domingo, 25 de noviembre de 2018

El sueño limpio de Yoya y los depredadores de La Chureca (María Isabel MONTOYA)

El sueño limpio de Yoya y los depredadores de La Chureca

María Isabel MONTOYA




El ruido de las aves de rapiña y el olor particular del lugar despertaron a Yoya. Un nuevo día estaba comenzando para esta joven de 21 años, madre de dos vástagos y con embarazo de tres meses. Su madre, unos dieciséis años mayor que ella, ya se había levantado y se disponía a salir sin avisarle, pues el sol estaba calentando, eran casi las seis, y no podía perder mucho tiempo.
Yoya fingió seguir durmiendo mientras con sus ojos cerrados imaginaba un atajo para salir adelante y llegar primero a la descarga. Dejó pasar unos minutos y después sacudió la vieja franela cafesuzca y raída, despertó al pequeño Monchito, quien tenía unos cuatro años, pero por su estatura y peso parecía de dos. Le envolvió los pies con unos trozos de camiseta, acomodándole una plantilla de poroplast, para prevenir heridas o llagas durante el recorrido. Se incorporó y con la misma franela se sujetó en la espalda a su bebé de 18 meses, ésta todavía dormía. Con señas le dijo a Monchito que guardara los cartones, que hacían veces de cama, sillas o escudos contra el Sol. El pequeño ya sabía dónde ponerlos para que nadie los tomara y así tener en qué descansar cuando el Sol se ocultara. Finalmente comenzaron a caminar.
El ambiente grisáceo formado por montañas de basura humeante confundía figuras humanas (envueltas en trapos y apoyadas en ramas retorcidas que hacían de bastones) con perros flacos y bestias de carga halando carretas destartaladas. A esa hora todos buscaban lo mismo: El desayuno para tener fuerzas durante la jornada que les esperaba.
Yoya apresuró el paso y trató de orientarse siguiendo la punta de una vieja estructura metálica que parecía haber sido un molino de viento y que apenas sobresalía en aquella inmundicia. Posiblemente ese molino era parte de una de las tantas mansiones que estaban muy bien ubicadas a orillas del Lago Xolotlán antes del terremoto en 1972, cuando Managua era boyante y hasta era referencia para empresas norteamericanas y europeas que querían invertir en un nuevo canal interoceánico. Según dicen, después de ese terremoto la ciudad no volvió a ser la misma y el espectro del terror y la muerte se arraigó en las costas como una mancha maldita que en su vaivén contamina las aguas y destruye la tierra… Tres años después de esa desgracia los barrios costeros tenían un basurero en común que comenzó a crecer y crecer y de repente obtuvo nombre propio y Náhuatl! sí, porque la identidad no se podía perder: Chureca o La Chureca, como mejor es conocido, significa en Náhuatl traste viejo.
El recorrido era un poco extraviado y Yoya se esforzaba por recordar la ruta que había conocido con su padre para llegar primeros a la descarga. En ese tiempo Yoya tenía ocho años y para ella era una aventura excitante avanzar a pasos gigantes enganchada en los hombros de su padre. Desde esa altura ella lograba ver mejor todo lo que podía ser útil para ellos y le avisaba a su padre: “Allá, por aquel lado hay algo brillante”. Así su padre, guiado por el comentario de su hija, caminaba estratégicamente, sin llamar la atención de los otros, para llegar hasta el punto donde habían descargado recortes de aluminio, latas o vidrios y lo que hacía inmediatamente era cubrirlo con más basura, especialmente con restos de comida podrida, para que ni los perro se acercaran al botín y cuando alguien se acercaba, fingía frustración por no haber encontrado comida digerible.
En varias ocasiones lograron obtener buen dinero con la venta del material recolectado y hasta se dieron el lujo de comprar aceite, arroz y frijoles, para que su madre los preparara en unas ollas que el mismo vertedero les había ofrecido. Otras, fue descubierto y tuvo que luchar con los que intentaban adueñarse de lo que había encontrado, pero algunas veces se vio obligado a ceder a cambio de su vida y la de su hija…
Yoya seguía caminando sin percatarse que Monchito se había quedado atrás y había sido encontrado por su abuela, quien ahora caminaba tras Yoya cargando al pequeño. Los pasos fueron desacelerando al ver que tanto afán había sido inútil. Yoya no era la primera, como cuando iba con su padre, y muchos estaban esperando con sus sacos mugrientos, otros con sus carretones y unos más sofisticados con unas carretillas que seguramente habían salido descartadas de algún supermercado. Eran casi doscientas personas y muchas más que seguían llegando. Hasta entonces Yoya volvió la mirada atrás y se dio cuenta que su pequeño estaba agotado y con hambre en los brazos de la joven abuela: Benita, quien decía tener 37 años, pero su piel y su rostro denunciaban más de 40.
-“Hasta ahorita te acordastes del chavalo”, le reclamó Benita a Yoya.
-“Y usted nos dejó volados”, le replicó Yoya.
-“Yo porque te vi cansada y oí a la tierna llorando toda la noche, no los quise despertar”, justificó, “pero te pusistes las pilas y viniste igual que yo”.
-“Para nada”, respondió molesta Yoya. “Los chigüines ya están con hambre y no hallé nada en todo el camino y ahora este montón de gente no nos va a dejar nada cuando llegue el camión. Si es que viene”.
El malestar de Yoya era el de todo el grupo. Eran casi las diez de la mañana y el camión no llegaba. Una semana antes habían empezado a llegar de forma irregular. Algunos habían comentado que no sabían si seguirían llegando... Dependería de lo que resolvieran en la Alcaldía, pero ahora llevaban dos días sin aparecerse y esto tenía preocupados, molestos y hambrientos a los residentes de La Chureca y también a los visitantes.
-“A mí no me preocupa si traen chunches, porque ahora no vale la pena lo que pagan, lo que me interesa es la comida de estos cipotes. Ya llevan dos días mal comidos”, se lamentó una señora.
-“¿Será que se están desquitando (vengando) por lo que pasó el otro día con los uniformados?”, preguntó uno de los colectores.
Llamaban uniformados a los trabajadores de la alcaldía, que también eran colectores como ellos, pero usaban uniformes.
-“No, no creo. Eso es algo entre políticos gruesos y a nosotros sólo nos utilizan”, aseveró otro.
-“Pero cómo se van a meter los políticos con la basura, si esto es lo que ya nadie quiere”, dijo en voz baja Yoya, quien ya se había acomodado en una piedra y amamantaba a la pequeña.
Uno de los colectores visitantes, que estaba en cuclillas muy cerca de ella, la escuchó; se metió la mano entre su camisa y sacó una sección de periódico reciente: “Aquí dice eso”, le dijo, apuntando un artículo en específico. “…y falta lo peor”, sentenció.
La señora que había expresado su preocupación por la comida de los cipotes, se acercó intrigada y le preguntó al hombre si sabía leer. A lo que éste respondió afirmativamente, moviendo la cabeza, parecía que no quería que se enteraran que sabía leer…
No era la primera vez que llegaba alguien asegurando que sabía leer y prometiendo beneficios a los colectores residentes, a los churequeros, como les decían desde afuera. Muchos churequeros habían pagado a estas personas sin escrúpulos parte del dinero que se habían ganado después de vender libreado (pesado) el aluminio, hierro, plástico, hule, cartón o papel que habían colectado durante días, bajo el sol inclemente, muchas veces sin comer y otras tantas librando batallas bárbaras, armados con trozos de vidrios o espejos. Así muchos quedaron esperando láminas de zinc, paquetes de comida, letrinas, pozos para agua potable, comedor infantil…hubo un charlatán que hasta cine prometió…
Aunque analizando bien, sí hubo cine. No un local, sino un cortometraje de quince minutos que retrataba esa cruda y hedionda realidad. “La Chureca: El vertedero más grande de Latinoamérica” iniciaba diciendo un locutor y la comparaba con otros similares en Haití, Bolivia y Paraguay.
Una vez más la señora le pidió que leyera lo que decía el periódico, pero la solicitud no fue acatada de inmediato, sin embargo, la mujer insistió y convenció al hombre, quien bajo la marida desconfiada de algunos, se rascó la cabeza y a regañadientes comenzó a leer un poco cancaneado: “De después de va varios días de pro-testa, la al-cal-día y el go-bier-no central siguen dis discutiendo para encon-contrar una po posible so-lu-ción al pro pro-ble-ma de la basura…”
La lectura seguía: …mientras miles de “churequeros” siguen obstaculizando el ingreso de los camiones recolectores, alegando que ellos también merecen tener un ingreso para vivir y que no permitirán que los trabajadores de comuna los dejen sin su único medio de subsistencia…
La lectura fue interrumpida por uno de los colectores, quien alzó la voz pidiendo que dejaran escuchar lo que el otro estaba leyendo: “Que no ven que esto nos interesa a todos. Cállense!!! Para que entendamos hombre. En esta noticia están hablando de nosotros y hasta nos están dejando mal parados, porque sólo dicen que no estamos dejando entrar a los camiones para que boten la basura, pero no cuentan todo el cuento. Estos jodidos no dicen que nosotros estamos reclamando porque los uniformados sólo nos vienen a tirar lo que ya no sirve y ellos se están quedando con todo lo que antes vendíamos. Ellos no ven injusticia en eso. Ellos no dicen que los uniformados tienen un gran salario y que además usan los mismos camiones para irse directamente donde los que compran chatarra. Ellos no dicen que maman la teta por todos lados y que nos están dejando sin comida a nosotros y a nuestros chigüines. Qué se creen? Si nosotros también somos hijos de Dios!!!”
-“Eso es cierto. A nosotros nos dejan siempre como los malos, como la lacra. Cuando mencionan La Chureka es como que mencionan una peste”, expresó otro de los presentes, que estaba acompañado por su mujer y cuatro hijos.
-“Pero eso ha sido así y no va a cambiar. De qué se extrañan?”, dijo uno más joven. “Aquí vienen, nos toman fotos, nos hacen preguntas de lo que haríamos si salimos de aquí, pero no nos dicen que van a hacer por nosotros”, agregó.
“Un maje me contó que oyó en la radio que van a cerrar La Chureca y que la van a trasladar por Tipitapa”, dijo otro jóven.
“!Qué!, ¿Cómo?”, dijeron al unísono todos los presentes, provocando que hasta los zopilotes que merodeaban en sus pies alzaran vuelo.
-“Eso es lo que dice aquí también”, dijo el hombre que había comenzado a leer el trozo de periódico.
-“¿Y qué más dice?”, preguntaron esta vez más interesados.
-“Pues que van a conseguir ayuda de otros países para cerrar aquí y van a hacer un nuevo basurero por Tipitapa”
-“Ah!, pero eso lo han dicho muchas veces y nunca lo hacen”, intervino Benita, la madre de Yoya. “Ramón hasta les ayudó a levantar una lista de la gente que ha vivido aquí por más de 20 años, porque nosotros fuimos de los primeros. Aquí nació la Yoyita. Ellos decían que iban a ayudar a las familias que vivían aquí, porque los que vienen de fuera no tienen tanta necesidad. Los que vivimos aquí tenemos más derecho, porque nosotros comenzamos espulgando entre la basura cuando nadie le ponía mente. Una vez vinieron unos cheles y nos dijeron que nos iban a explicar cómo hacían en México y en otro país que no me acuerdo, pero después se perdieron y no volvieron…”
Los llantos de un niño interrumpieron el relato de Benita. El chavalo estaba hambriento y su madre no sabía qué hacer. Eran casi las doce del medio día y no había probado bocado desde el día anterior. Una mujer sacó un mango magullado, que seguramente había tenido la suerte de encontrar el último día que llegaron los camiones, se lo acercó al llorón y éste comenzó a engullirlo sin perder tiempo en pelarlo o limpiarlo.
Benita buscó con la mirada a Yoya, para saber si sus nietos estaban con ella, porque más de una vez ella se había quedado dormida y los niños quedaban expuestos a cualquier tipo de peligro imaginable. En una ocasión la abuela llegó justo cuando Monchito había sido mordido por un perro rabioso y logró evitar lo peor succionándole lo que el animal había dejado en la mordida. Después le aplicó limón y ella también chupo limón, que por suerte tenía a mano.
Yoya empezó a retirarse del grupo y siguió caminando orientándose por la misma estructura que parecía haber sido un molino. Todos habían quedado atrás, preocupados por lo que decía un trozo de papel o hilando esperanzas… Las palabras de Benita habían hecho recordar a Yoya un secreto que guardaba con su padre y dispuso aprovechar el momento para ir a ese lugar especial.
El sol estaba incandescente y el hedor era insoportable, a esa hora parecía que había brasas en el suelo y los desperdicios orgánicos, inorgánicos y tóxicos se mezclaban con vísceras y se cocinaban al vapor emanando una auténtica arma biológica, con alcance incalculable, pero Yoya no lo sentía. Su ceño estaba fruncido y su mirada fija en la estructura que aumentaba de tamaño cada vez que daba un paso. El recorrido no era tan corto. Eran más de 60 hectáreas con una topografía propia para certificar la resistencia de cualquier guerrilla sudamericana, pero Yoya no se detenía. Resbaló varias veces y se volvió a levantar. Sus manos estaban llenas de la mugre más inmunda y alaste (jugosa). A veces sentía las manos tirantes, como que se estaban adormeciendo, aparentemente porque se estaban secando, pero nuevamente caía y volvían a estar húmedas y asquerosas.
Yoya caminaba absorta, ensimismada y aceleraba el paso cada vez más y más… Bajó el ritmo hasta que empezó a sentir que tocaba tierra firme, entonces supo que las montañas de basura habían quedado atrás y estaba frente a esa torre inmensa, que en realidad no era de molino alguno, sino una vieja torre de cableado eléctrico, que milagrosamente había sobrevivido a los depredadores del metal. Su valor en peso habría garantizado el sustento de una familia de cinco miembros por un año, pero se requería un equipo especial para derribarla, por eso aún estaba en pie.
Yoya corrió, como cuando un niño ve llegar a su padre con un dulce en la mano, bordeo una a una las patas de la torre, como buscando algo. Cuando llegó a la tercera pata saltó de alegría, besó la corroída pata, se tiró al suelo y se quedó un rato viendo el firmamento, que extrañamente no estaba lleno de buitres. Respiró profundo, sonrió y se tiró unas cuantas carcajadas y a la vez recordó las carcajadas de su padre mientras ella se columpiaba en un trozo de madera colgado de esa misma estructura. Su padre mismo le había construido ese columpio y acostumbraba llevarla allí para celebrar una buena venta de materiales reciclables que juntos habían colectado.
Poco a poco vinieron a la mente de Yoya algunas palabras. Era la voz de su padre: “Mire Yoyita, aquí vamos a guardar esto. Sólo usted y yo sabemos. Cuando tengamos suficiente le vamos a decir a su mamá y nos vamos a ir lejos de aquí…” Yoya repentinamente comenzó a buscar la cuchara que sujetaba en su pierna izquierda con un trozo de elástico. Esta cuchara tenía doble función: para lo que la utiliza el 60% de la población del mundo y para defenderse de cualquier atacante. En el caso particular de Yoya, este utensilio de cocina le servía más para defenderse.
La voz del padre de Yoya seguía diciendo: “Yo quiero que usted no pase las penurias que nosotros hemos pasado. Yo quiero que usted aprende a leer y que un día trabaje en lo que sea, pero que le paguen para que usted no tenga que estar peleando por un trozo de plástico…” Yoya estaba cavando con la cuchara, justo al pie de la pata de la torre, pero la cuchara era muy pequeña para penetrar la espesura del zacate, entonces ella comenzó a tirar con sus manos. Lo hizo con tanta desesperación que sus manos comenzaron a sangrar, pero a ella eso no le importaba.
Su padre seguía hablando: “Vea este osito. Lo encontré ayer. Está muy bueno. No le falta ni una pata, ni un ojo. Yo se lo voy a lavar bien y lo vamos a guardar para que juegue con él cuando salgamos de aquí…Lo vamos a poner donde tenemos la ropita…”
Un sonido a metal hueco detuvo a Yoya. Parece que había encontrado algo. Ella volvió a buscar la cuchara y entonces sí le fue útil para empezar a definir un círculo que estaba medio soterrado… Era la tapa de un barrir metálico, de esos que le servían para almacenar el agua que acarreaban del lago y que su padre había convertido en el baúl más atesorado en aquel valle de humanos despreciados. Él siempre quiso heredar algo, pero sólo había logrado juntar unas cuantas cosas antes que lo mataran los mismos churequeros por “andar prometiendo cosas que no podía cumplir”.
Yoya comenzó a quitarse todo los harapos que la cubrían. Parecía fuera de sí. Se rasgaba la ropa y la tiraba como queriendo dejar en ella toda la maldición que la cubría… Caminó un poco más al centro del rectángulo que formaban las patas de la torre y con absoluta seguridad movió una enorme roca, que habría requerido de la fuerza de un hombre bien alimentado, pero Yoya la movió sin dificultad y liberó un chorro de agua que parecía un hidrante para bomberos… ¡AGUA, AGUA, AAAAAGUA, AAAAAAAAGUA! Gritaba Yoya, mientras giraba con sus manos extendidas y su cuerpo muy perpendicular… Aquello parecía una fuente adornada con una musa animada de forma hidráulica, eléctrica o digital, eso era lo de menos…
Pero, de repente, Yoya comenzó a tambalearse y dos ruidos acabaron con el encanto del momento: La bocina del camión colector de basuras que nuevamente llegaba a descargar y su madre que le gritaba: “Despertate, despertate”, mientras la sacudía, “Apurate hija, que no nos podemos quedar atrás”.

María Isabel Montoya
Nicaragua

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