7. Los tres consejos
Pocos días antes de Año Nuevo pasé ante las pantallas de Telemadrid una de las horas más intensas que yo haya conocido ante un televisor.
Fue durante el debate que, moderado por Jesús Quintero con muy buen pulso, mantuvieron sobre los más radicales problemas de la Fe Fernando Sánchez Dragó, desde una postura creyente muy personal, pero hondamente cristiana, y el embajador Puente Ojea, desde el más cerrado pero noble ateísmo. Fue un verdadero combate cuerpo a cuerpo, muy digno por ambas partes y, al mismo tiempo, de una hondura que no es ciertamente muy abundante en las pantallas televisivas.
Habría muchas cosas que comentar en ese debate, pero yo quiero detenerme sólo en la respuesta que Sánchez Dragó dio a una muy curiosa y muy hispánica pregunta de Jesús Quintero. Con una mezcla de seriedad e ironía en los labios, el presentador preguntó al creyente: «¿Y yo, señor Sánchez Dragó, qué tengo que hacer para no ir al infierno?»
La pregunta era bastante tópica y a la vez muy típica del agnóstico español, que parece ignorar que para los creyentes ése es un problema de tercera división, ya que nunca nos contentaremos con no ir al infierno, sino que aspiramos a preguntarnos qué es lo positivo que Dios espera de nosotros.
Pero Sánchez Dragó prefirió aceptar el reto de la pregunta y dio una respuesta triple, que tal vez no sería la que daríamos en un templo, pero que me pareció perfecta para el medio en que se daba y la persona a la que se dirigía.
«Tres cosas --dijo Fernando-. La primera, seguir la voz de tu conciencia. La segunda, amar a los demás como te amas a ti mismo. Y la tercera, no hacer nunca las cosas por sus frutos, sino por sí mismas; por ejemplo, no hacer este programa porque te lo paguen bien o mal, sino porque te gusta, porque te sale del cuerpo.»
No es una respuesta muy convencional, pero me gustaría que mis lectores reflexionasen un rato sobre ella.
Me gustó que empezase aludiendo a la conciencia y no al cumplimiento de tales o cuales cosas o a la huida de tales otras. Porque la fe es mucho más amplia y honda que el cumplimiento externo de tales o cuales preceptos. Y son muchos los que piensan que los creyentes no ponemos la conciencia en el lugar que le corresponde, el primero.
Esto, naturalmente, en el sentido que hay que dar -ya lo comenté no hace mucho en otra página de estos cuadernos- a la palabra «con- ciencia», que nada tiene que ver con la conveniencia, el gusto o el capricho. La conciencia es la voz interior que todos llevamos en nuestra alma y que constantemente no exige ir a más, realizar nuestra vocación de hombres en plenitud. No es, claro, la fuga subjetiva de toda norma y la elevación de las opiniones personales como única guía, sino, muy al contrario, esa voz que suele llevarnos la contraria y que nos descubre lo que hemos de huir como impropio del hombre y hacia lo que debemos caminar para realizar el ser que Dios creó y quiso que fuéramos. Una voz que reconoce, claro, nuestros derechos, pero mucho más nuestros deberes; esa voz de Dios que les habla incluso a los que creen no creer.
El segundo consejo no es menos importante y realmente resume en una sola frase toda la sustancia del Evangelio: «Amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos.» Así lo mandó literalmente Jesús de Nazaret y es, junto al consejo anterior, el resumen de todas nuestras relaciones con Dios y con el prójimo. Sartre habría dicho que «el infierno son los otros». Los cristianos pensamos que el infierno somos nosotros mismos cuando nos encerramos en nosotros mismos en una torpe masturbación del alma. Quien ama, en cambio, ¿cómo podría temer al infierno? Un solo hombre lleno de verdadero amor que entrase en él apagaría sin más sus llamas, Y el cielo, no le demos más vueltas, no es otra cosa que la plenitud de todo amor.
Y el tercer consejo es de menor importancia teológico, pero no de menor peso psicológico y humano: hacer las cosas que hacemos por el valor de las mismas y no por el dinero, el Prestigio, el éxito, los resultados que a nuestro bolsillo o a nuestra vanidad puedan producirles. Vistas así las cosas, lo mismo da ser emperador que barrendero, sano que enfermo, joven o viejo. Ser lo que somos apasionadamente. Ser apasionadamente joven cuando se es joven y entusiásticamente viejo cuando llega la vejez. Hacer, si se puede, aquello que uno ama, y si no se puede, amar sin reticencias aquello que se hace.
Hay en nuestro mundo, desgraciadamente, demasiadas personas que se ven obligadas a hacer tareas a contrapelo. Pero yo me temo que aún hay más que terminan aburriéndose hasta de aquello que amaban o que podrías) amar con un poco de esfuerzo. Y aún hay algo peor: gentes que podrían hacer lo que aman, aunque esto les supusiera vivir más modestamente, pero que prefieren hacer otras cosas menos amadas pero más remuneradas. ¿Es que el cochino becerro de oro va a acabar siendo el único dios que la mayoría venera? A fin de cuentas, yo pienso que irán al infierno aquellos que en este mundo convirtieron su corazón en otro infierno.
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