Beato Federico Albert, presbítero y fundador
fecha: 30 de septiembre
n.: 1820 - †: 1876 - país: Italia
canonización: B: Juan Pablo II 30 sep 1984
hagiografía: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
n.: 1820 - †: 1876 - país: Italia
canonización: B: Juan Pablo II 30 sep 1984
hagiografía: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
Elogio: En la localidad de Lanzo, cercana a
Turín, en Italia, beato Federico Albert, presbítero, que, siendo párroco, fundó
la Congregación de Hermanas de San Vicente de Paúl de la Inmaculada Concepción,
destinada a la redención de las gentes caídas en la miseria.
Federico Albert nació en Turín, cuna y
escenario de muchos santos, el 16 de octubre de 1820. Su padre se llamaba
Juan-Luis, comandante militar del reino de Cerdeña. Éste inclinó la voluntad
del hijo a seguir la carrera de las armas. Cuando lo tenía todo a punto para
entrar en la Academia Militar, sintió la vocación sacerdotal mientras oraba
ante un altar del beato Sebastián Valfré. Cursó en Turín los estudios de
humanidades, de filosofía y teología, y obtuvo el doctorado en teología por la
universidad de la misma ciudad.
Al acceder al estado clerical, y en
consideración al abolengo de su familia, el rey Carlos Alberto lo adscribió al
clero de la capilla de su palacio. Recibió la ordenación sacerdotal de manos
del heroico mons. Franzoni el 10 de junio de 1843. Fue nombrado entonces
capellán real. En el ejercicio de su ministerio se granjeó la simpatía y
aprecio de los príncipes y de toda la corte por su conducta ejemplar y por el
ejercicio fiel de su ministerio sacerdotal. Era muy valorado por su predicación
y por su pericia en la dirección espiritual. Un sermón cuaresmal suyo,
predicado en el castillo de Moncalieri en 1852, en presencia del rey Víctor Manuel
II, de la familia real y de toda la corte, tuvo una resonancia especial.
Predicaba sobre el Evangelio de la mujer adúltera, perdonada por Jesús. Explicó
el texto evangélico con valentía y claridad, sin temor a la presencia del rey,
cuyas aventuras y deslices en tal materia eran conocidos de todos. Mientras los
cortesanos murmuraban del sermón del joven capellán, el rey dio pruebas de
apreciar la sinceridad apostólica de Don Federico. Al despedirse, le dijo:
«Gracias; usted siempre me ha dicho la verdad».
Corrían entonces malos vientos para la
Iglesia en la naciente unificación de Italia, que se gestaba especialmente
desde la corte y gobierno de Víctor Manuel II. Leyes revolucionarias y
expoliaciones entorpecían el ejercicio normal del ministerio eclesiástico.
Albert consideró que su puesto de sacerdote no estaba en el palacio de los
reyes del Piamonte. Se marchó a la parroquia de San Carlos, en el mismo Turín,
de la que habían sido expulsados los Siervos de María y en la que por algún
tiempo ejerció su ministerio. El 18 de abril de 1852 consiguió que le enviaran
como vicario parroquial al pueblo de Lanzo Torinese. Era ésta una parroquia de
montaña, populosa y nada fácil, que exigía mucho espíritu de sacrificio. En
ella permanecería hasta el final de sus días.
En su parroquia, empezó por restaurar la
iglesia trabajando con sus propias manos, llevando sobre sus espaldas gruesas
piedras que recogía del lecho de un torrente, encabezando largas procesiones de
feligreses que aportaban asimismo material de construcción. Predicador
elocuente, se dedicó a dirigir ejercicios espirituales para el clero y para
seglares, a misiones populares, en las que prodigaba todo su celo apostólico,
olvidándose de sus propias necesidades, trabajando todo el día y toda la noche,
como escribió el arzobispo Gastaldi, íntimo amigo suyo. Federico Albert
compartió con otros santos turineses la gloria de iluminar a su Iglesia local
con su santidad de vida y su fecundo apostolado. El motor de su múltiple
actividad era la «caridad pastoral», que el Vaticano II propuso como virtud
distintiva de los sacerdotes y guía de su dedicación a la grey que tienen
encomendada. Don Federico colocaba la unidad y congruencia de su vida
sacerdotal como fundamento de su piedad y de su afán por la salvación de las
almas. De esta caridad pastoral, surgieron asimismo sus obras de misericordia a
favor de los más débiles en la sociedad.
Para acoger a huérfanas y niñas
abandonadas, construyó en 1859 en Lanzo el Hospicio de María Inmaculada, que
confió en 1869 a la Congregación, por él mismo fundada, de Hermanas Vicentinas
de María Inmaculada, que recibieron el nombre de «Albertinas», por el apellido
del fundador. Inspirado en el celo de san Vicente de Paúl y en su servicio a
los más abandonados, dirigió la actividad de sus religiosas a obras de
misericordia. Con la expansión de la congregación, las Albertinas abrieron
hospitales, escuelas, orfelinatos y residencias para ancianos. En 1866 también
había erigido, junto al Hospicio, una escuela para formación de futuras maestras.
En 1873 el papa Pío IX lo eligió obispo de
Pinerolo. Con ruegos y lágrimas, Don Federico imploró que se le dispensará de
asumir tal responsabilidad; quiso empero ratificar su veneración y fiel
devoción al bienaventurado pontífice y, en consecuencia, proyectó acudir a Roma
para agradecerle la distinción con que le había honrado. Pero su confesor le
disuadió de tal decisión pues le dijo que un párroco no podía alejarse de su
parroquia sólo por el consuelo espiritual de ir en peregrinación a Roma. A partir
de esta renuncia al episcopado, se dedicó con más fervor a sus deberes
parroquiales.
El bienaventurado párroco había
comprendido la importancia de la cuestión obrera en su tiempo. En Lanzo conectó
profundamente con los anhelos y esperanzas de los problemas agrarios. Para
frenar la emigración a la ciudad, decidió establecer una colonia agrícola para
jóvenes; ellos habrían podido ponerse al servicio de los párrocos para cultivar
las fincas de la Iglesia. Mientras iba configurando este proyecto, y estaba
levantando la capilla de la colonia, se subió a un andamio con el objetivo de
pintar el techo. Para evitar el accidente del joven que lo ayudaba, puso un pie
en falso y cayó desplomado al suelo. Sus amigos acudieron enseguida a
auxiliarlo: Juan Bosco mismo, el siervo de Dios Don Miguel Rúa, otros
sacerdotes y sus religiosas, pero ni la solicitud de cuantos le querían ni los
cuidados médicos pudieron detener su fallecimiento, que ocurrió el 30 de
septiembre de 1876, tras dos días de agonía.
En ocasión de su muerte, el arzobispo de
Turín se dirigió al clero con estas palabras: «De este pastor, no es fácil
saber qué virtud debemos admirar más: su piedad, fe, humildad, paciencia, su
mortificación espiritual y corporal, el desprendimiento de sí mismo y sus sacrificios
cotidianos, su actividad, inteligencia, prudencia, doctrina y, ante todo, su
caridad».
Apenas transcurrido un año de su piadosa
muerte, en 1878, el Señor ya manifestó que quería la glorificación de su siervo
con la realización de un milagro. Causas externas, como la regulación de sus
obras y el régimen jurídico de las Hermanas Vicencianas de la Inmaculada
Concepción, retrasaron el inicio de su causa de beatificación. Sólo fue
introducida cincuenta años después de su muerte, en 1926. Pío XI aceptó la causa
el 13 de junio de 1934. Pío XII, el 16 de enero de 1953, reconoció sus virtudes
heroicas. El 25 de marzo del mismo año, Dios obró el prodigio de una curación
por intercesión del venerable Federico. El 30 de septiembre de 1984, Juan Pablo
II lo beatificó. El Santo Padre empezó y concluyó su homilía con referencias a
Cristo, Buen Pastor, modelo supremo de los pastores de la Iglesia, como lo fue
a lo largo de su vida parroquial y apostólica el Beato Federico:
Ministro de Dios, entregado totalmente al
bien de las almas que le habían sido confiadas y a las necesidades de los
pobres. Habiendo madurado su vocación al sacerdocio ya adulto, se preparó para
ser sacerdote y modelo cabal para los sacerdotes. Éstos pueden admirar en él la
profundidad de la vida espiritual, alimentada con una constante comunión con
Cristo, y el generoso esfuerzo por adquirir una sólida formación cultural que
hizo que se pudiera presentar como guía seguro del Pueblo de Dios. Su espíritu
de fe, su obediencia incondicional al papa y al obispo, su caridad sacerdotal
hicieron de él un elemento equilibrador entre los miembros del presbiterio, y
un pastor celoso, atento a los jóvenes y a los pobres. Contemplando al nuevo
beato, nos damos cuenta con singular evidencia cómo es posible responder a las
exigencias concretas del hombre, precisamente cuando somos fieles servidores de
Cristo y de la Iglesia..
Extracto del artículo firmado por
Pere-Joan Llabrés y Martorell. Bibliografía: AAS 11 (1985) 8-12; 1020-1023.
ALBERT, M. P., II teólogo Federico Albert (Lanzo Torinese 1926). Art. en
Bibliotheca sanctorum. I: A-Ans (Roma 1961) cois.672-674. COTTINO, J., II
venerabile Federico Albert (Turín 1954). L'Osservatore Romano (1-10-1984).
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
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Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_3573
Beata Felicia Meda, abadesa
fecha: 30 de septiembre
n.: 1378 - †: 1444 - país: Italia
canonización: Conf. Culto: Pío VII 2 may 1807
hagiografía: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.
n.: 1378 - †: 1444 - país: Italia
canonización: Conf. Culto: Pío VII 2 may 1807
hagiografía: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.
Elogio: En Pesaro, en la región del Piceno,
beata Felicia Meda, abadesa Clarisa.
Felicia Meda nació de la familia Meda en
Milán, en 1378. Fue santamente educada por sus padres. Desde niña mostró un
ánimo fuerte e inclinado a la espiritualidad. Quedó huérfana junto con un
hermano y una hermana a los cuales quería mucho. Cuando ella sintió la vocación
al estado religioso, aconsejó también a su hermano y a su hermana a hacer lo
mismo. Distribuyeron a los pobres parte de su herencia familiar, y los tres se
consagraron al servicio de Dios. Su hermano se hizo Fraile Menor franciscano,
mientras Felicia y su hermana entraron entre las Clarisas en el monasterio de
Santa Ursula de Milán, en el 1400.
El mejor testimonio de la santa vida de la
beata Felicia lo tenemos por el Ministro general de los Hermanos Menores, padre
Guillermo de Casale, el cual en 1439, destinándola como abadesa en Pésaro por
sugerencia de san Bernardino de Siena, hacía un preciso retrato de ella: «Me
he informado plenamente por testigos dignos de fe, de tu laudable vida, de tu
honestidad, celo, prudencia, vigilancia, ejemplaridad; en los ejercicios
claustrales eres infatigable, en las obras espirituales, incansable, en las
oraciones, eficaz, en el proveer, diligente, moderada en las correcciones,
atemperada en los mandatos, excelente en la comprensión, rigurosa en el
silencio, prudente en el hablar, diestra en el conciliar y dotada por el
Altísimo de muchas prerrogativas y de singulares carismas en todas las cosas
que miran al buen gobierno. No solamente con la autoridad del oficio mío, sino
también de la sede apostólica, y con el consejo y el consentimiento de muchos
padres, maestros y prelados de la Orden, te instituyo abadesa y madre del
monasterio de Pésaro». Confirmación de este elogio fue el gran disgusto de
los milaneses al verla partir.
La vida claustral de la beata Felicia fue
más celeste que terrena; su pureza germinó como lirio, ásperas sus penitencias,
su ayuno riguroso, llevaba sobre la desnuda carne un áspero cilicio, a menudo
se flagelaba con cadenillas de hierro en recuerdo de la pasión del Redentor, y
caminaba a pie descalzo. El demonio a veces se le apareció, asumiendo diversas
formas, ora de un horrible dragón, o de un monstruo espantoso, pero con la
oración y el ayuno ella siempre salió vencedora de las insidias del maligno.
La Beata Felicia vivió sólo cuatro años en
el monasterio de Pésaro, donde numerosas fueron las nuevas vocaciones. A su
floreciente comunidad ella supo comunicarle su espíritu y su celo por la
perfección seráfica. Atacada por una grave enfermedad, recibió con gran fervor
los últimos sacramentos, tuvo un breve discurso a sus cohermanas, arrodilladas
alrededor de su lecho, las bendijo y expiró serenamente el 30 de septiembre de
1444. Tenía 66 años. Fue clarisa desde 1400 y abadesa, primero en el monasterio
de Santa Ursula en Milán en los años 1425-1439, después en el monasterio del
Corpus Domini de Pésaro de 1439 a 1444. Aprobó su culto SS. Pío VII el 2 de
mayo de 1807.
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Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_3569
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