IK
María Leticia CRUZ POCEROS
Descansaba sobre una mesa de madera apolillada...
Su madre, apurada, salió a recoger unas flores; su hermana preparaba el café...
Su padre afilaba el machete.
Había mucha niebla, la tierra húmeda se olía en el ambiente, las plantas goteaban el sereno de la noche anterior.
El machete casi estaba listo... y se oxidaba con las lágrimas. Tum, tum, caían sobre él.
El ocaso parecía no llegar jamás... hace mucho que no se mira el sol.
Mientras, afuera de la casa todo era normal, la mayoría se empeñaba en negar lo evidente.
Las horas fueron pintando el cielo que anunciaba la tarde un tanto gris.
Un grupo de hombres vestidos de verde con café, portaban poderosos rifles; y su cara reflejaba amargura, su sonrisa burla; sus manos prepotentes afloraban satisfacción irónica.
Yo salí de la casa; jugaba con una lagartija que tenía herida una pata; me gustan mucho los animales y quería curarla.
Mi madre, junto con otras mujeres, apuradas en el horno amasaban y preparaban el café con un toque de canela en las ollas de barro... despertando el hambriento olfato de los que estábamos cerca.
Aquí, donde yo nací, las mujeres dedican gran tiempo a sus casas, a sus maridos, a sus hijos, a la cocina, a la siembra, a parir.
Con el paso de los años las manos se curten entre la cosecha y el desgrane del maíz.
Sembrar no es cosa fácil, más cuando estamos entre lo alto de la montaña donde la tierra no es fértil como para florecer los granos. A veces tenemos que talar árboles para sembrar, porque aquí la tierra de siembra caduca rápido.
A veces los cenzontles se quedan sin árbol para hacer su nido.
Los hombres también hacen labores de preparar la tierra de siembra, de cosecha, de recolección de leña y de trueque. Muchas veces bajan al pueblo o a la ciudad e intercambian nuestra cosecha o nuestros tejidos por otras cosas que necesitamos, a veces alguno de nosotros necesita medicinas de hospitales y también necesitamos animales, para comer y para ayudar a transportarnos, aunque estamos acostumbrados a caminar muchas horas entre lo que lastima de los paisajes de la sierra.
La recolección de la leña acalora tanto como el fuego que la madera enciende.
Para trabajar no hay distinción entre mujeres y hombres. Mi madre nos trae agua a casa cuando después de una larga caminata logra acarrearla, casi siempre, cuando asienta los cubos en el piso, alguna que otra gota de su frente cae y se mezcla con el agua que beberemos o con la que nos limpiaremos.
A veces pasan días sin bañarnos, no porque seamos sucios, como muchos nos dicen, pero a veces el agua escasea tanto que sólo tenemos dos opciones: o la bebemos o nos bañamos.
La ropa se lava en el río o en lavaderos comunitarios que están más abajo, hacia el pueblo. Muchas mujeres aquí tejen, bordan con muchos colores expresando lo orgullosos que estamos de nuestras raíces, de nuestra tierra, aunque eso de “nuestra” suene a sueño, a aventura con el sólo hecho de decir que es nuestra.
Algunos ya hasta el orgullo han perdido, otros no el orgullo pero sí la esperanza, otros con orgullo sueñan una esperanza que para muchos suena a rebeldía.
Entre telares y pieles curtidas de sol, de siembra, de frío, poco a poco las horas cambiaron los colores de los bordados de aquella tarde. Los telares de cintura fueron parando conforme la noticia de aquello que ese día estaba ocurriendo se fue esparciendo.
La tarde se fue poniendo más fría y había una especie de inquietud pasmosa.
Llevé la lagartija y la puse sobre una piedra para curarle la pata. A mis espaldas estaba su casa... a la izquierda la casa en la que las mujeres cocinaban; y frente a mis ojos mi casa de lámina que a menudo mis padres levantaban.
Fueron acercándose más hombres de los que vestían verde y café; hablaban una lengua extraña, la misma con la que nos gritan los que no son como nosotros; ellos, a quienes mi padre llama mestizos.
Se suponía que yo debía estar con las otras niñas ayudando en la cocina o cuidando a los bebés. Aquí hay niñas que tienen bebés.
Le entablé la pata a la lagartija. Recuerdo que Rosa sonrío mientras amamantaba a su pequeño hijo de tres días de nacido, y junto a ella estaba la abuela María, quien siempre contaba historias antiguas y predicciones de libros sagrados de los antiguos mayas.
El padre del hijo de Rosa aprendió la lengua de los mestizos y se fue a San Cristóbal, un día sólo le dijo a Rosa que se iría en el tren con los que vienen desde más al Sur para llegar más al norte; Rosa le lloró mucho cuando se fue y de vez en cuando aún se le mojan los ojos porque el padre ni conoce al chamaquito; Rosa dice que quien sabe si estará vivo o habrá quedado por ahí entre el Río o desierto que tendría que cruzar.
A veces los cenzontles tienen que volar a otros lados.
La Abuela María es respetada en el pueblo, por sus historias y porque cura, ella sabe de muchas plantas, dice que cada yerba la sembró dios para algo especial; cuando sale a recolectarlas se detiene y hasta cierra los ojos, pareciera que descubre el olor de cada una, tiene tan buen olfato y tan buena mano que muchos de los niños que estamos aquí hemos nacido por ayuda de ella.
Mientras Rosa se enamoraba más de su pequeño hijo, la abuela María tenía extraviada la vista en lo que el puro se iba haciendo pequeño entre lo rojo que existe entre la ceniza y el humo que se fuma.
De pronto mi padre me jaló, me empujó a la casa y me dijo que no saliera de ahí.
Y lo evidente sólo era una vez más...
Mi padre salió de la casa, yo me agaché porque una piedrita se me metió entre el dedo gordo y el de junto, en mi pie.
Entonces escuché la voz de Bartolomé, el compadre de mi papá; quien hablaba con mi padre en secreto y agitadamente.
Yo me quedé agachada tras la cortina que servía como puerta en mi casa de lámina, me quedé quietecita y en silencio para poder escuchar; apenas y podía oír, el alboroto crecía allá afuera.
- Nos tienen miedo- dijo mi padre asustado.
- Somos nosotros, los otros, a quienes quieren asustar con esto. Ellos no entienden nuestra lengua- le contestó como ausente el compadre Bartolomé.
La verdad yo no entendía de qué hablaban, pero mi padre le dijo a Bartolomé que no era la primera ni la última vez que pasaba, que era hora de reclamar.
Hace mucho tiempo, dice la abuela María, que estamos todos divididos. Indios y mestizos. “Ellos y nosotros” son palabras que separan.
Hablaban de alguien cuyo nombre yo no podía escuchar.
Mi padre le contó a Bartolomé que el “alguien” estaba jugando cerca de los hombres de los tanques; rondaba por ahí, con su cara cubierta de estambre negro, con el que sólo se miraban sus ojos del mismo color y se asomaba su piel confundiéndose con la tierra.
Uno de los hombres le gritó que se largara, pero “él” no entendía sus gritos; los observaba con atención; le seguían gritando, así que con coraje les aventó piedras con la resortera de madera que se amarraba con una cinta a su tobillo.
Pero una de las piedras rozó la mejilla de un hombre de lengua extraña; así que muy molesto correteó al “alguien”, hasta que éste tropezó y cayó. Entonces el sujeto lo jaloneó y como “él” comenzó a gritar con desesperación e ira, lo calló haciendo sonar el tac, tac, tac, en su cabeza y pecho. Lo cargó y lo arrojó al pie del camino, en el cerro, donde había gente de la comunidad que vive cerca de su casa. Entonces la noticia corrió.
De pronto el alboroto creció.
Miré por un agujero, uno de los hombres de los tanques se acercó a mi padre, quien habla algo de la lengua extraña, la de ellos, los mestizos; el hombre le dijo algo a gritos y se marchó, pero no todos se fueron, nos vigilaban con sus rifles.
Bartolomé apurado le preguntó a mi papá qué le había dicho el hombre.
Mi padre tomó un puño de tierra y lo devolvió a ella violento. Se pasó la mano sobre su cara y cerró el puño; hablando con los dientes apretados le dijo a Bartolomé que el hombre le reclamó que “uno de nuestros niños fue a agredirlos y que ellos habían tenido que aplacarlo, pues a ningún lugar llegaríamos con la tonta rebeldía, nuestros palos y machetes; que nos apaciguáramos o a todos nos pasaría lo mismo; que el zapatismo no servía, que no era tierra ni igualdad ni libertad”.
El alboroto creció de tal forma que no oí más.
Yo tenía mucho miedo, sentía tierra en la garganta y agua en los ojos.
La noche había llegado…
De pronto todos caminaron a su casa, la de “él”... era la casa de IK, mi amigo que tenía los mismos seis años que yo.
Entonces no pude esperar más, salí de mi casa; hacía mucho frío, olían los tamales, el café, la leña y la tierra húmeda; el humo del horno, y de las fogatas se perdía con la neblina.
Oí gritos, Rosa estaba en la entrada de la casa de IK, cargaba a su pequeño hijo muy asustada, y brotaba de sus ojos agua que humedecía más la tierra.
La lagartija estaba entre mis manos. Me colé entre la gente y llegué hasta las flores que su mamá había recogido.
Descansaba sobre una mesa de madera apolillada...
Y volví a sentir agua en los ojos que cayó con la del cielo enfurecido.
IK estaba dormido, manchado de rojo...
Salí corriendo y me acosté en la tierra, el cielo lloraba y gritaba junto conmigo y los míos.
Miré a los hombres de los rifles, no estaban muy lejos; ellos reían.
No comprendía, tal vez para ellos los mestizos de lengua castellana, IK no importaba, tal vez para ellos era sólo uno de nosotros, los otros, los que no somos como ellos, nosotros los indios.
Un hombre me miró a los ojos, yo sentía tierra en la garganta y una sensación de enojo, de rabia, de harta muina y dolor del pecho, que sin darme cuenta le arranqué la cabeza a la lagartija mientras se oía el afilar de los machetes.
Era noviembre del 94 en la Sierra de Chiapas.
El frío heló mis lágrimas mientras mi sangre hervía.
Después vino la matanza en Acteal... y para ellos -otra vez- el olvido hacia nosotros. La sangre de los míos impregnó con su olor al viento... IK se tiñó de rojo, tal vez porque IK en la lengua de ellos, los mestizos, significa Viento.
Algunos han aprendido a mirarnos, aunque para eso algunos hemos tenido que ponernos un pasamontañas, o emigrar a las grandes ciudades a narrar nuestras propias historias no en tzotzil o en nuestra lengua, sino en castellano. Otros han tenido que entintar sus historias con su propia sangre. Otros siguen luchando el día a día.
Los machetes se siguen afilando...
Aún no hay justicia para IK... el viento está teñido de rojo.
María Leticia Cruz Poceros
México
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