viernes, 27 de mayo de 2016

CURSO “EL HOMBRE NUEVO” (AMAR A LOS DEMÁS, ES NUESTRA FORMA DE EXPERIMENTAR A DIOS (HN-20))

AMAR  A  LOS  DEMÁS,  ES  NUESTRA FORMA DE  EXPERIMENTAR A DIOS    (HN-20)

Analicemos ahora otro texto.  “Oídme y entended: Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo...” (Mc. 7, 14). O sea, si el hombre no quiere que le contaminen desde el exterior, ni millones de religiones –incluso mal practicadas por millones de habitantes de la tierra– pueden contaminar su interior; porque lo único que puede contaminarnos es lo que se cuece y sale de nuestro corazón de hombres.  “...El que tenga oídos para oír, que oiga”: ¡así de radical es Cristo! Y esto tiene dos lecturas: Desde fuera se puede intentar contaminarnos, bien negativamente o para intentar salvarnos.   

Del exterior no me puede llegar nada que me ensucie: por tanto si nuestros cristianos de ayer practicaron como mejor creyeron y ahora para mí eso es un obstáculo, no debo preocuparme; pues esto no me contaminará aunque haya millones de cristianos que practiquen lo que para mí ya es un obstáculo. Por eso cuando una persona se alarma porque escucha algo nuevo y cree que esto le contamina, está diciendo una clara incongruencia; pues, ¡nada de fuera puede contaminar al hombre, ya que sólo le contamina lo que le nazca del corazón! ¿Comprendemos realmente que lo verdaderamente importante es lo que nos nace en el cogollo de nuestro corazón, y que si tengo maldad en mi corazón ni el cumplimiento de todas las leyes me puede justificar? Esto es lo que dice San Pablo a los romanos: si yo tengo el corazón tarado, aunque cumpla toda la normativa no me salvo. Y tampoco podrá llegarme nada del exterior que me salve, pues ya llevo en el corazón la encarnación del Dios-Amor. Lo exterior no me contamina, porque lo que me salva es interior. El hombre es tan grande, que lo que le venga de fuera ni le puede contaminar ni tampoco salvar. Por eso, cuando el joven judío pregunta qué tiene que hacer para salvarse, Jesús le responde: además de cumplir (hacer) me has de seguir (ser como yo)... Le invita a pasar del hacer al ser, y por tanto le lleva al cogollo de su interioridad. Ahora, después de haber leído –en el Evangelio– que no hay nada fuera que nos salve ni que nos condene, vamos a pasar a la cita del capítulo 21, 5 del Apocalipsis.   

[Pero antes debemos recordar algo, de lo que ya llevamos afirmado: En las religiones de la tierra no hay nada definitivo, y por tanto el “Hijo del hombre” no tiene dónde reclinar definitivamente la cabeza; si bien lo definitivo ya está parcialmente presente en el corazón del hombre, y esta es la razón por la que el hombre está en constante movimiento de búsqueda y maduración (lo que define San Agustín como: el corazón inquieto del hombre). También debemos recordar, lo que nosotros seguimos afirmando: El cristianismo es la única religión verdadera, siempre que esto signifique que los cristianos no tenemos dónde reclinar definitivamente la cabeza durante nuestro caminar; pues sólo al final está lo definitivo. Por tanto, ¿es que estamos insinuando que lo que decimos hoy es definitivo?  No, lo definitivo es lo que dice Cristo. Y al no ver esto se equivocaron los de la teología del pensamiento y después los de la teología de la ética; y también nos equivocaremos los de una teología más gozosa, si no entendemos que el gozo al que nos referimos es algo volátil que no puede ser estable durante todo nuestro caminar. Sólo entendiéndolo así acertaremos; pero eso sí, estando siempre muy atentos a los signos de los tiempos].
Vayamos, ahora, al capítulo anunciado del Apocalipsis 21, 5: “Y dijo el que estaba sentado en el trono  (Jesucristo, el Hijo del hombre): He aquí que hago nuevas todas las cosas”. O sea que, lo que él toca se renueva; y si con el cristianismo nos van sonando muchas lecturas como nuevas, y si terminamos por descubrir nuevos significados en el Evangelio, es que estaremos tocando la verdad. “Donde Él toca, se renueva”. ¿Recuerdan la pintura de Miguel Ángel, la Creación, en el techo de la capilla Sixtina? El dedo de Dios toca el dedo del hombre, y éste se llena de vida. Eso es: llega Dios, toca, y estalla la primavera. Llega Dios al corazón del hombre, toca, y estalla el amor: es como una llama que se renueva constantemente, porque el fuego nunca es igual; es como el mar, que también se renueva continuamente. Fíjense que expresión más maravillosa del Hijo del hombre, del que domina la realidad: "Donde toco lo hago nuevo”.  Por eso cuando una teología huela a superada –aunque en algún momento fuese nueva porque fue tocada entonces por Dios–, si ahora huele a vieja, equivale a que ya no ha sido retocada; porque “Dios sigue encarnándose y retocando el camino según pasa el tiempo”. Si la teología del gozo nos suena a nueva, o así nos suenan algunos de los aspectos que ahora explicamos, es que ahí está el dedo de Dios; lo que no evitará que dentro de... años estas novedades ya no lo serán, porque Dios habrá seguido retocando el camino según pase la historia.

El Apocalipsis, como ya se sabe, es un conglomerado de textos de los discípulos de San Juan;   donde hay algo que parece ser de Juan pero la mayor parte son de su escuela, y por eso no solo hay cosas desiguales sino otras muy difíciles de leer. Y en relación con esto, resulta muy curioso cómo las sectas son siempre apocalípticas; es decir, cómo las sectas y en temas de revelación, siempre se agarran al lugar menos revelador de la Revelación. En cambio el cristiano, que sabe por dónde va, lee el Apocalipsis al final –tal como está al final de los Evangelios– y no al revés.

Y tan nuevas son las cosas que hace Dios, que San Juan –o un discípulo suyo– en el capítulo 21, verso 22, describe una visión de la vida eterna; cuando fue arrebatado muy arriba –quién sabe a qué planeta– y desde allí vio toda la ciudad santa de Jerusalén hecha de piedras preciosas, zafiros, etc. (Es muy importante el tema de las piedras preciosas por el gran significado que tienen en Oriente). Y de golpe, en el verso 22, se dice la sorpresa definitiva: “Pero templo no vi en ella... La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen, porque la gloria de Dios la iluminaba por dentro...”

Díganle esto a los cristianos de hoy: cuando el cristianismo llegue a su plenitud, no serán necesarias las iglesias; es decir, cuando los cristianos lleguen a lo que pretenden, a “la meta de verdad”, no verán en ella templo alguno. Y San Juan lo dice maravillado: ...y bien que busqué por la Jerusalén celestial, hecha de zafiros y de amatistas, y de esmeraldas, y de jaspes y de calcedonias... -va diciendo-,  y bien que miré... pero iglesias no vi. No se equivocó, no: “Pues el Señor, Dios Todopoderoso que la iluminaba por dentro, era su templo”. Juan, que era muy amigo de Jesús, le había escuchado aquellas palabras: “Destruid este templo y yo, en tres días, lo reedificaré” (Jn 2, 19); refiriéndose al templo de Jerusalén. Destruid cualquier templo, que yo lo reedificaré porque yo soy el templo. La samaritana también le había preguntado lo mismo: “Profeta, tú que sabes, ¿dónde se adora a Dios, en el templo de Jerusalén o en la montaña de Garizin?”  Y Jesús contesta: “¡Ay mujercita!, llega un tiempo, y ya está aquí, en que a Dios no se le adora ni en el templo ni en la montaña, los verdaderos adoradores adoran a Dios en su corazón”. Es decir que, mientras los cristianos no adoremos a Dios en nuestro corazón, nos inventaremos templos para encontrarnos con él. Y cuanto más nos encontremos con Dios en nuestro corazón, menos templos necesitaremos; hasta el día en que, al encontrarse nuestro corazón totalmente lleno de Dios, ya no necesitemos otro templo que no sea nuestro corazón. Esto es lo que vio San Juan. Es decir, el cristiano que lo es de verdad apunta a anular los templos del mundo; tarea en la cual estamos siendo ayudados, externa y muy eficazmente, por nuestros enemigos más irreflexivos y acérrimos. Es curioso pero, cuando arrecia la persecución exterior de estos enemigos y cuando lo hacen en forma masiva, lo primero que arrollan son los templos; lo segundo que eliminan son los curas, y lo tercero marginan los símbolos sacramentales. Y, ¿acaso no nos recuerda esto el zarandeo que practicó Cristo, en su día y en el templo, como reacción a la vejez antievangélica practicada sobre las tres realidades aludidas? A veces no nos damos cuenta de lo providencial que es una persecución:
*A Cristo le persiguieron y le mataron, y precisamente en aquel momento se volcó sobre nosotros el Reino de Dios. ¿Por qué no aprendemos la lección, y admitimos que tras la muerte siempre hay cosecha?

*Es verdad que no tenemos por qué dar herramientas al enemigo para que destroce nuestros templos, pero sí hemos de obrar de tal manera que Dios habite cada vez más en nuestros corazones y los que nos vean puedan decir, con San Juan: “templum in ea non vidi”. Me esforcé, pero no vi templo alguno; porque no les hacía falta religión de ritos, porque todos tenían en sus corazones la verdadera religación con Dios, y daban fe de lo anterior porque se querían.

Comentemos ahora lo que dice San Juan en su primera carta, capítulo 4, verso 12: “A Dios nadie lo ha visto nunca...”. Y en esto es rotundo San Juan, como lo fue en lo del templo; pues no dice: me pareció que...; sino que dice: a Dios nadie lo ha visto jamás. Siendo evidente que si tú crees haber visto algo y Dios es invisible, lo que hayas visto no es Dios. Y ahora viene lo que estamos buscando comentar:
Tras la primera parte (A Dios nadie lo ha visto nunca…), San Juan sigue: “si nosotros nos amamos como hermanos, Dios permanece en nosotros...”. Fíjense como pasa de verbo –lo que es típico de los hebreos–, pues está hablando de ver a Dios y ¿por qué ahora pasa al verbo amar? Sencillamente, hay una silepsis. A Dios nadie lo ha visto nunca, pero si quieres ver a Dios (a quien nunca ha visto nadie) la forma de “verlo” es amando al hermano. Entonces, ¿a Dios no se le ve viéndole? No. O sea que a Dios se le ve amándole; pues tampoco, porque a Dios no se le ama directamente. ¿Entonces?  La respuesta es: a Dios “se le ve” cuando miramos y amamos al hermano. 

Así de claro y así de radical. No hay camino del hombre hacia Dios por el individualismo. No es posible decir “yo me salvo y los demás que se las arreglen”; eso no es posible. Por eso Cristo dice: “lo que hacéis a mis pequeños, a mí me lo hacéis”. El único contacto con Dios se establece a través del amor a los demás. Y también sabemos que el amor a los demás no es cosa de simpatías o antipatías, sino de amor verdadero: de encuentros festivos que no solo cambian todo radicalmente (fruto de nuestra disponibilidad) sino que experimentamos a Dios en ellos.  

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