristiana, ha sido sinónimo de seguimiento. Simultáneamente, a lo largo de esa historia también, el seguimiento ha sido o tergiversado u ofuscado por una doble tentación: la de codificar en dogmas de doctrina el propio misterio del Jesús histórico y la «revolución» espiritual que traía consigo, o la de reducir a un mimetismo de seguimiento -la imitación- lo que habría de ser, a lo largo de los siglos, sustancialmente igual y constantemente diversificado, un seguimiento responsable, creativo, profético.
Si creemos que en Jesús de Nazaret se da la plena revelación personal e histórica de Dios, es lógico que «los adoradores de Dios en espíritu y verdad» (Jn 4, 23) procuremos ser seguidores en espíritu y en verdad de ese Jesús. A Dios nadie lo ha visto (Jn 1, 18), excepto el Hijo, que es Jesús. Nadie ha «practicado» plenamente a Dios en la historia excepto ese su Hijo histórico. Seguir a Jesús es, pues, en última instancia, «practicar al Dios de Jesús», practicando por el seguimiento al propio Jesús de Nazaret.
La Tradición viva (las primeras comunidades apostólicas o postapostólicas, los santos Padres, el sensus fidei, el magisterio y los santos) siempre ha querido reactivar ese seguimiento de Jesús como la versión auténtica de la pertenencia a la Iglesia de Jesús. Cada coordenada geográfica, cultural, histórica, social, ha posibilitado y ha exigido un modo de seguimiento, o ha reclamado la preferencia por unas actitudes y unas prácticas -siempre, intencionalmente por lo menos, fieles al mismo y único Jesús- que respondieran mejor a la vivencia y al anuncio del Evangelio en una hora y lugar determinados e hicieran presente, con rostro adecuado, a ese único y plural Jesús.
América Latina, como lugar cultural y social diferente, y con su hora de urgencia y de compromiso, debe caracterizar, ubicada y proféticamente, el seguimiento de Jesús hoy y aquí.
172 Los mismos evangelios reflejan esta voluntad de Jesús en la alta frecuencia con que aparece el verbo seguir, «ákoulouzein»: 79 veces, de ellas 73 en relación con Jesús.
173 Es decir, lo que más nos interesa conocer no son «las palabras exactas» que Jesús pudo pronunciar, ni «los hechos precisos» que realizó, conocidos con la mayor certeza histórica posible; lo que más nos interesa es conocer «la verdadera intención», el objetivo fundamental que animó a Jesús en aquellas palabras o hechos.
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Hoy, en América Latina, con la irrupción de los pobres, y recogiendo toda la búsqueda y los logros de los estudios bíblicos de los últimos tiempos, el Espíritu está haciendo surgir, en la experiencia espiritual de esta hora del Continente, un nuevo rostro de Jesús, y nos pide que asumamos como propias ciertas actitudes suyas más pertinentemente nuestras. Hasta en la literatura y en el arte. A las clásicas «Vida de Jesús» de un Ricciotti o de un Vilariño, replican, entre nosotros, «La práctica de Jesús» de Echegaray o «Jesús, hombre en conflicto» de Bravo; y a la pintura de un Velázquez o de un Rouault, responden, entre nosotros, los dibujos y murales de Cerezo Barredo o de Pérez Esquivel.
Si cambia la imagen de Jesús, cambia consecuentemente la conceptuación que la Iglesia tiene de su misión, de la evangelización, del seguimiento; sin dejar de ser él, Jesús, y sin dejar de ser ella, la Iglesia de Jesús. Por eso, a quienes queremos seguir a Jesús, actualizándolo hoy e inculturándolo aquí, nos importa grandemente estar atentos a este su rostro nuevo que aparece en América Latina y que sacude profundamente nuestras acostumbradas prácticas de seguimiento, de eclesialidad, de evangelización.
Evidentemente, bajo ninguna coordenada cultural o histórica pueden dejarse de lado aspectos esenciales que no pueden sufrir variación. Honestamente creemos que en ciertas coordenadas, de hecho, se han dejado demasiado en la penumbra aspectos fundamentales del real Jesús histórico. Lo que hacemos en este apartado es preguntarnos por los principales rasgos del rostro nuevo de Jesús que emerge en esta hora espiritual de América Latina y qué actitudes suyas debemos hacer más nuestras174.

Los rasgos serían éstos:
•Jesús histórico, revelador de Dios. Dios se nos revela en la historia y, privilegiadamente, en la historia de Jesús. Hoy conocemos a Jesús mejor que nunca y nos sentimos muy cerca del Jesús histórico. Y nos hemos hecho conscientes de que la historicidad de Jesús forma parte constitutiva de la encarnación de Dios. Sus palabras, sus prácticas, sus gestos, todos los rasgos del Jesús histórico son para nosotros destellos de la revelación de Dios, y pistas para el seguimiento de Jesús. El Nuevo Testamento no dice tanto que Jesús sea Dios, cuanto que Dios «es» Jesús; es decir, no es que sepamos previamente o al margen de Jesús quién es «su» Dios, y que esa idea la apliquemos después a Jesús, sino que, por el contrario, es por el Jesús histórico como conocemos al Dios de Jesús. En la historia total de Jesús se nos revela el Dios cristiano.
•Jesús, profundamente humano. Frente a un Cristo entendido casi exclusivamente como Dios, hemos redescubierto al Cristo de nuestra fe -Dios verdadero- en el Jesús histórico, verdadero ser humano, que crece, discierne, valora, duda, decide, ora, se indigna, llora, no sabe, tiene fe, pasa crisis… Todo en su vida es para nosotros ejemplo de humanidad lograda. Sólo Dios podía ser tan profundamente humano.
•Jesús, entregado a la Causa del Reino . El dato histórico más cierto que tenemos de la vida de Jesús es que el tema central de su predicación, la realidad que daba sentido a toda su actividad, fue el Reinado de Dios. Jesús no predicaba a «Dios» simplemente, ni a la Iglesia, ni a sí mismo, sino el «Reinado de Dios». Esa es la Causa por la que él vivió, de la que habló, por la que se arriesgó, por la que fue perseguido, condenado y ejecutado. Fue un hombre entregado a una Causa. El Reino fue su opción radical y absoluta.
•Jesús, anunciador del Dios del Reino. Jesús no hablaba simplemente de Dios. No es un ser metafísico que pueda ser pensado en sí mismo, al margen de los hombres o de la Historia. El Dios de Jesús es el Dios del Reino. Jesús recoge y purifica las tradiciones veterotestamentarias sobre Dios: es un Dios de la Historia, un Dios que escucha los clamores de su Pueblo, que interviene históricamente para liberarlo, que sufre con él, que carga con su proceso hacia la Tierra Prometida… Jesús no predicó a un Dios abstracto, espiritualista, ahistórico, impasible, imparcial ante los conflictos históricos…
174 En torno a los rasgos y a las actitudes de Jesús, para no abrumar con citas bíblicas, nos remitimos simplemente a los cuatro evangelios.
Por el carácter sintetizador que tiene este elenco de rasgos, reunimos aquí, casi simplemente enunciadas, no pocas afirmaciones que están explayadamente expuestas en sus lugares correspondientes.
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•Jesús, pobre y encarnado entre los pobres. Jesús fue realmente pobre, vivió entre los pobres y se situó siempre en su perspectiva y en sintonía con sus intereses. Asumió su Causa consecuentemente. Se situó frente a los poderosos. Hizo suyos los dolores y las aspiraciones de los pobres. Su pobreza y su ubicación social entre los pobres son un dato esencial que atraviesa la vida toda y el mensaje de Jesús.
•Jesús, subversivo. Jesús no proclamó un mensaje socialmente irrelevante. Más aún; no sólo tenía relevancia su mensaje, sino que se revelaba y se rebelaba concretamente como subversivo. Jesús propone un orden de valores que subvierte el orden establecido; un nuevo tipo de relaciones humanas y un nuevo tipo de relaciones humano-divinas. No acepta las convenciones sociales ni los legalismos religiosos. Define el poder y la autoridad como servicio. Presenta una imagen distinta de Dios. Es un inconformista. Proclama y realiza un Reinado de Dios que implica la reestructuración y transformación del mundo presente.
•Jesús, practicador del Reino. La relación de Jesús con el Reino no fue la de un simple decir, sino la de un hacer. Reveló el Reino con «hechos y palabras». La misión de Jesús no se redujo a dar información sobre el Reino, sino a realizarlo, empeñando la vida toda en esa tarea. Hasta tal punto que un santo Padre, llegaría a llamarle «el Rey y el Reino» personificado. Las prácticas de Jesús tienden a realizar la voluntad de Dios -el Reino- en la historia misma, en su situación concreta. Su palabra y su anuncio forman parte de esa práctica.
•Jesús, denunciador del anti-Reino. Jesús no sólo anuncia la Buena Noticia sino que denuncia lo que se opone a ella. Denuncia grupos sociales -no sólo a personas individuales- que explotan al Pueblo en la esfera social y/o religiosa. Levanta una impresionante protesta social frente a toda forma de opresión, enfrentándose incluso contra el Templo y la religión opresores.
•Jesús, libre. Frente a la familia, frente a la sociedad, frente al dinero, frente a los poderosos y los poderes, frente a la ley, frente al Imperio, frente al Templo, frente a la persecución y a la muerte. Libre incluso frente al Pueblo, cuando éste se comporta interesada o irresponsablemente. Pueblo en medio del Pueblo, Jesús no es «basista»175 ni paternalista, no infantiliza al Pueblo ni lo canoniza.
•Jesús, a favor de la vida del Pueblo. Jesús aparece como testigo del Dios de la Vida, que viene para que el pueblo tenga vida y la tenga en abundancia. Y manifiesta ésta su misión refiriéndola siempre muy concretamente a la infraestructura de la vida humana: pan, salud, vestido, libertad, bienestar, relaciones fraternas…
•Jesús, compasivo. Se compadece de las muchedumbres, de los enfermos, del sufrimiento humano. Se conmueve hasta las entrañas. Se hace escandalosamente solidario de aquellos que estaban oficialmente privados de toda solidaridad (leprosos, prostitutas, publicanos…).
•Jesús, ecuménico. El, hijo de un Pueblo que se sentía elegido en exclusividad, no tiene mentalidad de secta; ha venido incluso para derribar el «muro de la separación». Su óptica se inscribe en el horizonte del macro-ecumenismo del Reino. Declara que está con él quien está con la Causa del Reino. Propone como modélica la conducta del cismático samaritano que se hace prójimo del enemigo judío. Presenta el amor a los pobres como el criterio escatológico de salvación que nos juzgará a todos por encima de credos y fronteras.
•Jesús, feminista. Muestra frente a la mujer un comportamiento revolucionario para los parámetros de su cultura y de su tiempo. Es el «hijo del hombre» que se sabe «hijo de mujer», el «hijo de María». Se deja seguir por mujeres y las incorpora a su comunidad itinerante. Es amigo íntimo de Marta y de María. Entabla alta confidencia, en público, con la mujer samaritana. Las lágrimas de la viudas de Naím y las impertinencias de las cananeas le vencen y le arrancan la más tierna solidaridad. Constituye como primera testigo de su resurrección a la mujer, que en aquella cultura era inhábil para dar testimonio válido.
175 Nos referimos a la postura de quienes absolutizan la opinión de la «base», el pueblo, sin acogerlo también con la necesaria actitud crítica.
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•Jesús, conflictivo. Su Buena Nueva para los pobres fue a la vez mala noticia para los ricos. No fue neutro o imparcial. Se definió ante el conflicto social y ante la dominación religiosa. Tomó partido inequívocamente en favor de los pobres y de los excluidos. No claudicó en sus posturas pro bono pacis. Fue toda su vida, ya desde niño, «señal de contradicción».
•Jesús, perseguido y mártir. Lo persiguieron los poderes políticos, económicos y religiosos. Vivió la mayor parte de su vida pública habitualmente difamado y perseguido. Varias veces tuvo que buscar formas de huir y de posponer la muerte prematura que no logró evitar finalmente. Vivió «marcado para morir». Su vida fue puesta a precio oficialmente y en su muerte se conjugaron los intereses sociales, políticos y religiosos. Murió asesinado por el Latifundio saduceo, por el Templo/Banca y por el ejército imperial. Y pasó a ser conocido como el Crucificado y el Testigo Fiel.
•Jesús, camino, verdad y vida del Reino. Los evangelios nos presentan a Jesús como un hombre en camino hacia «su hora», que es la Pascua. La «crisis galilea» que él vive discerniendo el modo del Reino y las sucesivas decepciones que experimenta por causa del Pueblo y de sus propios discípulos -que esperan y piden otro Reino-, así como la agonía del huerto o el abandono de la cruz no le impiden a Jesús seguir siendo el testigo del Reino que se acerca inexorablemente. El ha sido, como nadie, en vida, la «esperanza contra toda esperanza», al mismo tiempo que ha sido el más fracasado de los maestros y el profeta maldito del madero. Y por eso ha llegado a ser, para todos, no sólo el Camino y la Verdad, sino también la Resurrección y la Vida.
Donde la enumeración anterior pone «Jesús», cada uno de nosotros debería poner, con humildad, pero también con asumida responsabilidad, su propio nombre. O, de lo contrario, el seguimiento de Jesús se nos quedaría en una fórmula vana o en una práctica claramente desubicada.
Como debemos dar razón de nuestra esperanza escatológica, debemos dar razón de nuestro seguimiento histórico.
Insistimos en que se trata de los rasgos del Jesús histórico y en que la espiritualidad latinoamericana de la liberación es específicamente una espiritualidad de compromiso histórico, en la praxis, por la asunción de las causas vitales de las mayorías pobres, y en la concretización de la solidaridad. Siempre, debemos hacer hincapié en vivir esos rasgos en los varios sectores a donde ha de llegar nuestra espiritualidad, para ser íntegra y armónica: el temperamento personal, la vida privada, la familia, el trabajo, la comunidad eclesial, la organización militante… También, en este sentido, el Hombre y la Mujer Nuevos del Continente reclaman un Cristiano y una Cristiana Nuevos. El obispo Romero, la campesina Margarida Alves, el joven Néstor Paz, la maestra Fanny Abanto… han seguido al Jesús histórico de modo diferente -precisamente por «nuestro»- a como lo siguieron Ignacio de Antioquía, Teresa de Jesús, Domingo Savio o María Goretti.
La opción fundamental de la vida de Jesús -la voluntad del Padre, el Reino «en la tierra como en el cielo»- también para nosotros sigue siendo «la» opción. Y, bajo la acción del Espíritu y ante las exigencias de los pobres, sentimos que esa opción fundamental debemos vivenciarla privilegiando las siguientes actitudes:
-la indignación profética;
-la com-pasión solidaria;
-la permanente actividad liberadora de todo tipo de amarras físicas o espirituales, sociales o religiosas;
-la reivindicación del protagonismo para los pobres, en esta historia, camino del Reino,
-la constante comunión de confianza filial con el Padre, con el «Padrecito, Abba»,
-el compartir familiar (la «partilha» fraterna) con todos pero sobre todo con los pobres, los marginados, los no ciudadanos, los no-personas, los prohibidos, los «subversivos» de los varios (des)órdenes establecidos;
-la pobreza y la renuncia del Siervo Sufriente y su kénosis o despojamiento radical, dejando de lado lazos e intereses, seguridades y status, comodidad y consumismo, buen nombre y prestigio;
-el coraje para cargar la cruz cada día sin miedo a la conflictividad y sin ahorrar siquiera la propia vida;
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-la confianza en la ternura maternal del Padre, que cuida de las aves y de los lirios y que se preocupa hasta de los cabellos de cada uno de sus hijos e hijas; y la «esperanza contra toda esperanza».
-en constante comunitariedad, socializando siempre esta vivencia espiritual,
-en la «lectura popular de la Biblia» y en su confrontación con la vida y con la política; en las celebraciones de la fe, tanto personal como familiar o litúrgica,
-en la Eucaristía, que, sobre todo, en América Latina, no puede dejar de ser simultáneamente «fruto de la tierra y del trabajo», y de la lucha y de la sangre: la Pascua de Jesús y la Pascua del Pueblo;
-en una conjugación integrada de lo personal y grupal, de lo cultural y político, y hasta de lo geopolítico también, dentro de aquel macroecumenismo que nos hace caminar y luchar con todos aquellos y aquellas que, sabiéndolo o no, viven fundamentalmente la misma opción por el Reino;
-en aquella libertad del Espíritu que «sopla donde quiere» y «hace nuevas todas las cosas», como Espíritu de la transformación radical (en la conversión personal y en la revolución social) y como Espíritu de la inculturación sin fronteras y de la creatividad utópica;
-siempre, y a pesar de todas las contradicciones, decepciones y fracasos, con aquella confianza filial que sabe que el Padre es mayor que todo; que el Hermano «está con nosotros hasta el fin»; que el Reino ya está presente, y que más allá de esta primera Historia y de la inevitable muerte, llegará a su plenitud escatológica.

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