33. Esto de ser hombre
Cada año, cuando llega la Navidad, no puedo menos de volver a preguntarme cómo es posible que los hombres -y, sobre todo, los creyentes- hayamos vaciado tanto de sentido esto que decimos celebrar. Cómo la Navidad se nos ha quedado en una serie de fiestas o comilonas, y cómo, incluso los que dicen creer, no tienen ni idea de aquello en lo que creen y lo dejan todo en una alegría barata de panderetas y buenos sentimientos.
Para mí, la Navidad siempre ha sido vértigo, y pienso que una persona cualquiera tiene todo el derecho del mundo a creer o dejar de creer que Dios se ha hecho hombre, pero a lo que nadie tiene derecho es a creer eso sin echarse a temblar, a decir esa frase -«Dios se hizo hombre»-- y pronunciarla como quien acaba de decir que «dos y dos son cuatro» o que «en invierno hace frío».
Porque si se cree en esa transmutación, a uno se le rompen todos los esquemas, se desbarajuste toda nuestra lógica, se descoyuntan todos los conceptos que tenemos. Porque, de pronto, si Dios puede hacerse hombre, es que son mentirosas todas las ideas que solemos tener sobre Dios y estamos muy equivocados sobre lo que realmente es ser hombre.
Navidad nos trae un Dios distinto y un hombre distinto. Lo primero lo resumió muy bien Von Balthasar en muy pocas líneas: «Al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y da a conocer lo más hondo de su gloria.»
Exacto: en Navidad descubrimos que Dios, mucho antes que «el poder absoluto», es el «absoluto amor». En Navidad muere, en cierto modo, el Dios de los filósofos y aparece el Dios todo-enamorado y, por tanto, todo-débil, todo-entregado en manos de su hijo, el hombre. Navidad nos muestra que la verdadera grandeza de Dios no está en haber creado el mundo, sino en su disponibilidad para renunciar a su grandeza por amor. Ese es el milagro de los milagros.
Los antiguos Padres de la Iglesia entendieron esto mucho mejor que nosotros. Dejadme hacer una sola cita entre md posibles. Aquella en la que San Gregorio de Nisa afirma que «prueba mucho más patente de su poder que la magnitud de sus milagros es el que la naturaleza omnipotente fuera capaz de descender hasta la bajura de¡ hombre. El descenso de Dios es lo que verdaderamente muestra su poder. La altura brilla en la bajura, sin que, por ello, quede la altura rebajada».
Este es el «nuevo», el «verdadero» Dios que la Navidad nos muestra: el Dios «rico en misericordias, el Dios «loco de amor».
Pero si la Navidad cambia el concepto que tenemos de Dios, mucho más transforma la visión que tenemos de lo que sea «esto de ser hombre». Cuando uno contempla ese orgullo que tenemos la mayoría de los contemporáneos, que empiezan por poner a la Humanidad por encima de Dios, uno se asombra, porque realmente no ha sido ése el pensamiento de los verdaderamente grandes entre los hombres, Tal vez nadie ha sido tan cruel con la condición humana como los mejores de esa misma raza. ¡Qué definiciones de la Humanidad encuentra uno en las páginas de la literatura o de la filosofía a lo largo de los siglos! Permitidme que acumule unas cuantas:
- Para Homero «no hay cosa, de cuantas respiran y andan sobre la tierra, más lamentable que el hombre».
Para Séneca, «el hombre es algo abyecto y vil, a menos que logre elevarse por encima de la Humanidad».
- Plinio el Viejo asegura que «entre los animales que natura creó, sólo el hombre llora, sólo él es ambicioso, sólo él es soberbio, sólo él es supersticioso y sólo él desea vivir mucho tiempo y hacer la sepultura en que ha de enterrarse».
- Uno de nuestros clásicos castellanos, Mateo Alemán, afirma que «el mejor hombre, cuando bueno, es un poco de polvo. Escojan qué polvo quieren ser, si de tierra o de ceniza, porque no hay otro».
- Y, finalmente, por citar un semicontemporáneo, Ganívet ironizaba que «un hombre, por mucho que valga, vale menos que el volumen de¡ aire que desaloja».
Es difícil encontrar algo más negro que estas frases con las que los hombres se definen a sí mismos. ¿Y «eso» es lo que se ha hecho Dios?
La Navidad prueba que esas definiciones son o falsas o incompletas. Y tiene razón Ortega cuando afirma que «si Dios se ha hecho hombre, es que ser hombre es lo más importante que se puede ser. » Efectivamente: puede que el alma del hombre no valga mucho más que el aire que su cuerpo desaloja; pero, en todo caso, es un alma «capaz de Dios». Y un recipiente se valora por aquello de lo que es capaz, aquello que puede caberle dentro.
Y la Navidad grita que al hombre le cabe dentro nada menos que Dios y con ello estira nuestro corazón hasta el infinito. Y ahí está el verdadero -el único-- motivo de nuestro orgullo: en Belén hubo un Acrecimiento de¡ ser», un estiramiento de la condición humana que ya no dejará de crecer hasta el Final de los tiempos.
En realidad, «todos nacimos en Belén», lo mejor de nosotros mismos nació en Belén. Desde ese día, no es sólo que Dios esté con nosotros, es que está «en» nosotros, es que «es» nosotros, uno de nosotros. ¿Cómo, entonces, reducir la historia de la Navidad a un asunto de panderetas y turrones?
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