5. A corazón abierto
Hay un problema en el que los escritores nos pasamos la vida peleándonos con nosotros mismos y sin terminar nunca de aclararnos, y es la razón por la que escribimos: ¿Lo hacemos por vanidad, por dinero, por afanes de ayudar a alguien, por la fama, porque no sabemos hacer otra cosa? La verdad es que, probablemente, hay tantas respuestas como escritores y que, incluso, un mismo escritor va cambiando de metas a lo largo de los años y, a veces, hasta en el curso de pocos días.
Los que escriben por dinero se equivocan, ciertamente. Porque hay mil actividades humanas en las que ganarían más y con menos esfuerzo. Son poquísimos los autores para quienes la pluma acaba resultándoles rentable, a no ser que, como suele decir un amigo mío escritor, tengan, corno él, además, una granja avícola.
Más compasión merecerían los que escriben por la fama que pueden conseguir. ¿Hay algo más casquivano que la fama, algo que dependa más de las circunstancias y menos de la verdadera calidad? Cuántos escritores vivieron en palmitas de su público y fueron olvidados a los poquísimos años de su muerte. Y, viceversa, cuántos no fueron conocidos en vida y sólo mucho después de su muerte a veces hasta cuatro siglos después, como le ocurrió a San Juan de la Cruz- alcanzaron el esplendor de su nombre. Y, en definitiva, ¿qué hay que sea más decepcionante que la fama, que te puede divertir en un primero momento, pero que te hastía una vez que la has saboreado en algo?
Y hay quienes escriben por la belleza, por el logro de la perfección: no morirse sin dejar un poema o una página «definitivos». Pero ¿hay algo más subjetivo que la belleza y la perfección? La valoración de una obra tiene tantas variantes como lectores. Y, por lo demás, un poema perfecto ¿produce mayor placer que el de tener una joya en el dedo anular de la mano derecha?
Muchos escriben -y esto sí lo entiendo yo-- no por egoísmo, pero sí para «ser queridos». Y digo que lo entiendo porque todo ser humano es un pordiosero de amor, un mendicante de cariño. Aquí sí que es insaciable el alma humana, tan desvalida, tan hambrienta de caricias. Y, efectivamente, ser querido es un premio por el que todo trabajo es pequeño.
Pero aún más grande es, me parece a mí, el escritor que escribe porque quiere él, o, más claro: el que lo hace como un acto de servicio, para ser útil él a sus posibles lectores.
Voy a confesar ingenuamente que a mí me gustaría ser uno de estos últimos. De hecho, cuando alguien me dice: « ¡Qué bonito era tal o cual artículo!», apenas siento placer alguno. Te gusta gustar, claro. Pero, para mí, el gran elogio es cuando alguien me dice: «¡Qué útil me fue tal artículo!» o «¡Cuánto me ayudó!»
Pero ahora viene el mayor de los problemas: ¿Cómo y en qué puede un escritor ayudar a sus lectores? No crean ustedes que la respuesta es fácil, porque aquí las cosas vuelven a dividirse, ya que hay escritores que inquietan y escritores que aquietan; los que entienden su pluma como un aguijón para despertar dormidos y los que la ven como un calmante para serenar a angustiados o animar a cansados. Aquí es donde siempre me encuentro yo indeciso.
Si ustedes me hubieran preguntado esto mismo hace veinte años yo no habría dudado un segundo: escribo para inquietar, para sacar a la gente de su sueño. Habría hecho plenamente mías las palabras que no hace mucho firmaba un gran escritor, magnífico amigo mío: «El deber de escritor es exponer la negrura de la vida que la mayoría trata de ignorar. Para los humanistas trágicos, la función del arte no es consolar 0 confortar, mucho menos deleitar, sino inquietar, diciendo una verdad que siempre es mal recibida.»
Hace veinte años, ya les digo, yo estaba plenamente convencido de esto. Me parecía que el gran problema del hombre era que la mayoría vivía dormida dejándose resbalar por la vida, pero sin vivir, sin querer siquiera ver el amargo «espesor» de la realidad.
¿Qué mejor entonces que hacer de despertador de conciencias, de aguijoneador de cobardes, de mártir solitario por decir la «verdad» que a nadie le gusta?
Pero veinte años después ya no estoy nada seguro de que la mayoría esté dormida y no vea la negrura de la vida. El tiempo ha ido descubriéndome que son más los que viven angustiados ese drama; que no es que no «quieran ver» lo que deben hacer, sino que de hecho no «ven» la salidas porque su misma angustia se lo impide. Entonces -pienso yo- no puedo «engañarles» pintándoles una realidad color de rosa, pero tal vez los escritores debiéramos ayudar más a entender, serenar a las almas, descubrirle esos gozosos rincones de alegría que también existen y nadie quiere ver. No se trata, pues, de «consolar» a nadie, pero sí de ayudar a muchos.
Mas quizá la respuesta esté en que cada escritor cumpla con su vocación, y el nacido para inquietar inquiete, mientras que el nacido para aclarar ayude. Esto lo ha habido siempre y en todas las artes. Fra Angélico o Boticelli aquietan; Miguel Angel o El Greco inquietan. Bach o Vivaldi aquietan y Bcetboven o Schumann inquietan. ¿Y por qué preferir los unos a los otros? E, incluso, por qué no aceptar que un mismo escritor tenga días inquietantes y días consoladores. Algún amigo me echó una vez en cara que en mis artículos había domingos de apocalipsis, en que me parecía que el mundo era una porquería, y otros en lo que todo me parecía bueno. Posiblemente la verdad esté, no en medio, sino en los dos extremos a la vez. Porque ¿no es cierto que la realidad humana tiene tantos rostros como días transcurren? En todo caso, lo que yo no me perdonaría a mí mismo -y lo digo como propósito para el 91 que comienza- es que pasara un solo domingo sin abrir mi corazón y dárselo a quienes me leen con el suyo abierto.
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