domingo, 23 de noviembre de 2014

Peras con canela (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

1. Peras con canela



¿Fue aquélla la noche más hermosa de la historia? Fue, al menos, una de las más dramáticas y tiernas que haya conocido el corazón humano. Fray Juan, el «medio fraile» de Santa Teresa, acaba de asomarse a la ventana de arco del convento que da al Tajo y vuelve a calcular mentalmente la altura que tiene que descender con el atadijo de tiras de manta -que se ha hecho y el salto -metro y medio- que tendrá que dar aún, cuando su apaño se acabe. Sabe que tendrá que saltar con mucho cuidado de quedar bien pegado a la pared, pues, si lo hace un par de varas más allá, rodará por la pendiente rocosa de la cuenca de¡ río. Atrás van a quedar los nueve meses en los que sus ¿hermanos? los calzados le mantuvieron encerrado no en una cárcel, sino en una cueva de seis pies de ancho por diez de largo, y que no tenía más luz que una ventanuco de muy pocos centímetros, abierto allá arriba, lejos de su alcance. Allí ha vivido esos nueve meses; allí ha hecho sus necesidades; allí ha comido su ración de pan y agua con alguna que otra sardina, sin poder cambiarse siquiera de ropa; allí ha pasado las heladoras noches toledanas en invierno y el calor sofocante de los últimos días del verano. Ni siquiera ayer-, que era el día de la Asunción, le han concedido el placer de poder decir misa. Y esto último es lo que ha precipitado la decisión del fraile: hay que huir de esta prisión, huir como sea.



Por eso está ahora frente a esta ventana en una noche de alta luna. Se asegura de que en uno de los bolsillos de su hábito va su único tesoro: esos papeles en los que, con un lapicero, ha podido copiar unas canciones de amor sagrado que fue componiendo en los días de máxima amargura.



Y es que este fray Juan, en lugar de dejarse llevar por la tristeza o el resentimiento, ha dedicado sus largas horas de soledad a escribir, primero mentalmente, después, por la bondad de un carcelero que le presta papel y lápiz, por escrito, por si la traidora memoria traspapela algún adjetivo. Esos papeles son, él no lo sabe, ni siquiera lo sospecha, la página más hermosa que escribió jamás la poesía castellana, unos «versillos» ante los que -sólo que muchos siglos más tarde-se extasiarán las generaciones. Ahora van allí, arrebujados en el bolsillo del hábito del fraile.

Hábito del que ahora se desprende para bajar mejor, medio desnudo, por la trenza que ha hecho con sus mantas cortadas a tiras. Hábito que volverá después a ponerse, temblándole aún el corazón, después de la peripecia del salto.





Y ahora vendrá el verdadero drama de la noche. ¿Cómo salir de este patio-corral en el que ha caído y que parece no tener escala ni salida? ¿Cómo moverse después en la noche por esta ciudad que desconoce? ¿Acaso podría a esas horas encontrar
el convento de sus monjas reformadas? ¿Le abrirían las carmelitas la puerta si llamaba a esas horas?
Tendrá que vagabundear por las calles toledanas esperando que la suerte le ampare. Un grupo de verduleras que dormitan al pie de sus puestos, al verle ojeroso, roto de traje y descalzo, piensan que el fraile viene de una sucia correría nocturna y «le baldonan con palabras soeces», como alguien contará mucho más tarde, cuando se haga el proceso de beatificación de este frailecillo.

Al fin, tras pasar el resto de la noche en un portal que tiene la caridad de prestarle un caballero, podrá muy de mañana llamar a la campanilla de «sus» monjas. Y hay en el convento un revuelo de hábitos cuando, tras el torno, dice su nombre el fugitivo. Las monjas -¡ay, los escrúpulos de conciencia!- se preguntan si pueden y deben recibirle. Al fin, como son listas, encuentran la disculpa canónica para hacerlo: hay una religiosa enferma que ayer pidió confesión. Fray Juan podrá hacerlo y de paso refugiarse de momento.

Las monjas, al verle, se asustan: tan macilento está, tan sin fuerzas hasta para hablar. Temen las monjas que se les muera de un momento a otro; mas como presienten que sus carceleros, los calzados, estarán a estas horas buscándole ya por todas partes, sin acordarse siquiera de darle de comer, cuidan, ante todo, de ocultarle. Y vienen, efectivamente, sus guardianes y registran minuciosamente convento e iglesia, pero las monjas son suficientemente listas como para ocultarle.

Al fin, cuando ha pasado el mediodía, dicen las monjas a fray Juan que no puede continuar tantas horas en la clausura, pero que bien podrá esperar en la iglesia y así, a través de las rejas, hablarles de su aventura espiritual de estos nueve meses. Y sólo ahora recuerdan que por fuerza ha de estar hambriento. Pero ¿qué prepararle a este estómago que durante nueve meses no ha salido del pan y las sardinas?

Yo me he permitido contar esta escena en un pequeño soneto, que se titula como este artículo y dice así:

Mientras el cielo está de centinela,

al fraile con el cuerpo malherido

las monjas conmovidas le han servido

unas peras cocidas con canela.

Lee el fraile al amparo de una vela

unas pocas canciones, que ha podido

rescatar de la cárcel, donde ha sido

huésped, cautivo, pájaro y gacela.

fue a refugiar «en la falda del hábito del padre Juan», y cuando otros religiosos «la cogieron, teniéndola por las orejas, por dos veces se les huyó, y se iba adonde estaba el dicho Santo y se echaba en su falda». ¡Y qué envidia tengo yo de aquella liebre!


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