3. La noche de Adán
Joaquín A. Peñalosa describe en su Diario del Padre Eterno lo que tuvo que ser para Adán la primera noche de la historia.
Acostumbrado a la luz deslumbrante de la recién nacida creación, tuvo su cabeza que abarrotarse de preguntas cuando el primer sol se puso y la oscuridad se apoderó del mundo. Tal vez se volvió a Dios para preguntarle si era que «se acababa el mundo o que se había quedado ciego».
Y quizá dijo: «Es terrible esta demolición. No puedo ver ni la cercanía de mis manos. Del paraíso no ha quedado sino un frío montón de sombras. Hoy sé que eran vanos los tesoros del día.» Y le gritaría a Dios para inquirir «si esto tiene fui. Me has dejado ausente del mundo, fuera de mi casa, perdido en un túnel infinito. Ciego y aterrado. ¿Qué hiciste con el sol, Padre?»
Efectivamente: esa noche que nosotros aceptamos con toda norma- lidad, como parte del tiempo, porque sabemos por experiencia que mañana regresará el sol, ¿qué tuvo que ser para quien no la conocía, para quien no podía saber si mañana regresaría el sol?
Sin duda para él tuvo que ser doloroso ir descubriendo que Dios había partido el tiempo en dos y que la noche y el día eran para cosas. distintas (trabajar y descansar), pero las dos eran partes integrantes de una misma realidad temporal. Y tal vez hasta llegó a descubrir que el mundo no sería vividero si sólo existiese, siempre a todas horas, la luz cegadora del sol. Entendería que la vida humana se apoya en esos dos bastones y descubriría que hasta tal punto nuestro cuerpo se acostumbra a esa alternancia que, cuando en nuestra época se introduce esa fórmula de adelantar o retrasar los relojes, durante un cierto tiempo el cuerpo tarda en acostumbrarse y hasta se duerme mal por algunos primeros días.
Escribo todo esto pensando que, si en lo cronológico hay un día y una noche, también en el camino de la felicidad humana hay días y noches, horas de gozo abierto y horas de dolor, esperanzas y amarguras, días o meses en los que todo lo vemos claro y otros en los que la oscuridad invade los ojos de¡ alma. ¡Y ambos son parte de la realidad!
Maldecimos del dolor y las dificultades lo mismo que Adán maldijo la primera noche. Pero ¿qué sería de la existencia humana sin esa sal? ¿Seríamos más humanos si sólo rodaran por el alma horas de felicidad?
Pienso yo que todo hombre sensato debe asumir el cruzarse de la felicidad y el dolor lo mismo que ha asimilado y aceptado que tras el día venga la noche y lo mismo que sabe que «cada noche pare un día».
¿Es que la adversidad puede engendrar felicidad? Puede, al menos, engendrar muchas cosas: hondura de alma, plenitud de la condición humana, nuevos caminos para descubrir más luz, para acercarse a Dios.
Fray Luis de Granada escribió: «Tiene particular fuerza la noche como para adormecer los cuerpos, así también para despertar las almas y llevarlas a que conversen con Dios.» Es cierto: ¿cuántos humanos han encontrado a Dios o se han encontrado a sí mismos en la adversidad?
Claro que, para entender la noche y la adversidad hace falta tener muy aguzada el alma. Los chinos suelen decir que «los pájaros cantan durante el día y durante la noche cantan las aguas de la montaña». Aunque no todos tengan oído suficiente para escuchar este segundo y más secreto canto.
Tal vez por eso los místicos han elogiado siempre las virtudes de la noche. La del cuerpo y la del alma. San Juan de la Cruz lo sabía como nadie: « ¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! » Pero ¿Cuántos humanos reconocerán que la adversidad es o puede ser más amable que la alborada de la felicidad?
No hay que tenerle miedo al dolor, lo mismo que no le tenemos miedo a la noche. Sabemos que el sol sigue existiendo aunque no le veamos. Sabemos que volverá. Dios no desaparece cuando sufrimos. Está ahí de otro modo, corno está el sol cuando se ha ido de nuestros ojos.
Lo malo es cuando los hombres despilfarramos el dolor y nos portamos como los noctámbulos (en el sentido más triste de esta palabra).
«Hay -escribió Bernanos- una hora avanzada de la noche en la que los juiciosos hacen el tonto y los tontos no dejan de hacerlo.» Es cierto: ¿Hay algo más triste que una persona sensata que, a las tres de la mañana, atiborrada de estupidez y vino, se dedica a parecerse a toda la gente que, durante el día, desprecia? ¿Y cuántos humanos son «noctámbulos de dolor», gentes que, reconociendo que es parte de su vida, lo mismo que la noche es parte del día, se dedican a emborracharse de amargura y tristeza en lugar de descubrir las potencialidades de ese dolor?
Rostand aseguraba que «es durante la noche cuando resulta más hermoso creer en la luz». Es cierto: y durante la adversidad es cuando más hermoso resulta creer en el amor.
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