El demonio ha conseguido realizar, en nuestros días, su mejor maniobra: hacer que se dude de su existencia.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Marcos 1,21-28. Enseñaba con autoridad:
En aquel tiempo, Jesús y sus -discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Reflexión
El Evangelio nos relata -en este pasaje, y en varios otros- la expulsión de demonios obrada por Jesús. Tal vez, este hecho nos suena a nosotros un poco raro. Porque el estar poseído por un demonio nos parece algo exclusivo de aquellos tiempos. Sin embargo sucede también en nuestros días, aunque sea poco frecuente.
Pero el problema de fondo para el hombre de hoy es la pregunta, si el demonio como persona existe o no. Resulta que el hombre moderno e incluso el cristiano moderno apenas creen en el demonio. Éste ha conseguido realizar, en nuestros días, su mejor maniobra: hacer que se dude de su existencia.
Queremos, por eso, reflexionar sobre el diablo y su actuar en el mundo y en nuestra vida.
Sabemos que antes que existiera nuestro mundo, Dios ya había creado un mundo de espíritus puros: los ángeles. Ellos se dividieron en dos bandos - unos fieles a Dios y otros rebeldes en contra de Él. Éstos fueron arrojados al infierno y buscan, desde entonces, contrarrestar el poder y dominio de Dios.
Y porque no les es dado enfrentarse directa-mente con Dios, lo hacen indirectamente. Tratan de arrebatarle su creatura preferida de la tierra: el hombre. Así cada uno de nosotros es un campo de lucha en el que se enfrentan el bien y el mal, las fuerzas divinas y las fuerzas diabólicas.
¿Quién negaría tal realidad? Nadie de noso-tros va a ser tan ingenuo de creerse fuera de esa lucha permanente. Cada uno de nosotros experimen-ta esta tensión, este conflicto en su propio cuerpo y en su propia alma. Nos damos cuenta de que un ser fuerte obra en nosotros y nos quiere imponer su voluntad, y que necesitamos a otro más fuerte para liberarnos.
Fuimos liberados ya el día de nuestro bautismo. Pero el demonio -volvió a nosotros y lo dejamos entrar de nuevo, por medio de nuestros pecados.
La gran obra del diablo es el pecado. Él es el “padre del pecado”. La realidad del mal - que lleva a los hombres a matar, robar y engañar; que hace triunfar al injusto y sufrir al justo; que vuelve egoístas a los que tienen ya demasiado y lleva a la desesperación a los marginados - todo esto y mucho más es su obra, bien presente y actual en nuestro mundo.
Realmente, el hombre no vive solo su destino. Es incapaz de ser absolutamente independiente. O se entrega a Dios o es encadenado por el demonio. Tanto en el bien como en el mal, no somos nosotros los que vivimos: es Cristo o Satanás el que vive y triunfa en nosotros. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!
Me recuerda un cuento: Un cura párroco y un burlón viajan juntos en el mismo tren. Éste le dice: “¿Ya sabe la noticia? Ayer murió el diablo y hoy va a ser enterrado”. Enton-ces todo el mundo espera la respuesta del cura. Éste sonreía nomás y empieza a buscar algo en sus bolsillos. Por fin encuentra una moneda y se la da al burlón diciendo: “Siempre tuve mucha compa-sión con los huérfanos”.
¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!
Jesucristo choca, desde el comienzo de su misión, con esta potencia del mal increíblemente activa y extendida por el mundo. Por todas partes Jesús la descubre, la expulsa, la destrona. En este contexto debemos ver también el Evangelio de hoy. En el centro del texto no está el poseído por el demo-nio, sino Cristo mismo. En Él debe fijarse nuestra mirada.
Porque nosotros mismos no lograremos soltar-nos del poder del demonio. Con nuestras propias fuerzas no podremos vencer el mal dentro de noso-tros. Es necesario que Cristo nos fortalezca en nuestra lucha diaria contra el enemigo. Es nece-sario que Cristo nos libere, paso a paso, de su poder destructor. También María, la vencedora del diablo, ha de ayudarnos en ello.
Como Cristo procedió, en el Evangelio de hoy, con el poseído, así quiere expulsar la injusticia, la mentira, el odio y todo el mal de esta tierra. Quiere en nosotros y por nosotros crear un mundo nuevo mejor, renovar la faz de la tierra. Quiere construir una Nación de Dios, donde reinan la verdad, la justicia y el amor.
Queridos hermanos, también nosotros seremos, un día, totalmente libres de la influencia del maligno. Será en el día feliz de nuestro encuen-tro final con Dios, de nuestra vuelta a la Casa del Padre.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
• Comentarios al autor
El Evangelio nos relata -en este pasaje, y en varios otros- la expulsión de demonios obrada por Jesús. Tal vez, este hecho nos suena a nosotros un poco raro. Porque el estar poseído por un demonio nos parece algo exclusivo de aquellos tiempos. Sin embargo sucede también en nuestros días, aunque sea poco frecuente.
Pero el problema de fondo para el hombre de hoy es la pregunta, si el demonio como persona existe o no. Resulta que el hombre moderno e incluso el cristiano moderno apenas creen en el demonio. Éste ha conseguido realizar, en nuestros días, su mejor maniobra: hacer que se dude de su existencia.
Queremos, por eso, reflexionar sobre el diablo y su actuar en el mundo y en nuestra vida.
Sabemos que antes que existiera nuestro mundo, Dios ya había creado un mundo de espíritus puros: los ángeles. Ellos se dividieron en dos bandos - unos fieles a Dios y otros rebeldes en contra de Él. Éstos fueron arrojados al infierno y buscan, desde entonces, contrarrestar el poder y dominio de Dios.
Y porque no les es dado enfrentarse directa-mente con Dios, lo hacen indirectamente. Tratan de arrebatarle su creatura preferida de la tierra: el hombre. Así cada uno de nosotros es un campo de lucha en el que se enfrentan el bien y el mal, las fuerzas divinas y las fuerzas diabólicas.
¿Quién negaría tal realidad? Nadie de noso-tros va a ser tan ingenuo de creerse fuera de esa lucha permanente. Cada uno de nosotros experimen-ta esta tensión, este conflicto en su propio cuerpo y en su propia alma. Nos damos cuenta de que un ser fuerte obra en nosotros y nos quiere imponer su voluntad, y que necesitamos a otro más fuerte para liberarnos.
Fuimos liberados ya el día de nuestro bautismo. Pero el demonio -volvió a nosotros y lo dejamos entrar de nuevo, por medio de nuestros pecados.
La gran obra del diablo es el pecado. Él es el “padre del pecado”. La realidad del mal - que lleva a los hombres a matar, robar y engañar; que hace triunfar al injusto y sufrir al justo; que vuelve egoístas a los que tienen ya demasiado y lleva a la desesperación a los marginados - todo esto y mucho más es su obra, bien presente y actual en nuestro mundo.
Realmente, el hombre no vive solo su destino. Es incapaz de ser absolutamente independiente. O se entrega a Dios o es encadenado por el demonio. Tanto en el bien como en el mal, no somos nosotros los que vivimos: es Cristo o Satanás el que vive y triunfa en nosotros. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!
Me recuerda un cuento: Un cura párroco y un burlón viajan juntos en el mismo tren. Éste le dice: “¿Ya sabe la noticia? Ayer murió el diablo y hoy va a ser enterrado”. Enton-ces todo el mundo espera la respuesta del cura. Éste sonreía nomás y empieza a buscar algo en sus bolsillos. Por fin encuentra una moneda y se la da al burlón diciendo: “Siempre tuve mucha compa-sión con los huérfanos”.
¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!
Jesucristo choca, desde el comienzo de su misión, con esta potencia del mal increíblemente activa y extendida por el mundo. Por todas partes Jesús la descubre, la expulsa, la destrona. En este contexto debemos ver también el Evangelio de hoy. En el centro del texto no está el poseído por el demo-nio, sino Cristo mismo. En Él debe fijarse nuestra mirada.
Porque nosotros mismos no lograremos soltar-nos del poder del demonio. Con nuestras propias fuerzas no podremos vencer el mal dentro de noso-tros. Es necesario que Cristo nos fortalezca en nuestra lucha diaria contra el enemigo. Es nece-sario que Cristo nos libere, paso a paso, de su poder destructor. También María, la vencedora del diablo, ha de ayudarnos en ello.
Como Cristo procedió, en el Evangelio de hoy, con el poseído, así quiere expulsar la injusticia, la mentira, el odio y todo el mal de esta tierra. Quiere en nosotros y por nosotros crear un mundo nuevo mejor, renovar la faz de la tierra. Quiere construir una Nación de Dios, donde reinan la verdad, la justicia y el amor.
Queridos hermanos, también nosotros seremos, un día, totalmente libres de la influencia del maligno. Será en el día feliz de nuestro encuen-tro final con Dios, de nuestra vuelta a la Casa del Padre.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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