Queremos no ser relegados a un rincón, ni sentirnos olvidados por un mundo que piensa sólo en lo inmediato, eficiente y bello.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Cada anciano encierra un mundo de recuerdos, un tesoro de experiencias, una sabiduría madura y fresca. Hablar con un anciano nos enriquece, nos enseña mucho sobre la vida, sobre la amistad, sobre el dinero (que no lo es todo), sobre los hijos, sobre la convivencia matrimonial.
Pero el anciano no es sólo un maestro, ni un experto. Es una persona, como tú y como yo, que también disfruta cuando ama, que quisiera hacer más por sus amigos, que sonríe cuando se siente apreciado, que no deja de ofrecer algo de su tiempo cuando se lo pedimos con cariño.
Así tenemos que ver a quienes han construido nuestro presente. No somos hijos del vacío, sino hijos muy amados de quienes ayer, con sus canas y sus arrugas, trabajaron por nuestra educación, por llevarnos al médico, por darnos un consejo en un momento difícil de la vida. Somos hijos de quienes han dejado tal vez un sueño, un proyecto muy querido, para acogernos en sus vidas, para enseñarnos a caminar y a decir esas primeras palabras que nos abrieron al mundo de los adultos.
Hemos recibido tanto de su juventud y su edad adulta, de su madurez y del inicio de sus achaques y arrugas. Incluso ahora nos dan tanto, con su mirada apacible, con alguna amonestación que nace del cariño (aunque quizá nos duela), con sus caprichos (ni ellos ni nosotros somos perfectos...).
Tal vez sus dolores o sus penas nos crean pequeñas molestias. Antes éramos nosotros, enfermos en la cama, a pedirles un sacrificio, un momento de ayuda. Ahora son ellos los que, con su silla de ruedas o con sus problemas al hablar o al escuchar, quienes nos suplican, con respeto, una ayuda, un gesto de afecto, estar simplemente a su lado en una tarde de descanso.
Cada anciano tiene su historia, sus posibilidades, sus límites y sus cualidades. No tenemos derecho a encerrarlos lejos del mundo de los niños, jóvenes y adultos, a marginarlos de la vida social o del trabajo. Estamos llamados a dejarles su lugar, con cariño, con respeto. Especialmente cuando todavía tienen fuerzas e ilusiones por hacer tantas cosas en favor nuestro, de la sociedad, del mundo entero.
Un día también llegaremos, si Dios así lo quiere, a esa edad de las canas, al mundo de la tercera edad. Querremos, para entonces, ser queridos, ayudados y sostenidos, gozar de un espacio de libertad para hacer eso poco (a veces mucho) que aún podemos. Querremos no ser relegados a un rincón, ni sentirnos olvidados por un mundo que piensa sólo en lo inmediato, eficiente y bello.
Quizá ahora, desde nuestro afecto, nuestro cariño hacia los mayores, dejaremos a los jóvenes un ejemplo de cómo tratar a los ancianos, de cómo estar cerca de quienes, mientras viven, ofrecen cariño, amor y un poco de experiencia profunda, serena, para conducirnos en la vida que recibimos y que esperamos transmitir un poco mejor y un poco más humana a nuestros hijos, nietos y biznietos...
Comentarios al autor fpa@arcol.org
Pero el anciano no es sólo un maestro, ni un experto. Es una persona, como tú y como yo, que también disfruta cuando ama, que quisiera hacer más por sus amigos, que sonríe cuando se siente apreciado, que no deja de ofrecer algo de su tiempo cuando se lo pedimos con cariño.
Así tenemos que ver a quienes han construido nuestro presente. No somos hijos del vacío, sino hijos muy amados de quienes ayer, con sus canas y sus arrugas, trabajaron por nuestra educación, por llevarnos al médico, por darnos un consejo en un momento difícil de la vida. Somos hijos de quienes han dejado tal vez un sueño, un proyecto muy querido, para acogernos en sus vidas, para enseñarnos a caminar y a decir esas primeras palabras que nos abrieron al mundo de los adultos.
Hemos recibido tanto de su juventud y su edad adulta, de su madurez y del inicio de sus achaques y arrugas. Incluso ahora nos dan tanto, con su mirada apacible, con alguna amonestación que nace del cariño (aunque quizá nos duela), con sus caprichos (ni ellos ni nosotros somos perfectos...).
Tal vez sus dolores o sus penas nos crean pequeñas molestias. Antes éramos nosotros, enfermos en la cama, a pedirles un sacrificio, un momento de ayuda. Ahora son ellos los que, con su silla de ruedas o con sus problemas al hablar o al escuchar, quienes nos suplican, con respeto, una ayuda, un gesto de afecto, estar simplemente a su lado en una tarde de descanso.
Cada anciano tiene su historia, sus posibilidades, sus límites y sus cualidades. No tenemos derecho a encerrarlos lejos del mundo de los niños, jóvenes y adultos, a marginarlos de la vida social o del trabajo. Estamos llamados a dejarles su lugar, con cariño, con respeto. Especialmente cuando todavía tienen fuerzas e ilusiones por hacer tantas cosas en favor nuestro, de la sociedad, del mundo entero.
Un día también llegaremos, si Dios así lo quiere, a esa edad de las canas, al mundo de la tercera edad. Querremos, para entonces, ser queridos, ayudados y sostenidos, gozar de un espacio de libertad para hacer eso poco (a veces mucho) que aún podemos. Querremos no ser relegados a un rincón, ni sentirnos olvidados por un mundo que piensa sólo en lo inmediato, eficiente y bello.
Quizá ahora, desde nuestro afecto, nuestro cariño hacia los mayores, dejaremos a los jóvenes un ejemplo de cómo tratar a los ancianos, de cómo estar cerca de quienes, mientras viven, ofrecen cariño, amor y un poco de experiencia profunda, serena, para conducirnos en la vida que recibimos y que esperamos transmitir un poco mejor y un poco más humana a nuestros hijos, nietos y biznietos...
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