Beata María Rafols Bruna | |
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Esta «heroína de la caridad», nació en Vilafranca del Penedès, Girona, España, el 5 de noviembre de 1781. Sus padres eran sencillos pagesos, campesinos que no tenían muchos recursos. Pero al fallecer su padre cuando ella tenía 9 años, su madre contrajo nuevas nupcias. Con una situación económica más holgada pudieron costear sus estudios en la Enseñanza, un prestigioso colegio de Barcelona; tuvieron en cuenta sus excelentes cualidades porque era inteligente, trabajadora y responsable. Entonces se implicó como voluntaria en el hospital de la Santa Creu, dirigido por las Hermanas Hospitalarias de San Juan de Dios. Su capellán, el P. Juan Bonal Cortada y ella se conocieron a raíz de una epidemia de peste. María supo de primera mano cómo se desvivía él por los afectados, especialmente los pobres. El virtuoso sacerdote precisaba personas expertas en el cuidado de los enfermos para el hospital Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, y seleccionó un grupo compuesto por doce hombres y doce mujeres, entre los que se hallaba María. Tenía 23 años, pero una madurez y cualidades tales que fue designada responsable de todos y luego superiora de la Congregación de Hermanas de la Caridad de Santa Ana, nacida en el mencionado hospital zaragozano ese mismo año de 1804 en el que se produjo su traslado a la ciudad.
Al llegar a Zaragoza tras un recorrido efectuado en carro y plagado de incomodidades, ella se hincó de rodillas ante la Virgen del Pilar pidiendo su amparo; eso da idea del espíritu que le guiaba. Pronto constató que los medios disponibles en el hospital de Gracia dejaban mucho que desear en todos los aspectos. Además, los trabajadores del centro acogieron de mal grado a los recién llegados y les dispensaron un trato hostil. Desde el principio se percató de la serie de circunstancias que había que solventar. El descontento del personal por su mala retribución, las carencias y la descuidada atención a los enfermos requerían actuar con premura y delicadeza. Pero las presiones hicieron que pasado un tiempo los varones abandonaran el hospital. En cambio las mujeres, con María al frente, prosiguieron su incansable labor. La beata pasó por alto los infundados reparos de la Junta del hospital, la Sitiada, que consideraban que actuaba al margen de su dictamen, y poco más tarde logró la conciliación con su sabiduría, prudencia y caridad. Pero siempre tuvo como péndulo sobre su cabeza la oposición de la Junta que le hizo sufrir y probó su virtud. Sus acciones no caían en saco roto y el obispo de Huesca le propuso crear en la ciudad un centro hospitalario similar al zaragozano. Por lo demás, fue una pionera para la época; abrió brechas para la mujer insospechadas anteriormente especializándose en flebotomía, práctica quirúrgica de la sangría de uso habitual en la medicina de entonces, que validó con el examen oportuno.
Pocos años después de llegar a Zaragoza se desencadenó la guerra, y cuando las tropas napoleónicas sitiaron Zaragoza en 1808, el hospital quedó derruido por las bombas. En esos instantes ella fue una heroica abanderada que expuso su vida auxiliando a los heridos, enfermos y dementes a los que buscaba por las calles, sin excluir a los integrantes del bando enemigo. En medio del fragor de la batalla salió a mendigar pidiendo dinero y comida para los miles de acogidos que había en el hospital. Ante la precariedad, con frecuencia se privaba de su propio sustento. En un intervalo de cuatro meses tuvo que trasladar a los enfermos en tres ocasiones, hasta que se instaló el hospital de convalecientes. En el transcurso de la encarnizada lucha sin cuartel dio nuevas pruebas de una fe admirable demandando ayuda para los enfermos, aunque para ello tuvo que cruzar las filas enemigas acompañada de un par de religiosas. Las mujeres avanzaron por el campo de combate en medio del hostigamiento de los soldados que proferían insultos contra ellas, pero lograron que el general francés Lannes las escuchara, las protegiera, y abriera las puertas de par en par. María le había dejado desarmado con su trato delicado y respetuoso, y el militar se conmovió con ese gesto inaudito. No solo obtuvo los recursos esenciales para la atención de los enfermos, sino que contribuyó a que se salvaran muchas vidas, se concedieran indultos y otras gracias. Esta imagen, de gran fuerza plástica, continúa siendo impactante porque hay que tener en cuenta el momento histórico, la situación y el lugar en el que se produjo tal acto de valentía.
Al terminar la guerra, la nueva Junta rectora del hospital no tuvo en cuenta estos antecedentes heroicos, sino que oprimió a las religiosas. Apartaron al P. Bonal, y el prelado Mons. Suárez de Santander, afín a los franceses, puso a María en la tesitura de dimitir trasladándose a Orcajo, Daroca. La Sitiada demandó la presencia de las hermanas en Zaragoza en 1813 para que se hicieran cargo de la casa de beneficencia. Finalmente en 1824 al ser aprobadas las Constituciones por la diócesis, una vez se solventaron los equívocos que llevaron a su recusación, se restituyó a la beata como superiora. Durante once años se ocupó de los huérfanos y abandonados que se hallaban en la Inclusa que dependía del hospital. Pero en 1834 fue imputada por alta traición. Creyendo que conspiraba contra la reina implicada con los carlistas fue recluida dos meses en una cárcel donde confinaban a personas acusadas por la Inquisición. Después, y pese comprobarse que era un malévolo infundio, fue desterrada al exilio. Ya enferma pidió ser trasladada a la casa de Huesca y allí aún vivió seis años de entrega, en silencio –nadie le oyó proferir ninguna queja–, y confianza en Dios. Con el cambio de gobierno regresó al hospital de Gracia y se ocupó de los niños de la Inclusa. Murió el 30 de agosto de 1853. Juan Pablo II la beatificó el 16 de octubre de 1994. En 1908 tanto el P. Bonal, con causa de beatificación abierta, como ella fueron proclamados «Héroes de los Sitios de Zaragoza».
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Santa Rosa (Arg-Mex)
En Argentina y México, oficio ferial; en ambos países la fiesta de Santa Rosa de Lima, virgen, Patrona de América Latina, se celebra el 30 Agosto.
(*ver nota aclaración )
Santa Rosa de Lima, virgen
Santa Rosa, virgen, que, insigne desde muy niña por su austera sobriedad de vida, en Lima, en el Perú, vistió el hábito de las Hermanas de la Tercera Orden de Santo Domingo. Entregada a la penitencia y a la oración, y ardiente de celo por la salvación de los pecadores y de la población indígena, aspiraba a dar la vida por ellos, sometiéndose de buena gana a toda clase de sufrimientos para ganarlos para Cristo. Su muerte tuvo lugar el día veinticuatro de agosto. (1617)
patronazgo: patrona de América del Sur, de Perú, Filipinas, y Lima, de los jardineros y floristas; auxilio en las disputas familiares; para pedir un buen parto, protectora contra las lesiones y el sarpullido.
tradiciones, refranes, devociones: El día 30 de agosto (antigua fiesta litúrgica, que aun se celebra en Perú) se asocia con una tormenta a la que se llama precisamente «tormenta de santa Rosa».
Refrán: San Marcos llena los charcos, Santa Rosa los rebosa y Santa Lucía los vacía.
Refrán: San Marcos llena los charcos, Santa Rosa los rebosa y Santa Lucía los vacía.
Santa Rosa de Lima, Año 1617 .
El Papa Inocencio IX dijo de esta santa un elogio admirable: "Probablemente no ha habido en América un misionero que con sus predicaciones haya logrado más conversiones que las que Rosa de Lima obtuvo con su oración y sus mortificaciones". Lo cual es mucho decir.
Nacida en Lima, Perú, en 1586 (año de la aparición de la Virgen en Chiquinquirá, [ 9 julio] ) fue la primera mujer americana declarada santa por la Iglesia Católica. En el bautizo le pusieron el nombre de Isabel, pero luego la mamá al ver que al paso de los años su rostro se volvía sonrosado y hermoso como una rosa, empezó a llamarla con el nombre de Rosa.
Y el Sr. Arzobispo al darle la confirmación le puso definitivamente ese nombre, con el cual es conocida ahora en todo el mundo. Desde pequeñita Rosa tuvo una gran inclinación a la oración y a la meditación. Un día rezando ante una imagen de la Virgen María le pareció que el niño Jesús le decía: "Rosa conságrame a mí todo tu amor".
Y en adelante se propuso no vivir sino para amar a Jesucristo. Y al ir a su hermano decir que si muchos hombres se enamoraban perdidamente era por la atracción de una larga cabellera ó de una piel muy hermosa, se cortó el cabello y se propuso llevar el rostro cubierto con un velo, para no ser motivo de tentaciones para nadie. Quería dedicarse únicamente a amar a Jesucristo.
Se propuso irse de monja Agustina. Pero el día en que fue a arrodillarse ante la imagen de la Virgen Santísima para pedirle que le iluminara si debía irse de monja ó no, sintió que no podía levantarse del suelo donde estaba arrodillada. Llamó a su hermano a que le ayudara a levantarse pero él tampoco fue capaz de moverla de allí. Entonces se dio cuenta de que la voluntad de Dios era otra y le dijo a Nuestra Señora: "Oh Madre Celestial, si Dios no quiere que yo me vaya a un convento, desiste desde ahora de su idea".
Tan pronto pronunció estas palabras quedó totalmente sin parálisis y se pudo levantar del suelo fácilmente. Entonces vino a saber que la más famosa terciaria dominica es Santa Catalina de Siena (29 de abril) y se propuso estudiar su vida e imitarla en todo. Y lo logró de manera admirable. Se fabricó una túnica blanca y el manto negro y el velo también negro para la cabeza, y así empezó a asistir a las reuniones religiosas del templo. Su padre fracasó en el negocio de una mina y la familia quedó en gran pobreza.
Entonces Rosa se dedicó durante varias horas de cada día a cultivar un huerto en el solar de la casa y durante varias horas de la noche a hacer costuras, para ayudar a los gastos del hogar. Es difícil encontrar en América otro caso de mujer que haya hecho mayores penitencias. No las vamos a describir todas aquí porque muchas de ellas no son para imitar. Pero sí tenemos que decir que lo primero que se propuso mortificar fue su orgullo, su amor propio, su deseo de aparecer y de ser admirada y conocida. Y en ella, como en todas las cenicientas del mundo se ha cumplido lo que dijo Jesús: "quien se humilla será enaltecido". Una segunda penitencia de Rosa de lima fue la de los alimentos.
Su ayuno era casi continuo. Y su abstinencia de carnes era perpetua. Comía lo mínimo necesario para no desfallecer de debilidad. Aún los días de mayores calores, no tomaba bebidas refrescantes de ninguna clase, y aunque a veces la sed la atormentaba, le bastaba mirar el crucifijo y recordar la sed de Jesús en la cruz, para tener valor y seguir aguantando su sed, por amor a Dios. Dormía sobre duras tablas, con un palo por almohada. Alguna vez que le empezaron a llegar deseos de cambiar sus tablas por un colchón y una almohada, miró al crucifijo y le pareció que Jesús le decía: "Mi cruz, era mucho más cruel que todo esto". Y desde ese día nunca más volvió a pensar en buscar un lecho más cómodo.
Los últimos años vivía continuamente en un ambiente de oración mística, con la mente casi ya más en el cielo que en la tierra. Su oración y sus sacrificios y penitencias conseguían numerosas conversiones de pecadores, y aumento de fervor en muchos religiosos y sacerdotes. En la ciudad de Lima había ya una convicción general de que esta muchacha era una verdadera santa. Desde 1614 ya cada año al llegar la fiesta de San Bartolomé, el 24 de agosto, demuestra su gran alegría. Y explica el porqué de este comportamiento: "Es que en una fiesta de San Bartolomé iré para siempre a estar cerca de mi redentor Jesucristo". Y así sucedió. El 24 de agosto del año 1617, después de terrible y dolorosa agonía, expiró con la alegría de irse a estar para siempre junto al amadísimo Salvador. Tenía 31 años.
Los milagros empezaron a sucederse en favor de los que invocaban la intercesión de Rosa, y el sumo pontífice la declaró santa y la proclamó Patrona de América Latina.-
Rosa de Lima: la más bella rosa que ha producido nuestro continente: no dejes un solo día de rezar a tu gran amigo Jesucristo, por este continente americano tan supremamente necesitado de las bendiciones de Dios.
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* NOTA: En el caso de santa Rosa de Lima, su vida ocurrió en el cruce de caminos de las tradiciones populares y la fijación normativa de las cuestiones relativas al culto. Así, a pesar de que murió un 23 de agosto, se la comenzó a celebrar el día 30 de agosto, ya desde el principio, posiblemente porque en ese día se haya trasladado alguna reliquia, o por algún otro acontecimiento semejante. Con esa fecha quedó inscripta en el breviario romano, pero cuando se relaizó su proceso canónico, se le asignó la fecha del 26 de agosto (no 23). Un siglo más tarde del proceso, cuando los Bolandistas publican, en 1745, sus "Acta Sanctorum", erudito monumento al saber hagiográfico, ya nadie recuerda exactamente por qué se la celebra el 30 de agosto, así que dicen respectod e esta fecha: "en este día [es decir, el 30 de agosto] la recoge el breviario romano, pero nosotros seguimos la fecha del Calendario Romano [es decir, en ese momento, el 26]" (Acta Sanctorum, agosto, t. VI, pág 543).
Ya más tarde, la fecha del 26 de agosto, que ni era popular ni era la de su muerte, desapareció como fecha de celebración, y la inscripción en el calendario osciló entre el 23 y el 30 de agosto. El 23 por ser la propia, y el 30 por ser la arraiganda popularmente.
En la actualidad, con la reforma dle calendario litúrgico, se tomó la determinación de colocar su fecha litúrgica donde correspondería, es decir, el 23 de agosto, excepto en aquellos territorios donde el 30 de agosto sea tan tradicional, que no tenga sentido moverla, como ocurre en Perú y en muchas diócesis del continente americano.
San Fiacrio de Breuil | |
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San Fiacrio, eremita
En Breuil, también en la región de Meaux, san Fiacrio, eremita, que, oriundo de Irlanda, llevó una vida solitaria.
Una anotación no anterior al siglo X en el Martirologio Jeronimiano, el día 30 de agosto reporta: «In pago Meldensi natalis sancti Fiacrii, episcopi et confessoris» («en Meaux, nacimiento -en el cielo- de san Fiacro, obispo y confesor»). Es la única fuente que afirma el carácter episcopal de este asceta del siglo VII de origen irlandés. Por otra parte, los antiguos martirologios irlandeses ignoran completamente a Fiacro; el Martirologio de Gorman, en torno al 1170, es el primero en recordarlo.
No es extraño que se ignore casi todo sobre su vida. La vida de Farón, obispo de Meaux, muerto en 670, cuenta que éste dio a un santo hombre de nombre Fefrus (que sería nuestro santo) una propiedad situada a tres millas de Meux, en Breuil, para que crease un monasterio, el cual, desarrollándose, llegó a ser el centro de una ciudad que tomó el nombre de S. Fiacre-en-Brie. Las reliquias de Fiacrio, que habían permanecido en la capilla del monasterio, fueron trasladadas en 1568 a la catedral de Meaux, donde se conservan hasta hoy.
El culto del santo, al principio limitado a S. Fiacre-en-Brie -frecuentada luego por peregrinos-, se extendió por Francia (Bourges, Paris, Bretagna, Le Puy-en-Velay), así como en Bélgica, Luxemburgo y la Renania. Era invocado por los peregrinos para la curación de hemorroides, llamadas «fic saint Fiacre» (seguramente por un simple juego de palabras). Como en la Vida de San Farone se decía que el obispo había prometido donar al santo para la fundación de su monasterio tanto terreno cuanto pudiera circunscribir con un foso en una jornada de trabajo, Fiacro era venerado como patrono de los hortelanos.
Artículo de Joseph-Marie Sauget en Enciclopedia dei Santi e beati.
fuente: Santi e Beati
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Beato Mayorga | |
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Bien ganado tenía la madre Teresa de Jesús este conventual sosiego con que se regala en Avila después de las andaduras y desventuras de aquel año 1570.
La fundación de Pastrana le puso el corazón en aprietos de sangre ante el dramático destino de sus pobres monjas, entregadas al turbio albedrío de la princesa de Éboli. Con su único ojo bello, inquietante y sutil, quiso doña Ana Mendoza de la Cerda envolver sus extravíos en el lirio celeste de la blanca capa del Carmelo. Y como todo eran embelecos de fantasía y antojos de viuda, aún verde, muy pronto colgó penitencias, silencios y hábito. Pero ni aun así placían la devoción y el recogimiento en aquel Carmen, acosado, desde fuera, por las impertinencias priorales de la Éboli. Total, que la Santa procuró "por cuantas vías pudo, suplicando a Perlados, que quitaran de allí el Monasterio", como se hizo. Y Teresa de Jesús, baldada de carretas y de muleros, dio con su amargura en la Encarnación de Avila, peregrinando penosamente los caminos de Madrid, Toledo y Escalona.
Se entiende muy bien toda su vida, a la luz de aquel ardoroso anhelo de San Pablo: "suplir, con el sacrificio de su carne, lo que resta a la Pasión de Jesucristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia". Y a tan altos arrobos le sube su corazón enamorado —su "muero porque no muero"— que muchas veces refresca los ardores de su angustia con la memoria de aquel ansia adolescente de martirio que le empujaba a irse para cristianizar las tierras de moros. ¡El martirio!
Y ahora, en el silencio de su clausura apacible, cuando el verano implacable de Castilla pone los cielos transparentes, como el purísimo cristal donde se mira la gloria de Dios. 15 de julio de 1570. Teresa canta los finos latines del salterio de Vísperas, en honra de su Madre del Carmen, que es también la Virgen Capitana del mar. Y es su oración tan honda y tan quieta, que luego se sale, sí, extática y luminosa, a la contemplación de los divinos secretos inefables. Jesucristo le va a compensar sus fracasos de Pastrana. Y, de pronto, le muestra una falange de jesuitas, con sus estolas de sangre y sus palmas de martirio, que suben glorificados a la eterna beatitud del cielo. Queda la Santa absorta, enajenada de gozo, embebida en la luz del cortejo, que viene desde la mar océana, desconocida y distante; y aun le parece que la espuma de las olas pone un escabel de pleitesía a los bienaventurados; que canta con ellos un tedéum de oro y de cristal, hasta que se pierden en la gloria de Dios.
Cuando torna en sí confiere a su confesor y consejero, padre Baltasar Alvarez, el regalo de aquella visión misteriosa que tan altas consolaciones le diera: porque la sangre de los mártires —lo sabe ella muy bien— ha sembrado en el mundo el buen trigo de Dios para colmar los graneros de la Iglesia. Pero ni fraile ni monja atinan a esclarecer el mensaje de la visión. Pasaría aún mucho tiempo hasta que Lisboa y Madrid conocieran la aventura de un navío que, por las mismas rutas del Descubrimiento, dio testimonio de los destinos misionales de España, para vergüenza de muchos colonialismos que vendrían después. Y esta historia admirable os la voy a referir muy puntualmente, para la mayor gloria de Jesucristo.
Todo el negocio anda entre santos. La primavera de 1569, recibe San Francisco de Borja, en su curia generalicia romana, al padre Ignacio de Acevedo, jesuita portugués, insigne por su piedad y sabiduría. Retorna, desde el Brasil, a traer informes sobre la encomienda de visitador que el tercer general de la Compañía le diera en 1566. Sus noticias son francamente alentadoras.
Durante los tres primeros meses de su residencia en la capital —Bahía de Todos Santos— se había detenido el padre para reavivar el verdadero espíritu de Loyola entre sus hermanos jesuitas de la primitiva fundación, hecha diecisiete años antes. "En aquel tiempo —leemos en una crónica antigua— la provincia misionera del Brasil recibió, con Acebedo, el alma de la Compañía, ya que hasta entonces había regido según criterio de los distintos superiores, diferentes en talentos y espíritu, y con diverso influjo sobre los súbditos." Como es natural, le costó muchas penas y trabajo esta reforma interior, hasta configurarles con la imagen de San Ignacio, que él guardaba fielmente en la norma de su corazón y de su vida. Y lo hizo, según las viejas memorias, "con suma prudencia, celo ancho y encendida caridad", virtudes poco comunes a su edad joven.
Tenía asegurada la base inconmovible de aquellas difíciles misiones: los obreros de la mies. Pero la mies era mucha: una selva virgen que escondía terribles misterios de sangre. Los fundadores se habían establecido cautamente, a los principios, por todas las orillas del mar, en la desembocadura de los grandes ríos, donde la presencia de los soldados portugueses les guardaba de morir entre las bocas hambrientas y salvajes de los antropófagos. Algunos, sin embargo, cristianizaban la selva. Y a todos visitó Acevedo, superando las penalidades de tantos caminos arriesgados. Fundó escuelas de enseñanza, y aquellas magníficas "reducciones", como primera conquista del orden social, para alivio de pobrezas y estímulo del trabajo. Con licencias del rey don Sebastián erigió en Río de Janeiro el Colegio Real, de altos estudios, verdadero martillo de la herejía calvinista, que contaba allí con innumerables prosélitos.
Y ahora, en esta dulce primavera romana de 1569, entrega a Francisco de Borja el brillante informe de su visita al Brasil. Hay una petición justa, celosa, instante. Que se le autorice una leva de misioneros portugueses y españoles, como urgente estrategia para la conquista cristiana de las tierras recién descubiertas. Accede Borja, porque la Compañía sólo busca la mayor gloria de Dios. Y, para que esta recluta de soldados de la Iglesia cuente con las máximas bendiciones del cielo, le presenta al papa San Pío V, que emocionadamente acoge aquella empresa de la catolicidad española. Hay un detalle misterioso. El Pontífice concede a Acevedo la licencia singularísima de sacar dos copias de aquellaMadona de San Lucas venerada en Santa María la Mayor, para que les acompañe. Y mediante estas imágenes, la Señora, que es Reina de los apóstoles, va a jugar en la aventura marina del martirio el papel protagonista de "Columna de toda fortaleza".
Al retorno de Roma encontramos a Acevedo en Zaragoza, en plenas faenas de completar su expedición de sesenta y nueve voluntarios jesuitas. No viene perdido, sino atado a la fama de virtudes y enorme temple de un coadjutor humilde, que le llegó hasta la Ciudad Eterna. Se trata de Juan de Mayorga, el navarro. Y diciendo "navarro" ya se comprende la reciedumbre de un carácter, decidido a las más duras conquistas y batallas por la defensa de la fe. Mucho tiempo estuvo abierta una disputa histórica sobre su origen incierto. Pero las recientes investigaciones del insigne padre Pérez Goyena han devuelto a Mayorga su bautismo de navarro verdadero. La controversia tenía sus razones. Porque precisamente en el mismo año en el que nace —1530—, en San Juan de Pie de Puerto, nuestro césar Carlos abandona el regimiento de aquella Sexta Merindad, atribuida siempre a la Corona de Navarra. Bastante lógico que los historiadores franceses, con muy débiles argumentos, le hicieran francés. Pero ahora son abrumadoras sus credenciales de legitimidad navarra y española.
Sabemos de él que tenía "un subjeto sano y robusto", común entre la raza vasca; que era pintor, y que fue admitido en la Compañía, a la edad de treinta y cinco años, el 22 de julio de 1566. Sería un artista modesto, piadoso desde siempre en su oficio, pues ignoramos los calibres de su maestría, aunque es fama que sus pinturas obraron prodigios, y fueron muy solicitadas, después de su martirio.
No estaba Mayorga huérfano de paisanaje en aquella fulgurante leva del padre Acevedo por España y Portugal. En el colegio de Plasencia se alistó entre los misioneros otro navarro —Esteban de Zudaire—, puro en sus diecinueve años, como un lirio de sus ricas montañas de la Améscoa. Entonces precisamente salía de unos fervorosos ejercicios espirituales, en los que le fue revelada su vocación al martirio. Era sastre de artesanía. Pero, en aquella empresa de cristianizar a los infieles, un artista podía traerlos a la fe y religión de Cristo con la hermosura y la gracia de sus colores, y el buen sastre cubrir castamente los pecados de la carne pagana y desnuda.
Para marzo de 1570 ya tenía Acevedo asentada en Lisboa la expedición de sesenta y nueve jesuitas, en espera de hacerse a la mar. Como tanto le urgía su arribo inmediato al Brasil, contrata pasaje con el capitán de la carabelaSantiago, bajo la promesa de aparejar, en tres semanas, todo lo necesario para tan larga y peligrosa travesía. Los futuros compañeros de viaje eran mercaderes —corazones avaros, sin religión ni justicia—: y se convino en acomodar media nave, a forma de clausura, para que los religiosos, allí, pudieran libremente cumplir sus rezos y su regla. Todo perfecto, admirable. Pero luego saltaron penosas trifulcas con el capitán, dilaciones y dilaciones, a lo largo de cinco meses.
El 5 de junio la Santiago se hacía a las aguas, desde Lisboa, agregada a una flota de ocho carabelas bien armadas, para conducir al mismo destino al nuevo gobernador, don Luis de Vasconcellos. Los misioneros fueron distribuidos de esta suerte: veinte en la nao capitana; tres como ángeles custodios de una turba de niños, huérfanos por la peste de Lisboa, que iban a posesiones de ultramar: siete como capellanes del resto de la flota y treinta y nueve, con el padre Acevedo, en la Santiago. Pero sobre este único y grande camino del mar Dios traza otro misterio de caminos, que se enfilan hacía su gloria. ¿Quién pensara entonces, cuando la primavera madura ponía en la cornisa de las playas lisboetas un triunfo de gaviotas, de rosas de sal y de canciones, que allí arriba, entre las brumas de La Rochelle, un hombre perjuro de su fe católica, cínico y pirata, reunía sus carabelas para cazar a los cristianos? Sólo Dios.
Santiago Soria se tituló "general de los mares" de aquella doña Juana de Navarra, reina sin reino, oprobio de mujeres y calvinista. Era rico, por sus asaltos afortunados a naves venecianas y portuguesas. Pero ahora no le atraían las joyas ni los doblones de oro, sino aquel placer de la venganza. A todo viento de sus velas impacientes planta su flota, como un diabólico atlante, en la misma ruta del gobernador Vasconcellos, y le veja con sus mensajes altaneros y desvergonzados. Es buen estratega, astuto y valiente.
El 13 de junio la expedición cristiana pone sus proas a la isla de Madera, donde se toman un descanso. Los naturales del país avisan a Vasconcellos que el corsario Soria navega por las alturas de la Gran Canaria, y entonces decide detenerse hasta que pasen los peligros de un asalto pirata. Para Acevedo el problema es duro, pavorosa la prueba. Los mercaderes de la Santiagourgen proseguir, porque la suerte de la propia vida pesa menos que los doblones de oro que han de amontonar con el tráfico de sus mercaderías. El bendito padre Ignacio se recoge a ayunos y a oración: celebra ante sus compañeros una misa del Santo Espíritu, declarándoles, en una encendida arenga, los términos reales del peligro que corren si se hacen a la mar de nuevo. Aceptan todos, menos cuatro, que se reemplazan con otros cuatro valientes. Y el 9 de julio boga la Santiago, con buen temple de vientos, hasta la vista de La Palma. Pero entonces, a la luz borrosa del alba, un marinero grita desazonadamente: "¡Naos a la vista!" Es Soria, fanfarrón de sus cuatro carabelas, veloces y fuertes de artillería, que levanta su bandera intimando la rendición de la Santiago. ¡Pero qué española la respuesta! Una seca descarga de morteros y arcabuces, que pone un escalofrío de odio y de rabia en la carne morena del corsario. Después, una rápida maniobra de envoltura al navío cristiano... ¡y al abordaje!, mientras él increpa desde el puente de la nao capitana:
"Perros sarnosos, que abrís por el Brasil juicios de inquisición y de tortura para mis amigos luteranos, ¡A morir sin piedad, sin óleos, como los perros!
Hay un confuso griterío de blasfemias, cruzarse de picas y de espadas, jadeos de sudor, oraciones, crujidos de huesos rotos, entrañas al desnudo, tufo de sangre caliente... ¡Horrible la tortura y las matanzas! ¿Y cómo el cielo permanece azul, apacible, confundido con las aguas quietas que ya son de pura sangre?
Acevedo cayó en primer lugar. Quisieron arrancarle aquella Madona de San Lucas, pero sus manos, como garfios de acero, sostenían en alto la divina imagen. Y allí quedó sobre las olas, para sostener el martirio de los compañeros. A Mayorga le partieron materialmente por la cintura, rotas ya las articulaciones, para que su robustez de Vasco no le salvase, nadando a la desesperada. Y aún bendecía a sus verdugos, con el crucifijo, cuando la tumba piadosa del mar acogía sus despojos sangrientos. La muerte de Zudaire fue más rápida, pero más expresiva: le segaron casi la cabeza del cuerpo, y, cuando le arrojan a las aguas, aquellos labios limpios y jóvenes, que perdonan, cantan un tedéum de triunfo, que luego repiten y agrandan las caracolas, los ángeles y los vientos, para que todos los triunfadores, que oficiaron su propio sacrificio, entren en la gloria de Dios.
¿Por qué Teresa de Ávila contempla, este mismo atardecer, el gozo celeste de estos bienaventurados jesuitas? Acaso las voces de la sangre. Porque, al fin de la matanza, indultado el hermano cocinero con el designio de ponerle al servicio del pirata, un sobrinillo del capitán de laSantiago —San Juan de apellido y con estirpe, en su sangre, de la Santa— toma una sotana de los mártires y, revestido de jesuita, se ofrece —como una rosa encendida, su carne de niño— para cerrar la cuarentena de la corona triunfal de este martirio. Como en Sebaste de Armenia, misteriosamente.
Invita a pensar la historia. Estos esforzados atletas de Cristo —obscuros y humildes, como Zudaire y Mayorga— entregaron, en testimonio de su fe, la existencia por la esencia, sin miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no alcanzan a destruir los alcázares inmortales del alma.
Las doctrinas de Cristo en su Evangelio, y su obra de redención, perennemente viva en el alma de su Iglesia, han de padecer hasta el fin. Porque Él se nos ha revelado como el signo de contradicción y piedra de toque para el bien y para el mal.
En nuestro tiempo, junto a sutiles persecuciones y opresiones físicas, que han levantado una muchedumbre de "testigos del Señor Jesús", con el tributo martirial de sangre y haciendas, cunde otro más dramático combate: el del materialismo dialéctico y técnico, que convierte al hombre, descristianizado, en una helada máquina de rencor, de tedio y de angustia. Es llegada la hora de definir nuestra vida en un sentido sacro de testimonio, en defensa de las verdades de nuestra fe, de la moral católica y de los derechos y libertades de nuestra madre la Iglesia.
Testigos de la verdad del Evangelio, el intelectual y el profesional, el artista y el artesano, dentro de la casa y en medio de las trepidaciones angustiosas de nuestra calle moderna.
Como esta noble falange jesuita de mártires del Brasil, que en su lejanía de siglos nos enseñan, con temple muy español, a cuánto nos obliga nuestro bautismo de cristianos.
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