Beatos Juan Shozaburo, Mancio Ichizayemon, Miguel Taiemon Kinoshi, Lorenzo Hachizo, Pedro Terai Kuhioye y Tomás Terai Kahioye, mártires
can.: B: Pío IX 7 may 1867
país: Japón - †: 1630
país: Japón - †: 1630
En Nagasaki, de Japón, beatos Juan Shozaburo, catequista, Mancio Ichizayemon, Miguel Taiemon Kinoshi, Lorenzo Hachizo, Pedro Terai Kuhioye y Tomás Terai Kahioye, mártires, degollados todos ellos por su fe en Cristo.
205 Mártires del Japón, 1617 - 1632
Fueron beatificados en
1867 por el papaa Pío IX, en una ceremonia conjunta donde elevó a los altares a
205 testigos en la persecución japonesa, muchos entre 1617 y 1632 (la mayoría
en 1622).
En este grupo:
En 1867, el mismo año en que se reanudó la
persecución en Urakami, aunque no llegó al derramamiento de sangre, el Papa Pío
IX beatificó a 205 mártires del Japón, de entre los cuales el Martirologio
Franciscano cuenta con dieciocho miembros de la primera orden y veintidós
terciarios. Por diversas causas (entre las que desgraciadamente nos vemos
obligados a reconocer la de los celos nacionales y aun las rivalidades
religiosas entre los misioneros de varias órdenes) el "shogun" Ieyasu
Tokugawa decretó que el cristianismo tenía que ser abolido. La persecución se
inició en 1614, y los beatos franciscanos sufrieron el martirio entre los años
1617 y 1632. La persecución aumentó gradualmente en intensidad hasta 1622,
cuando tuvo lugar la "gran matanza", en la cual fue una de las
principales víctimas el beato Apolinar Franco. Era castellano, natural de
Aguilar del Campo, y tras de recibir su doctorado en Salamanca, se hizo fraile
menor de la observancia. En 1600, fue enviado a la misión de Filipinas y de ahí
al Japón. Al empezar la persecución, fue nombrado comisionado general a cargo
de la misión. Cuando se hallaba en Nagasaki, en 1617, oyó decir que no había
quedado ni un solo sacerdote en la provincia de Omura, donde había numerosos
cristianos, de manera que sin disfrazarse y sin tomar precaución alguna, se fue
a ejercer entre ellos su ministerio. En seguida, fue arrojado en una inmunda
prisión, donde permaneció cinco años. El padre Apolinar no cesó de dar consuelo
a su grey por medio de mensajes y cartas, y administraba los sacramentos a los
que lograban entrar en la cárcel. Varios otros cristianos estaban presos con
él, y uno de sus hermanos en religión, el beato Ricardo De Santa Ana, escribió
lo siguiente al padre guardián de su convento en Nivelles: «hace casi un año
que estoy en esta miserable prisión donde me acompañan nueve religiosos de mi
orden, ocho dominicos y seis jesuitas. Los restantes son cristianos japoneses
que nos han ayudado mucho en nuestro ministerio. Algunos han estado aquí desde
hace cinco años. No comemos otra cosa que un poco de arroz y sólo bebemos agua.
El camino al martirio ha sido abierto para nosotros por más de trescientos
mártires, todos japoneses, a quienes se infligió toda clase de torturas. Todos
nosotros, los sobrevivientes, estamos destinados a morir. Nosotros los
religiosos y aquéllos que nos han ayudado, estamos destinados a ser quemados en
fuego lento; lo otros serán decapitados ... Si todavía vive mi madre, ruego a
su reverencia que tenga a bien decirle que Dios me ha mostrado Su Misericordia
al permitirme que sufra y muera por Él. Ya no me queda tiempo para escribirle a
mi madre».
A principios de septiembre de 1622, veinte
de los prisioneros fueron llevados a Nagasaki. El día 12, el Beato Apolinar y
los otros siete que se quedaron con él en Omura, murieron quemados vivos,
incluso los beatos Francisco De San Buenaventura y Pablo De Santa Clara, a
quienes el padre Apolinar impuso el hábito franciscano mientras se hallaba en
prisión. Dos días antes, los que habían sido llevados a Nagasaki sufrieron allí
la misma suerte. Entre los franciscanos figuraba el beato Ricardo, a quien ya
mencionamos, y la beata Lucía De Freitas. Esta era una japonesa noble, viuda de
un mercader portugués. Lucía se hizo terciaria franciscana y, durante el resto
de su vida, se dedicó a la causa de los pobres y al socorro de los cristianos
perseguidos. Se le infligió la espantosa muerte en la hoguera, cuando tenía más
de ochenta años de edad. Había sido capturada porque en su casa vivía escondido
fray Ricardo de Santa Ana. Entre los confesores que fueron llevados de la
prisión de Omura a Nagasaki, como ya se dijo anteriormente, se hallaban el
beato Carlos Spinola y el beato Sebastián Kimura de la Compañía de Jesús. El
Beato Carlos, natural de Italia, tras un fracasado intento de llegar al Japón,
desembarcó, por fin, en sus costas a fines del siglo diecisiete y durante dieciocho
años trabajó ahí como misionero. Por aquel entonces, los jesuitas (y también
los lazaritas) del Lejano Oriente, hicieron un estudio especial y prácticas
intensas de astronomía que les valieron la admiración y el favor de las
autoridades de China y de Japón. El Beato Carlos era un hábil matemático y
astrónomo y, en 1612, escribió un tratado técnico sobre el eclipse lunar que se
vio en Nagasaki. Seis años después, fue detenido y, en la prisión donde fue
encerrado, en Omura, se encontraba ya el Beato Sebastián Kimura, uno de los
primeros japoneses que fueran ordenados sacerdotes, descendiente de un
convertido que había sido bautizado por san Francisco Javier. El 10 de
septiembre de 1622, los dos jesuitas y varios compañeros fueron conducidos al
sitio de la ejecución, sobre una colina, en las afueras de Nagasaki, pero
tuvieron que esperar ahí más de una hora hasta que llegaron otros confesores
condenados a morir, desde la propia Nagasaki. Fue un momento conmovedor aquel
en que, frente a numerosos cristianos y paganos que se habían reunido en torno
a la colina, los dos grupos elegidos se encontraron y se saludaron con mucha
reverencia y gravedad. Entre los que habían llegado al último se encontraba la
beata Isabel Fernández, una viuda española condenada por haber dado hospedaje
al padre Carlos, quien le había bautizado a un hijo. «¿Dónde está mi pequeño
Ignacio?», preguntó el sacerdote al verla. «Aquí lo tiene, padre», replicó
Isabel al tiempo que sacaba de entre las gente a un chiquillo como de cuatro
años. «Lo traje conmigo -agregó- para que muera por Cristo antes de que crezca
más y lo ofenda». El niño se arrodilló para que el padre Spinola lo bendijera.
Miró cómo le cortaban la cabeza a su madre y, luego, se desabotonó el cuello de
la camisa y se ofreció a la espada del verdugo. A los sacerdotes y algunos de
los otros cristianos se les reservaba una muerte más terrible. Fueron atados a
sendos postes, en torno a los cuales, como a un metro y veinticinco centímetros
de distancia, se encedía una hoguera. Cuando las llamas amenazaban con quemar
rápidamente a las víctimas, los verdugos arrojaban agua sobre la leña para
disminuir la fuerza del fuego. Algunos murieron en una hora o poco más,
sofocados por el humo y el calor; entre éstos se encontraban el padre Carlos y
el padre Sebastián. A otros, se les prolongó la espantosa agonía hasta bien
entrada la noche y aun hasta el siguiente amanecer. Dos jóvenes japoneses
fiaqueron y pidieron misericordia: no pedían la vida a cambio de renegar de su
fe, sino solamente una muerte más rápida y menos cruel. Aun eso les fue negado,
y los dos japoneses murieron como los demás. Tal vez en aquella ocasión, la
escena del martirio fue más dramática e impresionante que en otras muchas
durante la persecución.
Entre los condenados figuraban muchos
japoneses: el beato Clemente Vom y su hijo, el beato Antonio; el beato Domingo
Xamada y su esposa, la beata Clara; el catequista, beato León Satzuma; cinco
mujeres que llevaban todas el nombre de María y se apellidaban,
respectivamente: Tanaura, Tanaca, Tocuan, Xum y Sanga, las últimas cuatro
murieron junto con sus esposos; los niños, beatos Pedro Nangaxi, Pedro Sanga y
Miguel Amiki, éste último, de cinco años de edad, murió junto con su padre el
anciano beato Tomás Xiquiro y un coreano, el beato Antonio, con su esposa y un
hijo pequeño. Todos estos fueron decapitados. Cinco días después, en la
localidad de Firando, pereció en la hoguera el beato Camilo Costanzo, un
jesuita italiano, natural de Calabría. Durante nueve años, había sido misionero
en el Japón, hasta que fue desterrado, en 1611. En Macao escribió varios
tratados en japonés para defender al cristianismo de los ataques de los
paganos. En 1621, regresó clandestinamente, con el disfraz de un soldado. Al
año siguiente se le capturó. La Compañía de Jesús celebra su fiesta el 25 de
septiembre para unirla a la del beato Agustín Ota y el beato Gaspar Cotenda,
catequistas japoneses, un niño de doce años, el beat0 Francisco Taquea y otro
de siete, el beato Pedro Kikiemon ; a todos éstos los mataron los propios
japoneses por simple odio a la fe cristiana, con dos o tres días de diferencia.
Otro distinguido jesuita, el beato Pablo Navarro, fue quemado en vida en
Shimabara, el l de noviembre del mismo año. Era italiano y estuvo largo tiempo
en la India antes de misionar en el Japón. Llegó a dominar el idioma a la
perfección, ejerció su ministerio con celo extraordinario en Nagasaki y otras
partes y, durante veinte años, fue rector de la casa de los jesuitas en
Amanguchi. Las cartas llenas de nobles y elevados conceptos que escribió el
padre Navarro en vísperas de su martirio, fueron impresas en el segundo volumen
de la «Histoire de la Religion Chrétienne au Japon» (1869), de L. Pagés. Así se
consumó la «gran matanza» de 1622.
Richard Cocks, miembro de la tripulación
de un barco inglés que por entonces se hallaba en el Japón, dio testimonio de
haber visto unas cincuenta y cinco personas martirizadas al mismo tiempo en
Miako. «Entre aquellas gentes había niños pequeños, de cinco o seis años, a los
que quemaban en los brazos de sus madres y que gritaban con ellas: `¡Jesús,
recibe nuestras almas!' Muchos otros, sigue diciendo el marino inglés en su
testimonio, se hallan en prisión, donde esperan la muerte a cada instante,
porque son muy pocos los que reniegan de su fe para salvarse».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
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