De las verdaderas lecciones que encierra la absurda guerra de las hipotecas
El extraño comportamiento del Tribunal Supremo a la hora de determinar si eran los bancos o eran sus clientes los que tenían que pagar los impuestos que se cargan sobre las hipotecas, ha brindado al gobierno populista de Pedro Sánchez –pero podría haber sido cualquier otro- una magnífica oportunidad de reírse del paisanaje con una nueva falacia, anunciando una ley “rigurosísima” que impondrá a "la poderosa banca" el pago de dicho impuesto, consiguiendo lo que sin duda perseguía, a saber, que se peleen los partidarios de que paguen el impuesto los clientes contra los partidarios de que los pague la banca.
El debate es futil, es artificial, es, en definitiva, inexistente: el impuesto lo va a pagar el cliente de todas todas, sí o sí. Lo puede hacer bajo el concepto directo de “pago de impuesto de actos jurídicos documentados por hipoteca” o lo puede hacer pagando alguna nueva comisión que saque la banca, “comisión de apertura”, “comisión de mantenimiento de hipoteca” o simplemente bajo la rúbrica de una subida de los tipos de interés. Pero lo pagará el cliente. Es más, muy posiblemente, el cambio de las reglas de juego incluso brinde a la banca la oportunidad de ganar un poquito más de lo que ganaba cuando el impuesto lo pagaba el cliente, de parecida manera a cuando se impuso a los parkings urbanos cobrar por minutos y dejar de hacerlo por horas en la supuesta defensa de los ciudadanos, al final las nuevas tarifas permitieron a sus propietarios ganar más, aunque algún conductor que dejaba el coche apenas cinco minutos en un parking, y sólo él, pudiera pagar algo menos.
Y todo eso lo sabe perfectamente el Gobierno, cuyo único afán es presentarse como un nuevo Robin Hood del s. XXI que defiende a los ciudadanos de la “omnipotente” banca, cuando en realidad, el único omnipotente en este parchís no es la banca, sino él mismo, un monstruo que se engulle ya casi el 50% del entero PIB de la nación. Eso sí, mientras una serie de ciudadanos apamplados, muchos de ellos paniaguados, se tiran a las calles jugando a revolucionarios de pacotilla mientras gritan “que lo pague la banca, que lo pague la banca, que ya está bien”.
Todo esto sin añadir un nuevo dato, y es que, contrariamente a lo que solemos creer, el prepotente propietario de un banco que se fuma un puro sonriendo mientras exhibe dos dientes de oro no existe más, y un porcentaje elevadísimo de las acciones de los bancos, muy superior desde luego al 50%, se halla en manos de pequeños ahorradores, muchos de los cuales son los que les piden los créditos con hipotecas, y otros muchos esos idiotas que salen a la calle gritando como tontainas “¡que lo pague la banca, que lo pague la banca!”
Lo peor no es, sin embargo, esto. Lo peor es que nos andamos peleando bancos y clientes a cuenta de quién tiene que pagar uno más de los muchísimos impuestos con los que el estado nos fríe cada día gravando las actividades más inverosímiles de nuestra vida… ¡y a nadie se le ocurre decir: “oiga, ¿y por qué demonios tenemos que pagar este impuesto?!”. En otras palabras, la cuestión no es "quién paga este impuesto"; la cuestión es "¿por qué pagamos este impuesto?" ¿Quién es Vd., Sr. estado, para ganarse un dinero porque un señor y yo acordemos libremente que él me deja un dinero para comprarme mi casa y yo, a cambio, le pago unos intereses?
No sólo eso, es que encima de que nos está continuamente esquilmando a impuestos, unos impuestos que en un porcentaje elevadísimo no revierten a la sociedad sino que sólo sirven para subvenir las insaciables y crecientes necesidades de ese monstruo llamado estado, ese estado, para terminar de rizar el rizo, se permite hacer de “amigable componedor” en mis relaciones con la banca y hasta presentarse como “el inefable amigo de los niños” que me libera del "monstruo"… cuando el auténtico monstruo no es otro que él mismo.
Cuando yo era pequeñito, jugábamos los niños a un juego muy curioso que es una auténtica metáfora de lo aquí ocurrido. Chocábamos entre sí las cabezas de dos hormiguitas de esas cabezonas, y luego las dejábamos para ver cómo se quedaban peleándose, inconscientes las pobres de que ninguna había agredido a la otra, ni menos aún de que era un ser enorme y despiadado el que las había golpeado para que se pelearan, sin que entre ellas existiera, en realidad, ni deuda ni pendencia alguna.
Al final, la única verdad verdadera en esta absurda guerra de las hipotecas es la que con tanta precisión y razón transmite ese whatsup que anda circulando por ahí: “me cobra el estado por comprar una casa; me cobra por pedir el dinero para comprarla; me cobra por mantenerla; me cobra por arreglarla; me cobra por venderla; me cobra por dejársela a mis hijos en herencia… ¡¡¡y la mala es la banca que es la que me presta el dinero para comprarla!!!”.
En fin… que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
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