La Canción del Negro Alí
Richard RICO LÓPEZ
Premio del Concurso de «Cuento Corto latinoamericano’2015»
La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos. Apenas se movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que guardaban como gigantes centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña ciudad. Se iba una semana más, y con ella una nueva jornada de trajines, rutina, cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en el pensamiento meditabundo que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que emanaba de los árboles se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el muchacho: ¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto tenemos tan poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su mente, y aunque trataba de pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que viene y va, le embestían intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros avanzaba y quién o qué estaba en la siguiente banca de la plaza o justo a su lado.
De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le halaron por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna, alcanzó a oír en tono claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El joven, aletargado por la interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño fruncido por la incomodidad de aquel acto insolente, hizo con su cabeza sin mediar palabra un signo de negación antes de reanudar su marcha.
Empezaba nuevamente a sumergirse en sus pensamientos, cuando escuchó justo detrás de sí a alguien que cantaba con efusiva y clara voz: –Échala, tu palabra contra quien sea de una vez, así sepas que rompe el cielo échala, tu palabra por dentro quema y te da sed, ES MEJOR PERDER EL HABLA, QUE TEMER HABLAR, Échala… Larala… larala…
Ernesto volteó lentamente intentando no mostrar interés en lo que oía y al hacerlo, allí estaba, el mismo viejo que le halaba la camisa momentos antes, sonriente, efusivo, tarareando y bailando aquella cancioncita que parecía estar dedicada a él que nada decía y se encerraba en un mundo de ideas ambiguas y difusas. Por vez primera se detuvo a detallarlo. Era un personaje de mediana estatura, ojos grandes y barba espesa. Su ropaje dejaba mucho que desear por lo maltratado y viejo. Aparentaba tener unos 50 años, aunque en la miseria, los años parecen acelerar su marcha. Sobre su espalda una mochila llena de objetos de diferente utilidad. Las manos, que por instantes parecían maltratar lo poco que quedaba de un viejo cuatro (instrumento musical de cuerdas venezolano), se veían ennegrecidas y encallecidas por una vida de mucho trabajo y seguramente mucho dolor. El joven se acercó un poco más y pudo percibir un sutil olor a alcohol y tabaco, compañeros inseparables del hombre de la calle.
Inesperadamente el viejo dejó de cantar, miró al joven y le dijo: –¿Ahora sí se decidió? Écheme una manito y déjeme limpiarle esos zapatos; mire los míos, están viejos, eso sí, ¡pero nunca sucios! ¿No sabe usted que los zapatos son el reflejo del alma del que los carga puestos?, comentó.
El joven apenas sonrió y sin mucho convencimiento sólo atinó a decir: –Empiece entonces, pero rapidito porque ya no tarda en caer la noche. En su interior había una motivación inconsciente que aún no entendía y que le había hecho prestar atención a tan curioso personaje que veía por primera vez en aquellos lares.
Silbando sin parar, el viejo limpiabotas comenzó lentamente a sacar de su mochila el betún y el cepillo, levantó cuidadosamente el pie del muchacho y comenzó su labor sin dejar por un momento de silbar la canción que antes había tarareado; el joven Ernesto, intrigado le preguntó: –Esa canción, de casualidad, ¿la cantaba usted refiriéndose a mí? –¡Claro! Y también por los otros cuatro clientes que me han ayudado hoy, toditos pasaron molestos, mirando el piso, pensando en quien sabe qué y en un silencio que parecía un funeral; como usted puede ver, yo casi no me puedo callar y por eso es que le canto a la gente pa’ que deje la amargura y empiece a levantar la cabeza.
Ante aquella aclaración, el joven sintió algo de vergüenza, se quedó observando con detenimiento el cuadro dantesco de aquel hombre, plagado de necesidades y dolores, con el cuerpo y rostro lacerado por las marcas de sus sufrimientos. Aún así, en sus ojos había una llama viva que irradiaba esperanzas e ilusiones. Se dio cuenta de lo mucho que tenía y lo poco agradecido que había sido con la vida, reconoció en sí mismo la pobreza de su figura joven, con mayores recursos, y sumido en una permanente amargura: –Cuando las cosas parecen ir mal, Dios se encarga de mostrarnos el verdadero dolor de Cristo padeciendo, pensó para sí mismo.
Incorporándose nuevamente, dijo al viejo: –¿Y de dónde es usted, amigo?, ya con un aire de mayor confianza y curioso por saber más de aquel personaje que comenzaba a interesarle. Por primera vez en todo aquel rato de canciones y palabras incesantes guardó silencio. Levantando la mirada hacia el poniente se transformó su semblante, se quedó con la mirada perdida por unos segundos, luego volvió hacia el zapato y lustrando con fuerza susurró una canción: –“Yo vengo de dónde usted no ha ido, he visto las cosas que no ha visto…”, y continuó tarareando un murmullo uh,uh,uh… El joven se sintió consternado y a la vez extrañado por esa costumbre tan particular de responder con trozos de canciones y antes de que pudiera interrogarle nuevamente, el viejo limpiabotas le miró y dijo: –¿Escuchó alguna vez de la tragedia de Vargas? (40 km al este de Caracas) y volviendo su mirada hacia el horizonte, –De ahí, ¡de por ahí vengo, mijo! Rodando como una piedra; el agua se lo llevó todo, viví un tiempo en los refugios y otro más en la calle, y ya ni se cómo terminé en esta ciudad tan lejana; a lo mejor me estoy alejando de tan malos recuerdos.
Aquella revelación interpeló a Ernesto sobre la forma desconfiada e inhumana con que le había juzgado en un primer momento. Para entonces había pensado en el fastidio de cruzarse con otro borracho más de la plaza; con sagacidad veloz buscó entre sus cosas, –Viejo, si no le ofende, yo cargo aquí unas camisas y estos zapatos que me dieron en el trabajo y que podrían…
Inusitadamente le interrumpió silbando nuevamente y cantando con los ojos inundados por un brillo especial: –“…No es importante el ropaje, sino distinguir a fondo, los que van comiendo dioses y defecando demonios. Zapatos de mi conciencia, mal que bien me van llevando, larala…”-
Ahora sí que Ernesto no entendía aquel misterioso personaje, plagado de necesidades, y aún así le daba igual tener o no tener ropa y calzado; impulsado por la intriga que le causaba y detectando algo familiar en las entonaciones que el viejo hacía, le dijo: –¡Yo conozco esa canción! Esa es de… ¿de Alí primera, cierto?
-¡Sí Señor! ¡Y me las sé toiticas [todas] completas! Golpeó con su trapeador el zapato derecho del joven;
– ¡Listo!, ahora sí esos zapatos están decentes.
El joven asintió con la cabeza y buscando su cartera, –¿Cuánto le debo, mayor?
–¡Lo que usted me quiera dar y si son las gracias, bien recibidas serán!
El joven se sonrió ante tan original respuesta y le dio un par de billetes que el viejo guardó celosamente dentro de los bolsillos de su vieja mochila; habían pasado cincuenta minutos desde que se encontraron y ya se había olvidado, al menos por un tiempo, de sus afanes y preocupaciones, de la economía y la política, de tantas banalidades que le atormentaban. Ahora éstas le parecían vacías y TONTAS. Sin proponérselo, vivió en este corto encuentro un proceso de renovación que le impulsaba a semejanza de aquel ahora hermoso personaje, cantar por las maravillas del hoy y las vírgenes esperanzas del mañana.
–Fue un placer conocerle amigo, mi nombre es Ernesto; si hay algo en lo que pudiera ayudarle sólo dígame. El viejo terminó de guardar sus trapos en la mochila, tomó en sus manos nuevamente el viejo cuatro, colocó la mano sobre el hombro derecho del joven y con una efusiva cara de emoción le dijo: –Por ahora tengo en este viejo morral todo lo necesario para vivir feliz lo que queda del día de hoy. Indicando con sus dedos hacia el poniente, se despidió diciendo: –Por allí esta mi ruta, cuídese joven y no se olvide de empezar a ser feliz.
Hizo un ademán de comenzar su marcha, cuando el joven, inquietado. preguntó: –¿Y cuál es su nombre, viejo amigo? El viejo volteó vivazmente. –Me llaman Alí y para los buenos amigos como usted me dejo llamar el NEGRO ALÍ.
Ya la noche comenzaba a caer sobre la ciudad. El viejo tomó su cuatro, soltó una carcajada y comenzó nuevamente a cantar: “Es de noche, cuenta el limpiabotas cuánto ha hecho y cuenta el pregonero cuánto ha hecho…es de noche…”
Ernesto con el llanto a flor de piel, también tarareaba aquella dulce canción y cuando ya la figura del viejo comenzaba a perderse en el horizonte le escuchó nuevamente cantar: “Es de noche…”, el joven tomó su bolso, dio la vuelta, y mirando al cielo que mostraba sus primeros luceros, levantó los brazos cantando: “…Y habrá Mañana”.
Richard Rico López
Acarigua, Venezuela
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