San Eugendo, abad
fecha: 1 de enero
n.: c. 455 - †: c. 516 - país: Francia
otras formas del nombre: Augendo, Oyan, Oyand, Oyend
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: c. 455 - †: c. 516 - país: Francia
otras formas del nombre: Augendo, Oyan, Oyand, Oyend
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En los montes del Jura, en la Galia
Lugdunense, conmemoración de san Eugendo, abad de Condat, que desde su
adolescencia vivió en este monasterio, donde promovió la vida en común de los
monjes.
A la muerte de los santos hermanos Romano y Lupicino,
fundadores de la abadía de Condat, bajo cuya dirección había sido educado desde
los siete años, Eugendo fue nombrado coadjutor de Minausio, quien les había
sucedido en el cargo. Cuando Minausio fue depuesto, Eugendo pasó a ocupar el
puesto de abad del famoso monasterio. Su vida fue muy austera y estaba tan
apartado de las pasiones, que parecía incapaz de experimentar la ira. Eugendo,
que no reía nunca y sin embargo, llevaba la alegría reflejada en el rostro, era
muy versado en griego, en latín, en el conocimiento de la Sagrada Escritura, y
fue un gran promotor de los estudios en su monasterio; a pesar de ello, todos
los ruegos no consiguieron persuadirle a aceptar la ordenación sacerdotal.
La biografía de los primeros abades de
Condat consigna el hecho de que, habiéndose incendiado el monasterio que san
Romano había construido con troncos de árboles, Eugendo construyó un nuevo
monasterio de piedra, así como una elegante iglesia consagrada a los santos
Pedro, Pablo y Andrés. Eugendo vivía en constante oración, y su devoción no
hizo sino aumentar durante su última enfermedad. Habiendo convocado a aquel de
sus hermanos que él había nombrado para ungir a los enfermos, Eugendo le pidió,
según la costumbre de la época, que le ungiera el pecho, y entregó su alma a Dios
cinco días más larde, hacia el año 510, a los sesenta y uno de edad. De él tomó
el nombre de Saint-O-yend la famosa abadía de Condat, a 35 Km de Ginebra; dicho
nombre fue cambiado por el de Saint-Claude en el siglo XIII, en honor del
obispo de Besançon.
Ver la vida de san Eugendo escrita por uno
de sus contemporáneos y discípulos, cuya edición crítica fue realizada por
Krusch en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Merov., vol. III, pp.
154-166. En la introducción de esta edición crítica, así como en un estudio
sobre «La falsification des vies des saints bourgondes» (Mélanges Julien Havet,
pp. 39-56), Krusch opina que dicha biografía es una falsificación de fecha muy
posterior; pero Mons. L. Duchesne, en «Mélanges d´archéologie et d´histoire»
(1898), vol. XVIII, pp. 3-16, ha probado con éxito su autenticidad y su
veracidad.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 980 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_5
San Fulgencio de Ruspe, obispo y confesor
fecha: 1 de enero
n.: 467 - †: 532 - país: África Septentrional
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 467 - †: 532 - país: África Septentrional
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Ruspe, ciudad de Bizacena, san Fulgencio, obispo, quien, después
de haber sido procurador de ese lugar, abrazó la vida monástica y fue
constituido obispo. En la persecución desencadenada por los vándalos, sufrió
mucho a causa de los arrianos y, exiliado a Cerdeña por el rey Trasamundo, pudo
al fin regresar a Ruspe, donde dedicó el resto de su vida a alimentar a sus
fieles con palabras de gracia y de verdad.
refieren a este santo: San Aurelio de
Cartago
Fabio Claudio Gordiano Fulgencio descendía
de una noble familia senatorial de Cartago. Nació el año 468, treinta años
después de que los vándalos hubieran desmembrado a África del Imperio Romano.
Su madre, Mariana, que había quedado viuda desde joven, se ocupó de la
educación de Fulgencio y de su hermano. Bajo su dirección, Fulgencio aprendió
el griego siendo todavía niño, y llegó a hablarlo tan perfectamente como su
propia lengua. También se consagró al estudio del latín. Sin embargo, sabía
combinar los estudios con los negocios, ya que tomó por su cuenta la
administración de los bienes familiares para evitar a su madre ese trabajo.
Todos le respetaban por su prudencia, su conducta ejemplar, su carácter amable
y sobre todo por la gran deferencia con la que trataba a su madre. Fue elegido
procurador, es decir vicegobernador y receptor general de impuestos de
Byzacena. Pero la vida mundana le fatigó muy pronto y, justamente alarmado ante
sus peligros, Fulgencio se armó contra ellos con la lectura espiritual, la
oración, el ayuno riguroso y las frecuentes visitas a los monasterios. Todo
esto y la lectura de un sermón de san Agustín sobre el Salmo treinta y seis, en
el que el santo doctor habla del mundo y de la corta duración de la existencia
humana, hicieron brotar en él un ardiente deseo de abrazar la vida religiosa.
Hunerico, rey arriano, había expulsado de
sus diócesis a la mayoría de los obispos ortodoxos. Uno de ellos, llamado
Fausto, había fundado un monasterio en Byzacena. A él se dirigió el noble joven
en busca de consejo; pero Fausto, observando su débil constitución, le
desaconsejó la vida religiosa con palabras bastante duras: «Primero aprende a vivir
en el mundo sin entregarte a sus placeres. ¿Crees acaso que es tan fácil el
paso de una vida cómoda como la tuya, a una vida de severo ayuno y pobre
vestido como la nuestra? ¿Cómo podrías acostumbrarte a nuestras vigilias y
penitencias?» Fulgencio replicó modestamente: «Aquél que me ha llamado a
servirle me dará también el valor y la fuerza necesarios». Esta respuesta
humilde y decidida movió a Fausto a admitirle a prueba. El santo contaba
entonces veintidós años. La noticia de un suceso tan inesperado sorprendió y
edificó a todo el país. Pero Mariana, su madre, acudió prestamente a las
puertas del monasterio, gritando: «Fausto, devuélveme a mi hijo y a la ciudad
su gobernador. La iglesia protege a las viudas; ¿cómo te atreves, pues, a
robarme a mi hijo, siendo yo una viuda sin consuelo?» Todos los argumentos de
Fausto no bastaron para calmarla. Naturalmente, esto fue una prueba durísima
para Fulgencio, pero Fausto aprobó su vocación y le recomendó a los monjes.
Como la persecución se recrudeciera, Fausto tuvo que retirarse a otra ciudad;
nuestro santo se presentó, pues, a un monasterio vecino, cuyo abad le propuso
inmediatamente la dirección del convento. Tal proposición sorprendió a
Fulgencio, pero finalmente quedó convenido que ambos ejercerían conjuntamente
las funciones de superior. La armonía con la que los dos abades gobernaron el
monasterio durante seis años, fue admirable; jamás surgió dificultad alguna
entre ellos y cada uno trataba de acomodarse a la voluntad del otro. En tanto
que Félix se ocupaba de la dirección de los asuntos temporales, Fulgencio se
encargaba de la predicación y la instrucción.
El año 499, una violenta irrupción de las
tribus de Numidia obligó a los dos abades a buscar refugio en Sicca Veneria,
ciudad de la provincia proconsular de África. Allí un sacerdote arriano les
hizo arrestar y flagelar, porque predicaban la consustancialidad del Hijo de
Dios. Al ver que los verdugos se ocupaban primero de Fulgencio, Félix gritó:
«Dejad en paz a este pobre hermano mío, que es demasiado delicado para soportar
vuestras brutalidades, y ocupaos de mí que soy fuerte». Los verdugos, al oír
esto, se arrojaron sobre Félix, quien soportó la tortura con extraordinario
valor. Cuando llegó su turno, Fulgencio sufrió con paciencia la flagelación; pero,
sintiendo que la pena se hacía insoportable, para ganar un momento de respiro
indicó al juez que tenía una declaración que hacer. El juez dio a los verdugos
la orden de interrumpir la tortura, y Fulgencio empezó a narrar sus viajes de
un modo fascinante. El cruel y fanático juez, que esperaba una abdicación de la
fe y no un relato de viajes, ordenó que recomenzara la tortura. Finalmente los
dos confesores de la fe fueron puestos en libertad, con los vestidos
desgarrados, el cuerpo destrozado y la cabeza rapada, de suerte que los mismos
arrianos se avergonzaron de tal crueldad y su obispo prometió castigar al
sacerdote que les había entregado a la tortura, a condición de que Fulgencio se
encargara de actuar como acusador en el juicio. Fulgencio respondió que el
cristiano no tiene derecho a tratar de vengarse y que hay una bienaventuranza
relativa al perdón de las injurias.
Fulgencio se embarcó con rumbo a
Alejandría, a donde le llevaba el deseo de visitar a los ascetas del desierto
de Egipto, famosos por la santidad y aspereza de sus vidas; pero en Sicilia,
Eulalio, abad de Siracusa, disuadió a Fulgencio de continuar su viaje,
asegurándole que «una odiosa disensión había apartado a Egipto de la comunión
de Pedro», es decir, que los herejes pululaban en Egipto y que vivir allí era
enfrentar la alternativa de unirse en comunión con ellos o privarse de los
sacramentos. Renunciando, pues, a su proyecto de visitar Alejandría, Fulgencio
se embarcó para Roma, a donde quería ir a orar en la tumba de los apóstoles. Un
día vio a Teodorico, rey de Italia, sentado en el trono y rodeado del senado y
la corte. «¡Ah -exclamó Fulgencio- cuan bella debe ser la Jerusalén celestial,
si la Roma terrenal es tan hermosa, y qué gloria debe Dios dar a sus santos en
el cielo, si viste con tal esplendor a los amadores de la vanidad!» Este
acontecimiento tuvo lugar en la segunda mitad del año 500, en el momento de la
primera entrada del rey en Roma. Fulgencio volvió a su patria poco después y
construyó un espacioso monasterio en Byzacena, pero él mismo se retiró a una
celda en las proximidades del mar. Fausto, su obispo, le obligó a reasumir el
gobierno del monasterio. Al mismo tiempo, muchas ciudades le deseaban como
obispo, porque había múltiples sedes vacantes a consecuencia del edicto por el
que el rey Tarasimundo había prohibido la consagración de obispos ortodoxos.
Una de dichas sedes vacantes era la de Ruspe, la actual población de Kudiat
Rosfa en Túnez. Fulgencio fue arrancado de su retiro y consagrado obispo en el
508.
Su nueva dignidad no modificó su estilo de
vida. Jamás revistió el orarium -especie de estola que usaban entonces los
obispos-, ni dejó su áspera túnica, que le cubría lo mismo en invierno que en
verano. Algunas veces iba descalzo; nunca se desnudaba para dormir, y jamás
faltó al oficio de medianoche. Sólo cuando estaba enfermo, aceptaba un poco de
vino en el agua que bebía y nunca pudieron persuadirle a comer un poco de
carne. Su modestia, bondad y humildad le ganaban el afecto de todos, aun del
ambicioso diácono Félix, que se había opuesto a su elección y a quien el santo
trató con cordial caridad. Su amor a la soledad le movió a construir un
monasterio en las proximidades de su casa, en Ruspe; pero antes de que pudiera
terminarlo, el rey Trasimundo le desterró a Cerdeña, junto con otros sesenta
obispos ortodoxos. Aunque era el más joven de los desterrados, Fulgencio
hablaba y escribía por ellos en todas las ocasiones difíciles. El caritativo
papa san Símaco enviaba cada año dinero y vestidos a estos campeones de la fe.
Se conserva todavía una carta de san Símaco en la que les consuela y
reconforta. Por la misma época, les envió también unas reliquias de los santos
Nazario y Romano, «para que el ejemplo y protección de estos generosos soldados
de Cristo animen a los confesores a pelear valientemente las batallas del
Señor».
Con otros compañeros, san Fulgencio
transformó en Cagliari una casa en monasterio. El sitio se convirtió
inmediatamente en un refugio para todos los afligidos y necesitados de consejo.
En dicho retiro, el santo compuso numerosos tratados para la instrucción de los
fieles de África. Al enterarse el rey Trasimundo de que Fulgencio era el
principal apoyo y abogado de la comunidad, le mandó llamar y le expuso sus
objeciones contra la fe; el santo respondió a ellas, según parece, en su libro
titulado «Respuesta a Diez Objeciones». El rey admiró su humildad y su ciencia,
y la causa de la fe salió triunfante gracias a las respuestas de Fulgencio.
Para evitar que el éxito se repitiera, el rey le exigió que no divulgara las
respuestas a sus nuevas objeciones, pero Fulgencio se negó a responder, si no
se le autorizaba a conservar una copia. Escribió, pues, al rey una amplia y
modesta refutación del arrianismo, que ha llegado hasta nosotros con el título
de «Tres Libros al Rey Trasimundo». La obra resultó del gusto del rey, quien
dio a Fulgencio permiso de residir en Cartago; pero las repetidas quejas de los
obispos arrianos sobre el éxito de la predicación de Fulgencio, lograron
finalmente que fuera desterrado de nuevo a Cerdeña en el 520. Como un cristiano
llorara al ver que Fulgencio se embarcaba, éste le dijo: «No llores, pues muy
pronto estaré de vuelta y gozando de plena libertad; entonces verás con tus
propios ojos el reflorecimiento de la fe en el reino. Pero no divulgues este
secreto». Los acontecimientos confirmaron la verdad de esta predicción. La
humildad de Fulgencio le hacía guardar en secreto los milagros que obraba, y a
él se atribuyen las siguientes palabras: «Un hombre puede poseer el don de
hacer milagros y sin embargo perder su alma. Los milagros no garantizan la
salvación. Cierto que atraen la estima y el aplauso; pero, ¿de qué sirve ser
estimado y aplaudido en este mundo y ser condenado al infierno en el otro?» De
vuelta a Cagliari, Fulgencio erigió otro monasterio en las cercanías de la
ciudad, y socorrió solícitamente a los monjes, especialmente durante sus
enfermedades; pero no podía sufrir que los monjes pidieran nada, pues, según
decía él: «Hemos de recibirlo todo de la mano de Dios, con conformidad y
gratitud».
Trasimundo murió en el 523, después de
haber nombrado a Hilderico como sucesor. Los cristianos ortodoxos de África
hicieron volver del destierro a sus pastores. La nave que les llevó a Cartago
fue recibida con grandes demostraciones de gozo, que llegaron al paroxismo
cuando Fulgencio apareció sobre la cubierta. Los confesores se dirigieron a la
iglesia de San Agileo para dar gracias a Dios. Como se desatara una súbita
tempestad, el pueblo, para mostrar su singular veneración por Fulgencio,
improvisó rápidamente, con sus propias vestiduras, una especie de toldo para
protegerle de la lluvia. El santo se apresuró a ir a Ruspe, donde empezó desde
luego a corregir los abusos que se habían instalado durante los setenta años de
persecución; pero realizó con tanto tacto esta reforma, que acabó por ganarse
aun a los más obstinados. San Fulgencio poseía un extraordinario don oratorio;
Bonifacio, obispo de Cartago, no podía oírle hablar sin que las lágrimas se le
vinieran a los ojos y su corazón se sintiera lleno de gratitud hacia Dios, por
haber dado a su Iglesia un pastor tan excelente.
Más o menos un año antes de su muerte,
Fulgencio se retiró a un monasterio de la pequeña isla de Circinia a fin de
prepararse para el paso a la eternidad. Sin embargo, las ardientes súplicas de
su grey le obligaron a volver a Ruspe poco antes del fin. Soportó con admirable
paciencia los sufrimientos de su última enfermedad; sus labios repetían
constantemente esta oración: «Señor, dame paciencia ahora y después
misericordia y perdón». Como los médicos le aconsejaran una cura de baños,
Fulgencio respondió: «¿Acaso una cura de baños puede evitar la muerte cuando la
vida ha llegado a su término?» Fulgencio convocó a su clero y a los monjes, que
lloraban a porfía y les pidió perdón por cualquier ofensa que pudiera haberles
hecho; igualmente les consoló, les dio sus últimos consejos y expiró
apaciblemente a los sesenta y seis años de edad, el primero de enero, fecha en
que aparece su conmemoración en la mayoría de los calendarios. Algunas iglesias
celebran su fiesta el 16 de mayo, que corresponde probablemente a la fecha en
que sus reliquias fueron trasladadas, en el 714 aproximadamente, a Bourges de
Francia, donde fueron destruidas durante la Revolución. Era tal la veneración
que el pueblo le profesaba, que fue enterrado en la iglesia, contrariamente a
la ley y a las costumbres de la época, como lo hace notar su biógrafo. San
Fulgencio había escogido por modelo a San Agustín; como verdadero discípulo
suyo, siguió fielmente su conducta, reprodujo su espíritu y expuso su doctrina.
Existe una verídica biografía de nuestro
santo, escrita por uno de sus contemporáneos que, según opinan muchos, era
también su discípulo: Fulgencio Ferrando. Se la encuentra en el Acta Sanctorum,
1 de enero, así como en otras publicaciones. Ver la importante obra de G. G.
Lapeyre, St. Fulgence de Ruspe (1929), que incluye la «Vita» en volumen aparte.
La Patrología de Quasten-Di Berardino, BAC, 2000, tomo IV, pág. 28ss, dedica un
artículo a su vida y doctrina.
Cuadro: Paisaje con san Fulgencio, de Jan
Brueghel el viejo, 1595
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 1377 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_6
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