29. No somos dioses
Tal vez no me ha costado nunca tanto trabajo escribir un artículo como este de hoy: porque sé que, con él, voy a hacer sufrir a algunos de mis lectores y porque sé que yo mismo lo escribo con el dolor de quien, para decir la verdad, necesita tomar el escalpelo y sajar en carne viva. Y es que voy a tratar de la muerte de cada uno de nosotros.
Con muchísima frecuencia recibo cartas de personas conmocionadas por la muerte de un ser querido. Todas están escritas a gritos, a hachazos. «¿Por qué?», aúllan. Y son muchas las que no aceptan su condición humana y acaban volviéndose contra Dios, que ha querido, permitido o tolerado tales muertes.
Y yo - que entiendo ese desgarramiento inicial, que descubre lo grande que debe ser el amor que produce tal dolor al romperse- tengo que volver a repetir algo que me parece obvio: quien no empieza por reconocer y aceptar que él y sus seres queridos son mortales, y que esto no es ninguna injusticia, sino parte de¡ juego de ser hombres, sufrirá más de lo justo y, tal vez, malgastará lo mejor de su vida.
Mirad, yo he pensado millares de veces en lo que debió de sentir Cristo al darse cuenta de que también para El se acercaba la muerte y lo que debió de sufrir María cuando le tuvo muerto entre sus brazos. Dios es inmortal, pero sí Cristo tenía que ser hombre en plenitud, «tuvo» que aceptar la propia muerte (real, no en apariencias) como parte de su destino. Y a María, como mujer y madre que era tuvo también que llenársele de preguntas la cabeza queriendo saber por qué su Padre no había salvado a su Hijo de la muerte (¡y qué muerte!)
He pensado tanto en esto, que este verano comencé un proyecto de libro, que se titulará Diálogos de pasión, y en el que -imaginariamente-
hago hablar a Cristo con sus más íntimos sobre el porqué de su muerte, el sentido de su vida, lo que va a ser y será después de resucitado.
Y en el primero de esos diálogos, poéticos e imaginarios, Jesús habla con María precisamente en el día en que ha tomado conciencia de que la muerte no es una teoría, sino que está ahí,, que se acerca a El a pasos agigantados. La Madre percibe que algo ha pasado en Jesús y le pregunta qué ocurre. El responde:
Ocurre que he sentido
un ala negra golpeando mi rostro,
un látigo de hielo, una caliente
bofetada amarga de ceniza.
Era... cual, si de pronto
faltara un escalón en la escalera
y te quedaras colgando,
sin acabar de caer ni sostenerte,
mientras un buitre negro te picotea el alma.
¿Estaba, Madre, en la antesala de la muerte?
A lo que María responde:
Hace ya muchos años, hijo,
que yo conozco ese desierto.
Ser hombre es presentirlo.
Y ser mujer sentirlo doblemente.
Cuando engendras un hijo
te crees, por un momento, fabricante de vida,
pero los mismos alaridos del parto
te dicen que es muerte lo que engendras,
que das a luz lo fugitivo,
y que te salen del vientre
trozos de vida y muerte barajados.
Todas las madres saben que dan
a luz aprendices de muerto
Esta última frase de María ha rondado males de veces mi corazón: todos los hombres somos aprendices de muerto. Dios, teóricamente, hubiera podido fabricar seres inmortales (y lo hizo cuando con su gracia concedió a Adán y Eva la inmortalidad), pero sabiendo que, sin esa gracia de sostén, la naturaleza del hombre es mortal. Y fue el hombre quien, por el pecado, perdió aquella gracia especialísima. Gracia que volverá a darnos al resucitar; pero, en el camino, nos ha dejado en nuestra condición normal, para que vivamos hasta el fondo (como vivió su Hijo) la condición mortal humana.
Si no aceptamos esto humildemente nos romperemos la cabeza contra el misterio. Incluso perderemos los años de nuestra vida mortal soñando que somos dioses y eternos en este mundo.
La inmortalidad -dice la fe- vendrá, pero no ahora, sino cuando nos incorporemos plenamente a la resurrección de su Hijo. Porque El vendrá con gozo. ¿No han pensado ustedes que en el evangelio siempre se pinta la vida eterna como un banquete gozoso? Y que, cuando se nos invita a estar preparados y esperando, se nos dice que esperemos como la novia espera al novio y no como el niño miedoso espera al coco. El novio, sí, vendrá. ¿Por qué? Porque nos ama. ¿Y para qué? Para casarse con nosotros y para hacernos felices. Entonces, sí, seremos aún hombres, pero estaremos ya divinizados. Y la muerte nada podrá contra nosotros y nuestros seres queridos.
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