35. Los sueños y los estudios
Recibo con frecuencia cartas -larguísimas-- de muchachos o muchachas que me cuentan sus vidas, sus proyectos, sus esperanzas, que piden una orientación o un consejo. Y muchas de ellas coinciden en una especie de esquema común que, por lo que se ve, debe de ser bastante corriente entre la juventud de hoy. Son -les Hamo yo- «los soñadores irreales».
Está, por ejemplo, esta muchacha de veintipocos años que, desde hace cinco, acaricia un sueño: irse a trabajar en alguna escuela, en algún hospital, en algún centro de promoción a Iberoamética. O a Africa. O adonde sea. ¿Y por qué no realiza su sueño? Primero no sabía cómo podía hacerse eso. Luego conoció a una amiga que le contó la apasionan- te historia que ella había vivido en Bolivia o no sé dónde. Y le dio la dirección a la que tenía que dirigirse. Pero nuestra buena amiga continué indecisa, porque en realidad quería y no quería. Esperaba, como ella me dice, «que alguien pasara por su lado, la llamara por su nombre, le resolviera todos los problemas materiales y le dijera: Vente conmigo».
Pero, de pronto, la carta de esta muchacha gira. Y lo que ahora me cuenta es que es un desastre en sus estudios. Fue, en sus años de COU y BUP, una muchacha normal que aprobaba sin mayores dificultades sus cursos. Alguna vez le quedaba colgando alguna asignatura, pero rápidamente se recuperaba y todo seguía bien. Pero ahora, desde que empezó su carrera, las cosas han ido cada vez peor. Suspende y suspende y se siente incapaz de seguir adelante. Para colmo, se ha metido en la tela de araña de las mentiras: en su casa dice que está estudiando tercero, pero en realidad le queda sin aprobar buena parte de primero. Esta mentira la deja también fuera de juego con sus amigas, pues cuando éstas se ponen a hablar de estudios, ella no sabe qué decir, huye de la conversación. Y acaba huyendo también de sus amigas. Y -dice- «no sé qué me pasa. Estoy totalmente apática. Cada vez retengo menos las cosas, me siento insegura, en falta. Y me pregunto si algún día llegaré a trabajar en lo que realmente me gusta. Me falta la fuerza, la voluntad. Me gusta aprender cosas, pero no estudiarlas. Y lo peor es que me he acostumbrado a esta situación y ya no sé cómo hay que hacer para salir de ella».
Estamos ante el caso típico de la soñadora que padece las dos enfermedades más comunes en la juventud: la falta de coraje en la preparación y la indecisión ante la acción, y que, además, ignora que estas dolencias sólo puede curárselas un médico: ella misma.
La primera enfermedad consiste en olvidar que no hay persona donde no hay esfuerzo. Cuando los hombres nacemos no nos dan un alma construida, nos dan los materiales para edificarla. Nadie nace sabio o genio. Nadie sabe lo que no ha acumulado. Y sólo con muchos años de pelea en serio puede uno acercarse a algo que se parezca a la dignidad. Quien es incapaz en sus estudios, ¿cómo podrá realizar algo decente el día de mañana? Pueden darse casos, es cierto, de personas que, porque se equivocaron al elegir su carrera, fracasan provisionalmente y triunfan luego, cuando encuentran la adaptada a ellos. Pero quien, sin más, se entrega en brazos de ese desencanto, nunca llegará a nada.
La otra enfermedad -y ésta no sólo la padecen los jóvenes, sino una gran parte de nuestros contemporáneos- es la permanente indecisión entre varias tareas. A éstos, buena parte de la vida se les escapa en pensar lo que van a hacer o en esperar que se lo den hecho.
Recuerdo ahora aquel consejo que Vinoba daba a sus seguidores cuando le insistían y le volvían a insistir en que les aclarase lo que debían hacer-, «Tengo demasiada prisa para pensar dos veces en esto. No pierda usted el tiempo en pensar si es o no difícil: haga.» Y es que Vinoba, como comentaba uno de sus alumnos, «sabía liberar a la gente de¡ peor de los males, que es oscilar entre propósitos 'opuestos. Sabía hacerles cumplir la más difícil de las tareas, que es la de empezar cualquier cosa en seguida».
Y ya he dicho que estas dos enfermedades sólo puede curarlas el mismo que las padece. Porque aquí no hay voluntades sustitutorias. Los demás pueden darnos un consejo, una opinión. Pero ni los consejos ni las opiniones construyen lo que es tarea de la propia voluntad.
Por eso yo le diría a mi amiga que lo que tiene que hacer para salir de su apatía es, simplemente, salir de ella. Dejarse de hacer y de hacerse preguntas y actuar. Trabajar. Estudiar. No permitirse a sí misma el vagabundeo de los sueños. Coger el timón de su propia vida y empezar a remar. Probablemente le ayudase mucho el salir de la telaraña de mentiras teniendo el coraje de decir la verdad a los suyos. Pasar un mal rato, y tal vez hacérselo pasar un día a los suyos, siempre será mejor que el que se enteren por fuera y se sientan, además de defraudados, traicionados. Y luego trabajar. Ahora construyéndose un alma digna de hacer algo mañana. E ir tomando decisiones sin ambigüedad, sabiendo lo que se quiere y adónde se va.
Pero no esperar varitas mágicas ni milagros. Que no vendrán
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