lunes, 29 de diciembre de 2014

San Tomás Becket, - San David A.T. (29122014)

lunes 29 Diciembre 2014

San Tomás Becket,




Santo Tomas Becket, obispo y mártir
Santo Tomas Becket, obispo y mártir, que, por defender la justicia y la Iglesia, fue obligado a desterrarse de la sede de Canterbury y de su misma patria, Inglaterra, a la que volvió al cabo de seis años y donde padeció mucho hasta que emigró hacia Cristo, al ser asesinado en la catedral por los esbirros del rey Enrique II.
Hay una tradición muy conocida en la que se relata que la madre de Santo Tomás Becket era una princesa sarracena que, perdidamente enamorada de un peregrino o un cruzado inglés apellidado Becket, lo siguió desde Tierra Santa y a través de Europa, sin pronunciar ante las gentes que encontraba a su paso más que las dos únicas palabras que conocía en inglés y que le interesaban: «London» y «Becket». Así fue como encontró por fin a su amado, se convirtió al cristianismo y se casó con él. En realidad, no hay ningún fundamento para esta leyenda. Varios contemporáneos nos han hablado de los parientes del santo. Un tal Fitz Stephen, un clérigo al servicio de la familia, dice: «Su padre era Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su madre era el de Matilda. Los dos eran ciudadanos de estirpe burguesa que no hicieron dinero con la usura ni ejercieron el comercio, pero vivían respetablemente con lo que tuviesen». Otros dicen que el nombre de la madre era Rohesia y que fue normanda como su marido. De todas maneras, se sabe que el hijo de la pareja nació el día de santo Tomás del año 1118, en Londres, y que fue enviado a educarse con los canónigos regulares en Merton, localidad del Surrey. Al cumplir los veintiún años, perdió a su madre y, poco después, a su padre. Ya para entonces, los bienes de Gilbert habían menguado bastante y Tomás tuvo que trabajar como empleado de un pariente, llamado Osbert Eightpence, en Londres. También trabajó para Richer de l'Aigle, quien gustaba de hacerse acompañar por el chico en sus cacerías, sobre todo cuando las hacía con halcones y, así despertó en Tomás la afición por las correrías a campo abierto, que siempre cultivó. Cierto día en que perseguía a una presa, el halcón que llevaba sobre el hombro, se lanzó al río para atrapar a un pato. Tomás, temeroso de perder a su halcón, se lanzó también al agua con la intención de rescatarlo, pero la rápida corriente lo arrastró hasta un molino y sólo salvó la vida gracias a que la rueda del molino se detuvo, milagrosamente según se dijo, cuando estaba a punto de triturar el cuerpo del joven. Aquel incidente fue característico de la impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que «le hicieron tomar la vida más en serio». Al cumplir los veinticuatro años, obtuvo un puesto en la servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury.

No pasó mucho tiempo sin que recibiese las órdenes menores y muchos favores por parte de Teobaldo, quien se preocupó de que Tomás obtuviese numerosos beneficios en toda la zona comprendida desde Beverley hasta Shoreham. En 1154 fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de Canterbury, un puesto que era, por entonces, el primero en dignidad eclesiástica en Inglaterra, después de los obispos y los abades. Teobaldo le encomendó el manejo de asuntos muy delicados, rara vez hacía algo sin consultarle, en varias ocasiones le envió a Roma con misiones importantes. Por otra parte, el arzobispo jamás tuvo motivos para arrepentirse de haber depositado su entera confianza en Tomás de Londres, como se le llamaba generalmente. En el «Thomas Saga Erkibyskupus», de Norse, se describe al joven y brillante clérigo de esta manera: «Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con cabello oscuro, nariz larga y facciones duras. Su carácter alegre le hacía atractivo y amable en la conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no obstante cierto leve tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su mente, que siempre hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el asunto más simple, por su diestra manera de tratarlo». Los monarcas gustan tener a la mano a hombres de esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de Tomás de Londres, se había conseguido que el Papa, beato Eugenio III, dejase de apoyar la sucesión al trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta manera, la corona quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia 1155, nos encontramos a santo Tomás Becket, a la edad de treinta y seis años, nombrado canciller del rey Enrique II.

Su secretario, Herbert de Bosham, escribió al respecto que «Tomás dejó de lado su dignidad de archidiácono y se hizo cargo de sus deberes de canciller, que desempeñó con entusiasmo y habilidad». Por cierto que su talento tuvo un amplio campo de acción, puesto que el cargo de canciller era uno de los más destacados del reino. Así como otro canciller y mártir posterior, santo Tomás Moro, fue amigo personal y fiel servidor de su soberano Enrique VIII, Tomás Becket era amigo de Enrique II y en mayor grado de intimidad. Se ha comentado que el monarca y su canciller no tenían más que un solo corazón y una sola cabeza; si acaso era así, es indudable que la influencia de Becket tuvo muchísimo que ver en aquellas reformas por las que tanto se alaba a Enrique II, como por ejemplo, las medidas para administrar mejor la justicia y la igualdad de trato, por medio de un sistema de leyes más uniforme. Pero su amistad no se limitaba al común interés en los asuntos de Estado y, en los momentos de descanso y de holgura, sus relaciones personales eran de un «compañerismo retozón», como las describen algunos escritores. Una de las más destacadas virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente la magnificencia, aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su residencia y su servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le envió a Francia para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba formado por doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros y nobles, clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana de ocho carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza, micos y mastines. Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto esplendor y comentaron entre sí: «¡Si este es el canciller del Estado, cómo será la magnificencia del rey!» La forma en que trataba a sus invitados y recibía a sus huéspedes, estaba a la altura correspondiente, y su generosidad hacia los pobres estaba en proporción con todo lo demás.

En el año de 1159, el rey Enrique formó en Francia un ejército de mercenarios, con el propósito de recuperar el condado de Toulouse, que pertenecía, por herencia, a su esposa. En las contiendas que resultaron, tomó parte Becket con un ejército de setecientos de sus caballeros y no sólo dio muestras de ser un buen general, sino también un valiente luchador. Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no obstante su condición de clérigo, participó en encuentros con el enemigo, cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, no es sorprendente que el prior de Leicester, al encontrarse con él en Rouen, exclamase lleno de asombro: «¿Qué hacéis vestido de esa manera? ¡Más parecéis un guerrero que un clérigo! Sin embargo, sois un clérigo en vuestra persona y mucho más lo sois en vuestras dignidades: archidiácono de Canterbury, decano de Hastings, preboste de Beverley, canónigo de ésta y de aquella iglesia, procurador del arzobispado y, según corren los rumores, con muchas posibilidades de llegar a arzobispo». Becket recibió los reproches con toda serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres pobres sacerdotes ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que verse él elevado a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir, inevitablemente, entre el favor del rey y el favor de Dios.

No obstante que la participación continua en los asuntos públicos, la magnificencia espectacular y la actividad secular eran los aspectos predominantes en la vida de Becket como canciller, no eran los únicos. Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y violento, pero también sabemos de sus «retiros» en Merton, de las disciplinas a que se sometía y de sus plegarias en las largas noches de vigilia. Asimismo, conocemos el testimonio de su confesor sobre la intachable vida privada del canciller bajo condiciones de extremo peligro y grandes tentaciones de toda especie. Y, si a veces iba demasiado lejos al colaborar en los planes y proyectos de su real señor, que a veces infringían los derechos de la Iglesia, no tuvo reparos en marcarle el alto en otros asuntos peores, como el caso del matrimonio de María de Boulogne, que siendo abadesa de Romsey contrajo matrimonio contra el parecer de la Iglesia por asumir los títulos nobiliarios.

Teobaldo, el arzobispo de Canterbury, murió en el año de 1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se hallaba en Normandía con su canciller, a quien ya tenía pensado entregar el arzobispado. En cuanto le hizo la propuesta, Becket repuso con firmeza: «Si Dios permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle. No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una amarga e interminable desavenencia entre vos y yo». El rey hizo caso omiso de los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad obstinadamente, hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La elección se llevó a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se encontraba en Londres, dio su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió inmediatamente de Londres a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos privados entre diversos miembros de su clero y a todos les recomendó encarecidamente que le observaran y le advirtieran de la menor falta en su conducta, «porque en esas cuestiones, cuatro ojos ajenos ven mejor y más claramente que los dos propios». El sábado de la semana de Pentecostés, fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de Rochester, y en la octava de Pentecostés, recibió la consagración de manos de Enrique de Blois, obispo de Winchester (santo Tomás decretó que el aniversario de su consagración se observase en toda su provincia con una fiesta en honor de la Santísima Trinidad, ciento cincuenta años antes de que esa conmemoración se adoptase en la Iglesia de Occidente). Poco tiempo después, recibió el palio que le enviaba el Papa Alejandro III.

Hacia fines de aquel año, se produjo un cambio notabilísimo en su manera de vivir. Sobre sus carnes llevaba una camisa de cerdas, y su vestimenta ordinaria era una casaca negra, una sobrepelliz de lino y la estola sacerdotal al cuello. De acuerdo con la regla de vida que estableció para sí, se levantaba muy de mañana para leer las Sagradas Escrituras, siempre en compañía de Herbert de Bosham, a fin de discutir o aclarar con él algunos de los pasajes. A las nueve de la mañana, cantaba la misa, o bien asistía a ella cuando no era él quien la celebraba. Una hora más tarde, y a diario, distribuía personalmente las limosnas, las que elevó al doble de lo que daban sus antecesores. Dormía o descansaba un poco después del mediodía y, a las tres de la tarde, comía con sus invitados y familiares en el gran salón. En vez de música, durante la comida se leía un libro piadoso. Siempre se sirvieron en su mesa los alimentos más escogidos y los manjares suculentos, pero eso era para los huéspedes e invitados, porque el arzobispo conservaba invariablemente una templanza y una moderación notables. Casi todos los días visitaba la enfermería y el vecino claustro de los monjes. Entre sus propios familiares y servidores, estableció cierta regularidad monástica. Tomaba especial cuidado en la selección de candidatos a las sagradas órdenes, los examinaba personalmente y, de acuerdo con su capacidad judicial, ejercía la justicia rigurosamente. «Ni siquiera las cartas y las solicitudes del rey tenían poder alguno para inclinarle en favor de un hombre que no tuviese el derecho justo de su parte», dicen sus biógrafos.

No obstante que el arzobispo había renunciado a su cancillería, en contra de los deseos del rey, las relaciones entre ambos se conservaban tan amistosas como antes. A pesar de ciertas diferencias, el rey Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba grandes muestras de afecto y parecía conservar aún el cariño que le había profesado desde un principio. El primer descontento serio se produjo en Woodstock donde residía temporalmente el monarca con su corte. Era costumbre pagar dos chelines anuales a los alguaciles de los condados, por cada una de las parcelas de tierra arrendadas o de propiedad de los colonos, a fin de que los alguaciles protegieran a éstos contra la rapacidad de los cobradores de impuestos (parece que en estos cobros se hacían los chanchullos de la peor especie). En aquella ocasión, el rey ordenó que las sumas le fueran pagadas a su tesorero. El arzobispo le hizo ver que se trataba de un pago voluntario que no podía ser cobrado, ni mucho menos exigido como un haber de la corona. «Si los alguaciles, sus sargentos y oficiales», replicó Becket, «cumplen con defender y proteger al pueblo, pagaremos; de otra manera, nada se pagará». A esto repuso el rey con un juramento profano: «¡Por Dios, que sí pagaréis!», exclamó altivo y con tono airado. «Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi rey y señor», dijo Becket, «debo advertiros que no se pagará ni un penique en las tierras bajo mi jurisdicción». El monarca no dijo nada más en aquel momento, pero ya estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de Brois, un canónigo que fue acusado de asesinato. Según las leyes de aquellos tiempos, el canónigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el obispo de Lincoln lo declaró inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió como observadores, Simón Fitzpeter, citó al acusado ante su propio tribunal civil. El canónigo Felipe se negó a aceptar aquel proceso y se dirigió a Fitzpeter con altanería y en términos insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese juzgado por el delito original, y además por desacato a la autoridad. Pero intervino Tomás Becket para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo que el monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa fue aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le condenó a ser azotado y a la suspensión temporal de sus beneficios. Al rey Enrique le pareció demasiado benigna aquella sentencia y convocó a los asesores para demandarles: «¿Me juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al acusado por ser un miembro del clero?» Todos se manifestaron prontos a jurar, pero Enrique no quedó satisfecho y su resentimiento aumentó.

Se acumularon incidentes y conflictos semejantes, hasta que, en el mes de octubre de 1163, el rey convocó a los obispos a un concilio en Westminster, para exigirles que se hiciera entrega a los poderes civiles de los clérigos delincuentes y criminales a fin de aplicarles el merecido castigo. Los obispos se mostraron un tanto vacilantes y atemorizados, pero Tomás los alentó a mantenerse firmes. Entonces el rey les pidió una solemne promesa de atenerse a sus reales costumbres, las cuales no especificó. Santo Tomás y los otros miembros del concilio accedieron, pero con la salvedad de que, «si las costumbres del rey afectaban a la Iglesia», no podrían tolerarlas. De acuerdo con los objetivos del monarca, aquella salvedad equivalía a una rotunda negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a Tomás de algunos títulos, beneficios y castillos que el arzobispo conservaba desde sus tiempos de canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista realizada en Northampton, el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a modificar su actitud, y el conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de Salisbury, a principios de 1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo muy débil por parte del papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se mostró conciliatorio y aun prometió hacer «todo lo posible por aceptar las 'costumbres' del rey», pero en cuanto leyó las constituciones en las que se exponían detalladamente esas costumbres reales que él debía aprobar, exclamó: «¡No permita Dios que yo ponga mi Sello en esto!» Las constituciones establecían, entre otras cosas, que ningún prelado podía abandonar el territorio del reino sin el permiso del monarca, ni apelar a Roma sin el consentimiento del mismo; ningún funcionario con algún alto puesto civil o cortesano podría ser excomulgado en contra de la voluntad del rey (esto se había reclamado desde los tiempos de Guillermo I, pero nunca se concedió porque era una evidente infracción a la jurisdicción espiritual de la Iglesia); los beneficios de las sedes u otros puestos eclesiásticos vacantes y las ganancias que produjeran, quedarían bajo la custodia del rey (aquel abuso ya había sido reconocido durante el reinado de Enrique I); y -lo que llegó a ser la cláusula crítica- los clérigos convictos y sentenciados en los tribunales eclesiásticos deberían quedar a disposición de los funcionarios del rey (con la posibilidad de recibir el castigo por partida doble).
El arzobispo estaba ya profundamente arrepentido de haberse mostrado débil al principio, en su oposición a las pretensiones del rey, y se mostraba muy dispuesto a poner un ejemplo que los otros obispos habrían de seguir sin vacilaciones. «¡Soy un hombre orgulloso y vano!», exclamó entonces, lleno de amargura, «No soy nada más que un criador de aves de presa y perros de caza ¡Y es a mí a quien han hecho pastor de un rebaño! No merezco otra cosa sino que me expulsen de la sede que ocupo». Desde aquel momento y durante más de cuarenta días, en tanto que aguardaba la absolución y la autorización del Papa, no volvió a celebrar la misa. Hizo repetidos intentos de allanar las cosas y llegar a la concordia, pero ya el rey Enrique le consideraba como su enemigo y le había sometido a una persecución sistemática que culminó con una denuncia judicial contra Tomás para que pagase 30.000 marcos que supuestamente le debía de los tiempos en que fue canciller del reino (no obstante que, al ser consagrado arzobispo, obtuvo un documento de descargo, perfectamente claro y preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo cuando fue a solicitarle audiencia en Woodstock. y en dos ocasiones se le impidió cruzar el canal para trasladarse al continente a fin de presentar su caso ante el Pontífice. Después, el rey Enrique convocó a un nuevo concilio en Northampton.

De aquella reunión resultó un ataque concreto y directo en contra del arzobispo, en el que los prelados se plegaron a los deseos de los señores. En primer lugar, se le condenó a pagar una crecida multa por no haberse presentado ante el tribunal del rey luego de haber recibido una cita para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo lugar, se pronunciaron varias causas por mal uso del dinero del reino y, por fin, se le exigió qué presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el obispo de Winchester, abogó por el descargo del canciller, pero no se le autorizó a tomar su defensa. Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de 2.000 marcos de su propio peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás celebró la misa votiva de san Esteban Protomártir y, al término de la misma, sin mitra ni palio, con la cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se dirigió a la sala del concilio. El rey y los barones deliberaban en una habitación aparte. Tras una larga espera, el conde de Leicester salió para hablar con el arzobispo: «El rey manda que le entreguéis las cuentas», le dijo, «en caso contrario, seréis sometido a un juicio». «¿Un juicio?», preguntó extrañado santo Tomás, «la iglesia de Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal. Por lo tanto, en lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de que responder ni puedo ser sometido a proceso». Luego de una fría reverencia, el de Leicester dio media vuelta para informar al rey sobre la contestación, pero Becket le detuvo. «Señor conde e hijo mío, escuchad», dijo en tanto que tendía una mano hacia él, «estáis obligado a obedecer a Dios y a mí antes que a vuestro rey terrenal. No hay ley ni razón que permita a los hijos juzgar a sus padres ni condenarlos. Por eso rechazo el juicio del rey y el vuestro y el de todos. Tan sólo por el Papa puedo ser juzgado, después de Dios y ante Él». Ya para entonces, los barones habían salido de la habitación privada y escuchaban a Becket en la sala de concilios. Este se dirigió concretamente a los prelados: «A vosotros, obispos, compañeros míos, que habéis servido al hombre antes que a Dios, a vosotros os convoco ante el Pontífice. De esta manera, protegido por la autoridad de la Iglesia católica y de la Santa Sede, salgo de aquí». Un vocerío en el que se destacaba la palabra «¡Traidor, traidor!», siguió al arzobispo, que abandonó la sala pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde el puerto de Northampton, bajo una lluvia torrencial y, tres semanas más tarde, dentro del mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.

Santo Tomás y los pocos fieles que le siguieron, desembarcaron en Flandes y se refugiaron en la abadía de Saint Omer, gobernada por san Bertino. Desde allí, el arzobispo envió delegados a Luis VII, rey de Francia, quien los recibió amablemente y formuló la invitación para que Tomás Becket se amparase en sus dominios. En aquellos momentos, el papa Alejandro III se encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que santo Tomás pudiese llegar allí, los obispos y caballeros del bando del rey Enrique se le adelantaron para formular gravísimas acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice, pero ya habían partido cuando llegó el acusado. Tomás mostró al Papa las dieciséis Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales fueron calificadas de «intolerables» por el Pontífice, quien incluso reconvino al arzobispo por haber pensado en aceptarlas. Entre los clérigos, su principal enemigo era Gilbert Foliot, obispo de Londres. Este comenzó su arenga con mucha vehemencia y el Papa le interrumpió: «¡Por gracia, hermano!», le dijo. «¿Debo tener gracia para él, mi señor?», preguntó Gilbert, a lo que el Papa respondió: «No imploro la gracia para él, hermano, sino para ti mismo».

Al día siguiente, en la segunda entrevista, confesó Becket haber recibido la sede de Canterbury, aunque en contra de su voluntad, pero sí por medio de una elección que posiblemente se llevó a cabo fuera de los cánones y en la que él no había participado de ninguna manera. Después de esta admisión, renunció a su dignidad en manos del Sumo Pontífice, le entregó el anillo que sacó de su dedo y se retiró. En seguida, le llamó de nuevo el Papa y le devolvió todas sus dignidades y le mandó que no abandonase su puesto, ya que eso equivaldría, evidentemente, a abandonar la causa de Dios. El Papa recomendó al exilado arzobispo al abad del Pontigny para que le hospedara y protegiera. Santo Tomás ingresó a aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro religioso, un lugar de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a las reglas del convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su favor. Dedicó el tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios como a sus contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo pacífico. Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los amigos, parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra ellos y a muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran, miserables y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por culpa suya habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados comenzaron a llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse el capítulo general de la orden del Cister en Citeaux, recibió una intimación del rey de Inglaterra en el sentido de que si los monjes persistían en asilar a su enemigo, procedería a confiscar las casas de la orden en todos sus dominios. No le quedaba al abad del Cister otra alternativa que la de insinuar a santo Tomás la necesidad de abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo prontamente y fue a refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens, como huésped del rey Luis de Francia. A lo largo de casi seis años, hubo negociaciones entre el Papa, el arzobispo y el monarca inglés. A santo Tomás se le nombró legado a latere para toda Inglaterra, a excepción de York, y, desde su alto cargo, excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró amenazante y también conciliador, pero el papa Alejandro creyó conveniente anular algunas de sus sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la lucha. En enero de 1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una conferencia con el arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en dos puntos de los que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó a cabo en Montmartre durante el otoño, fracasó también, a causa de la intransigencia de Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los obispos para ordenarles la publicación de una sentencia de entredicho sobre el reino de Inglaterra.

Entonces, sin que nadie lo esperase, en julio de 1170, el rey y el arzobispo se reunieron de nuevo en Normandía y, por fin, se llegó a una reconciliación sin que se hicieran, al parecer, referencias a los asuntos en disputa. El 19 de diciembre, santo Tomás desembarcó en Sandwich y, no obstante que el alguacil de Kent trató de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes alineadas a lo largo del camino le aclamaban, y las campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin embargo, aquella no era la paz (en marzo de aquel mismo año, es decir ocho meses antes, san Godrico había enviado un mensaje a santo Tomás para vaticinarle que regresaría a Inglaterra y moriría poco después. Cuando Tomás se despidió del obispo de París le dijo: «Vuelvo a Inglaterra para morir»). Los que retenían el poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su merced, y Tomás se vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de tratar con Roger du Pont-l'Evéque, arzobispo de York, y los otros obispos que habían colaborado con éste en el acto de coronación del hijo del rey Enrique, en abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en contra de las instrucciones del Papa. Ya había enviado santo Tomás las cartas de suspensión para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los obispos de Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a Francia, donde estaba el rey Enrique, para apelar a su justicia.

Mientras tanto, Tomás Becket permanecía en Kent, sujeto a la constante persecución y a los insultos del señor Ranulfo de Broc, a quien el arzobispo había exigido (inoportunamente, dadas las circunstancias) la devolución del castillo de Saltwood, un edificio que pertenecía a su sede. Luego de pasar una semana en Canterbury, el arzobispo hizo una visita a Londres, donde fue recibido con regocijo por todos, menos por el hijo de Enrique, «el joven rey», quien se negó a verlo. Luego de saludar a varios de sus amigos, el arzobispo regresó a Canterbury, donde celebró su quincuagésimo segundo cumpleaños. Al mismo tiempo, los tres obispos sancionados por el de Canterbury, habían presentado sus quejas ante el rey. La conferencia tuvo lugar en Bur, cerca de Bayeux y, en el curso de la misma, alguien declaró en voz alta que no podría haber paz en el reino mientras viviera Becket. Fue entonces cuando el rey Enrique, en uno de sus accesos de furor, pronunció las palabras fatales que algunos de sus oyentes interpretaron como una réplica por la que autorizaba a suprimir a aquel «clérigo infernal que le hacía la vida imposible». Al momento, cuatro caballeros emprendieron el viaje a Inglaterra y desembarcaron en las costas de Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de Morville y Richard le Breton.

El día de San Juan, el arzobispo recibió una carta donde se le advertía sobre el peligro a que estaba expuesto. En toda la región sudeste de Kent, la población estaba a la expectativa y vivía en un estado de constante tensión. Por la tarde del 29 de diciembre, los caballeros procedentes de Francia se entrevistaron con él. Durante la conferencia se le hicieron al arzobispo varias exigencias, entre ellas, la de que levantase las censuras impuestas a los tres obispos que habían pedido clemencia al rey. La entrevista empezó serenamente y terminó en una tempestad de voces, gritos y amenazas. Los caballeros, al partir, proferían juramentos y maldiciones. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando se escuchó afuera una gritería descomunal, golpes en las puertas y el chocar de las armas. Dentro, los familiares y servidores de santo Tomás le rodearon y se lo llevaron pausadamente en dirección a la iglesia. Uno de los servidores portaba la cruz delante de él. En la catedral comenzaban a cantarse las vísperas, y un grupo de monjes aterrorizados se acercó a la puerta del crucero norte por donde entró el arzobispo. «¡Retiraos al coro!» les ordenó Becket, «mientras permanezcáis agolpados frente a la puerta, no podré entrar». Los monjes se apartaron, sin retirarse y, cuando el arzobispo avanzaba entre ellos, serenamente hacia el interior de la iglesia, pudieron ver las sombras de hombres armados en la penumbra del claustro (ya casi era de noche). Tan pronto como entró el arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la puerta con tanta precipitación, que dejaron fuera a algunos de sus hermanos. Estos comenzaron a dar fuertes golpes en los maderos. Becket se detuvo y se volvió. «¡Apartaos, cobardes!», exclamó: «Una iglesia no es una fortaleza», Y él mismo quitó las trancas a la puerta y la abrió. Después prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el coro. Sólo tres hombres subían con él: Roberto, el prior de Merton, Guillermo Fitz Stephen y Eduardo Grim (es decir, respectivamnte, el anciano confesor y consejero del arzobispo, un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El resto de sus acompañantes se habían refugiado en la cripta o en algún rincón apartado de la catedral. Una vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los caballeros, a quienes se había unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea, entraron a su vez, en forma atropellada y entre gritos de «¿Dónde está Tomás, el traidor?», «¿Dónde está el arzobispo?» Becket respondió «Aquí me tenéis», «Aquí tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al sacerdote de Dios». Al decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de sus atacantes, hasta que se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora y de San Benito.

Los caballeros le intimaron a que absolviese a los tres obispos. «No puedo deshacer lo que ya está hecho», repuso serenamente, pero un instante después levantó la voz y alzó su manó: «¡Reinaldo!», gritó, «tú has recibido de mí muchos servicios, ¿por qué vienes armado a mi iglesia?» Por toda respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. «Yo estoy pronto a morir», dijo santo Tomás, «pero la maldición de Dios caerá sobre ti si haces daño a mi gente». Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él hacia la puerta. Becket se desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron entre todos para llevarlo en vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el arzobispo derribó a uno de sus atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente su hacha al suelo y desenvainó la espada. «¡Rufián!», le gritó el arzobispo, «Tú me debes respeto y sumisión». «No te debo ninguna sumisión antes que al rey», vociferó Fitzurse, y luego gritó una orden: «¡Golpead!» Su espada hendió los aires e hizo volar el gorro del arzobispo. Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a Dios y a sus santos. Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio brazo. Sin embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket y comenzó a caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y las retiró después; al verlas tintas en sangre, exclamó: «¡Oh, Señor! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer de rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: «En nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia, estóy dispuesto a morir». Se dejó caer de bruces al suelo. Le Breton levantó muy alto su espada, como si fuese a decapitar al arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de un tajo la parte superior del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le Breton se rompió en pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de su espada en el casco roto del cráneo del obispo, le sacó los sesos y los diseminó sobre las losas. Tan sólo Hugo de Morville se abstuvo de asestar golpe alguno contra el arzobispo. Los asesinos emprendieron de prisa la retirada dando voces: «¡Los hombres del rey, los hombres del rey!», y huyeron a través de los claustros por donde habían penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso instante, las grandes naves de la catedral se llenaban de gente y en el cielo estallaba una furiosa tormenta. El cadáver del arzobispo yacía boca abajo sobre un charco de sangre, en la mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se atrevió a tocarlo, o siquiera a acercársele.

Aun después de tomar completamente en cuenta el horror universal que pudo haber causado en el siglo doce el sacrilegio de asesinar a un arzobispo metropolitano en su propia catedral, debemos considerar la indignación y el repudio que, en un instante, se extendió por toda Europa, así como el movimiento espontáneo del pueblo en general para lograr la canonización de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado intrínseco que tuvo su trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales. El martirio del arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una reivindicación necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor y que el arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una personalidad poco atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó murmurar a uno de los monjes en el sentido de que aquél era el castigo que merecía el arzobispo, por su obstinación; también en la Universidad de París y en otras partes se podían encontrar personas que sostenían abiertamente que el asesinato no había sido más que la ejecución justa de «un hombre que procuraba colocarse por encima del rey»), había sido sin embargo un mártir digno de ser venerado como un santo. El descubrimiento de la camisa de cerdas en su cadáver y otras pruebas de que practicaba la austeridad y la penitencia en su vida privada, así como los milagros que comenzaron a obrarse en su tumba desde un principio, según numerosos testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se puede decir positivamente hasta qué grado fue deliberado y directamente responsable del crimen el rey Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia pública no habría de quedar satisfecha hasta que el soberano más poderoso de Europa hizo una penitencia pública en la forma más humillante. Así lo hizo el rey Enrique en el mes de julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que señala el lugar donde el rey hizo penitencia, en el sitio donde estaba la antigua catedral). Habían transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa Alejandro III proclamara en Segni la canonización del mártir Tomás Becket, cuando el rey Enrique hizo, ahí mismo, su gran penitencia pública.

El 7 de julio de 1220, el cuerpo de Santo Tomás fue solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta de Canterbury, a la parte posterior del altar mayor, por iniciativa del arzobispo, cardenal Esteban Langton, y en presencia del rey Enrique III. El cardenal Pandolfo, legado pontificio, el arzobispo de Reims y muchas otras personalidades, asistieron también a la traslación. Desde aquel día, hasta septiembre de 1538, el santuario de la tumba de santo Tomás fue uno de los sitios de peregrinación más favorecidos por los cristianos y muy famoso por su belleza y su riqueza material y espiritual. No se tienen datos concretos sobre la forma y la fecha en que se procedió a la destrucción y saqueo de aquel santuario durante el reinado de Enrique VIII. Incluso el destino de las reliquias del santo es incierto. Casi seguramente fueron destruidas por aquella época en que la memoria del santo arzobispo era particularmente execrada, sobre todo por el rey Enrique VIII. Sin embargo, debe hacerse notar que el registro de las crónicas donde se dice que «el rey hizo una especie de auto de fe en el que los restos corporales de Tomás, el que fuera alguna vez arzobispo de Canterbury y culpable de traición, se quemaron públicamente», es apócrifo. La festividad de santo Tomás de Canterbury se celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en Inglaterra se le venera como patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth tiene también el privilegio de conmemorar el aniversario de la traslación de sus reliquias.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI





Oremos


Señor, tu que concediste a tu santo obispo y mártir Tomás Becket una gran fortaleza de ánimo para que sacrificara su vida por defender la justicia y la libertad de la Iglesia, concédenos, por su intercesión, estar dispuesto à entregar nuestra vida por Cristo en éste mundo, para que podamos volver a encontrarla para siempre en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


San David A.T.




San David, santo del AT
Conmemoración de san David, rey y profeta, hijo de Jesé betlehemita, que encontró gracia ante Dios y fue ungido con el santo óleo por el profeta Samuel para regir el pueblo de Israel. Trasladó a la ciudad de Jerusalén el arca del Señor, y Dios le juró que su descendencia permanecería para siempre, porque de él nacería Jesucristo según la carne.
Así como antes de la Navidad se suceden las memorias de los profetas, que van jalonando la llegada del Emmanú-El, una vez llegada la Navidad celebramos personajes bíblicos que tienen más inmediata relación con el nacimiento, como hoy el rey David, antepasado, modelo y figura del Cristo. Porque «Cristo» es la palabra griega equivalente a lo que en el hebreo de la Biblia se llama «Mesías», es decir, Ungido, marcado por el aceite que consagra, del cual es el mayor ejemplo el ungido por excelencia, el Rey David. En efecto, «Jesucristo» no es para el Nuevo Testamento, ni fue para las primeras generaciones de cristianos, lo que lamentablemente ha llegado a ser para nosotros: un nombre propio; en todo el Nuevo Testamente la expresión «Jesúscristo» se escribe siempre «Jesús el Cristo», es decir, un nombre propio + un título, el título mesiánico. Cuando Jesús le pregunta a los suyos (Mc 8,29): «Y vosotros, ¿quién decís que soy?», Pedro, en nombre de todos, le responde «Tú eres el Cristo»... y con eso no hace falta que Pedro aclare qué quiso decir, ya que ha invocado la unción que marca el designio de Dios sobre ese Jesús, como señaló ante todo a David. Cuando Jesús quiso indicar a la multitud de creyentes venidos de todas partes de Judea y Galilea a Jerusalén para la fiesta de Pascua quién era, en realidad, él, hizo como los antiguos reyes de Israel: dio una vuelta ante todos montado en burro, antiguo gesto de los orígenes de la monarquía en Israel para reivindicar el derecho a la sucesión. Nuevamente la figura de David sirviendo de guía a la pregunta de «quién es Jesús».
David no fue exactamente el primer rey de israel, porque entre el período que llamamos «de los jueces» (entre el 1200 y el 1000), es decir, de los líderes carismáticos regionales que convocaban a las tribus para la guerra santa, y el reinado de David, hubo un período de transición que tuvo como centro la figura del malogrado Saúl: en parte juez, en parte rey. Saúl fue «juez», porque su elección fue carismática y local, logrando sólo lentamente la aceptación de todas las tribus; pero también puede decirse que fue «rey», sobre todo por su aspiración a convertir Israel en un conjunto organizado, no ya de tribus que tiraran cada una para su lado, sino en una verdadera conjunción de fuerzas en torno al convocante nombre del Dios Yahveh, que había sido dos siglos antes, en definitiva, la aspiración del padre fundador, Moisés. La historia de Saúl y su trágico final se nos cuenta -no como en un manual de historia, claro, sino en la perspectiva teológica y catequética de la Biblia- en 1Samuel 9-31.
David fue alguien del entorno de Saúl que supo comprender muy bien aquello a lo que aspiraba Saúl. Supo convocar en torno a sí, despaciosa pero certeramente, las fuerzas vivas que rodeaban al Rey (el profeta, los generales, los posibles herederos del propio Saúl, ¡incluso a los filisteos!), y cuando el poder de Saúl decayó, tomó su lugar sin que nadie pudiera decir que participaba de su misma debilidad. Y una vez en la cima, no impuso su reinado despóticamente, al contrario, dio a las tribus lo que esperaban: tiempo para que asimilaran la nueva época, y sólo siete años más tarde de ser coronado rey de su propia tribu (Judá) buscó la corona de todas las tribus, y ciñó la doble corona de Judá e Israel. Y para que quedaran claros los nuevos tiempos, conquistó la ciudad cananea de Jerusalén, que no era territorio de Israel y por tanto no podía suscitar celos entre las tribus, y allí fundó «su» ciudad: la ciudad de David, en el sentido posesivo del término: efectivamente era suya por derecho de conquista. En estos pocos rasgos, en los que podríamos seguir y acumular más y más detalles, ya se ve con claridad que estamos ante un político hábil e inteligente, alguien que sabe leer los signos de los tiempos, y moverse en esa dirección precisa. La Biblia nos cuenta que todo ello tiene que ver con algo que celebramos en él pero que poco podemos denotar con el dedo: fue elegido por el propio Dios en su plan salvífico para la humanidad, que llegaría a su cumbre en Jesús.
La historia de David se nos narra en la Biblia a poco de comenzar la de Saúl; tenemos una primer mención del nombre en 1Samuel 16: a partir de ese capítulo, en el que Yahvé declara abiertamente que ha rechazado definitivamente a Saúl y manda al profeta Samuel a que unja a David como rey conforme a sus planes, la figura de David no hara sino crecer, y la de Saúl desbarrancarse en la soledad y la locura. La historia de David continúa luego atravesando todo el libro segundo de Samuel, y acaba en 1Reyes 2, con el traspaso del reino a uno de sus hijos, Salomón, y la muerte. Pero su figura no muere allí, sino que será la medida con la que toda la historia de Israel medirá a sus gobernantes: la talla de David.
De la cronología y de los orígenes de David no hay datos del todo claros; la Biblia (nuestra única fuente) se limita a recoger diversas tradiciones y a organizarlas en torno a los núcleos de enseñanza que quiere extraer de ello, sin preocuparse demasiado por la discordancia entre esas tradiciones. Así, se lo presenta a David como casi un niño que cae en gracia a Saúl y le sirve como escudero y como músico personal que calma sus ataques de depresión (el «espíritu malo de parte de Yahvé» que lo atormentaba), 1Sam 16; pero en otro relato, contado casi a renglón seguido de ése -en 1Sam 17- lo presenta como un intrépido jovencito, hermano de tres soldados de Saúl, que se atreve a liberar a Israel de los filisteos venciendo en nombre de Yahvé al gigante Goliat con una piedra. Estos diversos relatos de los orígenes de David fueron recogidos por la tradición oral, transmitidos, ampliados, esquematizados, y llegaron siglos después al narrador bíblico, que se aprovechó de todo ese material no para contarnos una versión crítica y erudita de la historia de David, sino una catequesis en torno a su polifacética figura, y por eso se preocupó poco de armonizar las tradiciones discordantes.
Por mi parte, de todo lo que habría para señalar sobre el rey David, me gustaría detenerme en tres momentos que evocan muy claramente cierto modo de vivir el vínculo religioso con Dios, que sigue siendo aleccionador para nosotros:
-David peca gravemente ante Yahvé abusando de su poder, arrebatándole la mujer (Betsabé) a uno de sus servidores (Urías, el hitita); de esa unión nace un hijo que, en los códigos religiosos del momento «debe» morir, así que el profeta Natán anuncia a David que Yahvé lo ha perdonado, pero que el niño no vivirá, entonces, «...David suplicó a Dios por el niño; hizo David un ayuno riguroso y entrando en casa pasaba la noche acostado en tierra. Los ancianos de su casa se esforzaban por levantarle del suelo, pero el se negó y no quiso comer con ellos. El séptimo día murió el niño; los servidores de David temieron decirle que el niño había muerto, porque se decían: "Cuando el niño aún vivía le hablábamos y no nos escuchaba. ¿Cómo le diremos que el niño ha muerto? ¡Hará un desatino!" Vio David que sus servidores cuchicheaban entre sí y comprendió David que el niño había muerto y dijo David a sus servidores: "¿Es que ha muerto el niño?" Le respondieron: "Ha muerto." David se levantó del suelo, se lavó, se ungió y se cambió de vestidos. Fue luego a la casa de Yahveh y se postró. Se volvió a su casa, pidió que le trajesen de comer y comió. Sus servidores le dijeron: "¿Qué es lo que haces? Cuando el niño aún vivía ayunabas y llorabas, y ahora que ha muerto te levantas y comes." Respondió: "Mientras el niño vivía ayuné y lloré, pues me decía: ¿Quién sabe si Yahveh tendrá compasión de mí y el niño vivirá? Pero ahora que ha muerto, ¿por qué he de ayunar? ¿Podré hacer que vuelva? Yo iré donde él, pero él no volverá a mí."» (2Sam 12,16-23). Esta realista aceptación de la voluntad de Dios, muchas veces inescrutable, es también un gesto de libertad que enseña claramente que el verdadero gesto religioso no es la repetición mecánica de unos ritos, sino la aceptación completa y sin fisuras de Aquel a quien esos ritos van dirigidos.
-Se nos cuenta también relacionada con esta actitud otra historia: «Cuando el rey David llegó a Bajurim salió de allí un hombre del mismo clan que la casa de Saúl, llamado Semeí, hijo de Guerá. Iba maldiciendo mientras avanzaba. Tiraba piedras a David y a todos los servidores del rey, mientras toda la gente y todos los servidores se colocaban a derecha e izquierda. Semeí decía maldiciendo: "Vete, vete, hombre sanguinario y malvado. Yahveh te devuelva toda la sangre de la casa de Saúl, cuyo reino usurpaste. Así Yahveh ha entregado tu reino en manos de Absalón tu hijo. Has caído en tu propia maldad, porque eres un hombre sanguinario." Abisay, hijo de Sarvia, dijo al rey: "¿Por qué ha de maldecir este perro muerto a mi señor el rey? Voy ahora mismo y le corto la cabeza." Respondió el rey: "¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia? Deja que maldiga, pues si Yahveh le ha dicho: "Maldice a David" ¿quién le puede decir: "Por qué haces esto?... Dejadle que maldiga, pues se lo ha mandado Yahveh. Acaso Yahveh mire mi aflicción y me devuelva Yahveh bien por las maldiciones de este día."» (2Sam 16,5-12). Se trata de la aceptación incondicional de la voluntad de Dios, pero también de un paso más: de situarse del lado de la justicia de Dios, siempre distinta a nuestros criterios, incluso los más nobles y equilibrados.
-Y también precisamente con esto tiene relación una tercera historia: David traslada el Arca de la Alianza a Jerusalén, y va él personalmente ejerciendo funciones sacerdotales, ofreciendo sacrificios a medida que el arca avanza; como es lógico, viste una vestidura sacerdotal, el efod, que es una pieza de tela de lino sin costuras, y que lo cubre como una capa. Naturalmente no puede llevar ninguna otra vestidura, porque es así el símbolo de la vestidura: íntegra y sin piezas. Como va realizando una danza, posiblemente extática, ante el arca, el efod se levanta y lo muestra desnudo ante la gente, entonces la despechada Mikal, hija de Saúl, dice el relato «que estaba mirando por la ventana, vio al rey David saltando y girando ante Yahveh, y le despreció en su corazón.», y así ocurrirá que «Cuando se volvía David para bendecir su casa, Mikal, hija de Saúl, le salió al encuentro y le dijo: "¡Cómo se ha cubierto hoy de gloria el rey de Israel, descubriéndose hoy ante las criadas de sus servidores como se descubriría un cualquiera!" Respondió David a Mikal: "En presencia de Yahveh danzo yo. Vive Yahveh, el que me ha preferido a tu padre y a toda tu casa para constituirme caudillo de Israel, el pueblo de Yahveh, que yo danzaré ante Yahveh, y me haré más vil todavía; seré vil a tus ojos pero seré honrado ante las criadas de que hablas.» (2Sam 6,11ss). David vive en el «secreto de Dios», está convencido de la justicia de Yahvé, y que esa justicia implica una misteriosa inclinación de Yahvé por lo débil antes que por la fuerza y el poder; siendo el hombre más poderoso de Israel de ese momento, no mira en su poder lo que se debe a su propia habilidad, sino que sabe que la razón última de su poder está en «ser pequeño a los ojos de Dios».
David gobernó Israel por 40 años (quizás la cifra sea simbólica), durante la primera mitad del siglo X a.C., posiblemente del 980 al 940. Consolidó un reinado que había sido un mero proyecto vacilante en su antecesor; dejó una descendencia brillante también en Salomón; amplió el territorio de la tierra bíblica a límites que nunca más volvió a tener; inauguró un período de auténtico esplendor de la monarquía bíblica (en realidad el único período verdaderamente esplendoroso). Su reinado, como cualquier otro, también tiene sombras, pero si queremos buscar un ejemplo bíblico de aquello a lo que se refiere Jesús cuando enseña que debemos ser «como niños», es David el mejor modelo. Quizás por eso cuando Jesús quiere enseñar que el respeto a Dios siempre supone la libertad, vuelve su mirada al rey David, como en Mc 2,25-28.

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