San Francisco de Sales, obispo y
doctor de la Iglesia
fecha: 28 de diciembre
fecha en el calendario anterior: 29 de enero
n.: 1567 - †: 1622 - país: Francia
canonización: B: Alejandro VII 1661 - C: Alejandro VII 1665
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 29 de enero
n.: 1567 - †: 1622 - país: Francia
canonización: B: Alejandro VII 1661 - C: Alejandro VII 1665
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Lyon, en Francia, muerte de san Francisco de
Sales, obispo de Ginebra, cuya memoria se celebra en la fecha de su sepultura
en Annecy, el día veinticuatro de enero.
Patronazgos: patrono de la prensa católica, los escritores y
periodistas, y los sordos.
refieren a
este santo: Beato Juan
Juvenal Ancina, Santa Juana
Francisca Frémiot de Chantal, Santa Luisa de
Marillac, Beata María de
la Encarnación Avrillot
Oración: Señor, Dios nuestro, tú has querido que el santo
obispo Francisco de Sales se entregara a todos generosamente para la salvación
de los hombres; concédenos, a ejemplo suyo, manifestar la dulzura de tu amor en
el servicio a nuestros hermanos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos. Amén (oración litúrgica).
San Francisco nació en
el castillo de Sales, en Saboya, el 21 de agosto de 1567. Al día siguiente, fue
bautizado en la iglesia parroquial de Thorens, con el nombre de Francisco
Buenaventura. San Francisco de Asís había de ser su patrono durante toda la vida.
El cuarto en que nació san Francisco de Sales se llamaba «el cuarto de San
Francisco», porque había en él una imagen del «Poverello» predicando a los
pájaros y a los peces. Francisco de Sales fue muy frágil y delicado en sus
primeros años, debido a su nacimiento prematuro; pero, gracias al cuidado que
tuvo de su salud, se fue fortaleciendo con los años, de suerte que, si bien
nunca fue robusto, pudo desplegar una enérgica actividad durante su vida. La
madre del santo se encargó de su educación, ayudada por el P. Déage, quien fue
tutor de Francisco y le acompañó en todos los viajes de sus primeros años.
Durante su infancia se distinguió por su obediencia y sentido de
responsabilidad, y parece haber sido muy amante de la lectura. A los ocho años
entró al colegio de Annecy donde hizo su primera comunión. En la iglesia de
Santo Domingo (actualmente San Mauricio), recibió la confirmación y, un año más
tarde, la tonsura. Un gran deseo de consagrarse a Dios consumía al joven, que
había cifrado en ello la realización de su ideal; pero su padre (que al casarse
había tomado el nombre de Boisy) tenía destinado a su primogénito a una carrera
secular, sin preocuparse de sus inclinaciones. A los catorce años, Francisco
fue a estudiar a la Universidad de París que, con sus cincuenta y cuatro
colegios, era uno de los grandes centros de enseñanza de la época. Su padre le
había enviado al Colegio de Navarra, a donde iban los hijos de las familias
nobles de Saboya; pero Francisco, que temía por su vocación, consiguió que consintiera
en dejarle ir al Colegio de Clermont, dirigido por los jesuitas y conocido por
la piedad y el amor a la ciencia que reinaban en él. Acompañado por el P.
Déage, Francisco se instaló en el Hotel de la Rosa Blanca de la calle de St.
Jacques, a unos pasos del Colegio de Clermont.
Pronto se distinguió en
retórica y en filosofía; después se entregó apasionadamente al estudio de la
teología. Para dar gusto a su padre, tomó también lecciones de equitación,
danza y esgrima, pero sin poner en ello gran empeño. Cada día estaba más decidido
a consagrarse a Dios y acabó por hacer voto de castidad perpetua, poniéndose
bajo la protección de la Santísima Virgen. Pero no por ello le faltaron las
pruebas. Hacia los dieciocho años le asaltó una angustiosa tentación de
desesperación. El amor de Dios había sido siempre lo más importante para él, y
tenía la impresión de haber perdido la gracia divina y estaba destinado a odiar
eternamente a Dios junto con los condenados. Esa obsesión le perseguía día y
noche, y su salud empezó a resentirse. Finalmente, un acto heroico de amor de
Dios le salvó de la tentación: «¡Señor -gritó el santo-, haz que jamás blasfeme
yo de Tu nombre, aun en el caso de que no esté predestinado a verte en el
cielo! ¡Y si no he de amarte en el otro mundo, porque en el infierno los condenados
no te alaban, concédeme que, por lo menos, en esta vida te ame con todas mis
fuerzas!» Inmediatamente después, cuando se hallaba todavía arrodillado
ante su imagen favorita
de Nuestra Señora, en la iglesia de St. Etienne des Grés,
recitando humildemente el «Acordáos», el temor y la desesperación se esfumaron
y una gran paz invadió su alma. Esta prueba le enseñó a comprender y tratar con
bondad a quienes sufrían las tentaciones y dificultades espirituales.
A los veinticuatro años,
Francisco obtuvo el doctorado en leyes en Padua, y fue a reunirse con su
familia en el castillo de Thuille, a orillas del lago de Annecy. Allí llevó
durante dieciocho meses, por lo menos en apariencia, la vida ordinaria de un
joven de la nobleza. El padre de Francisco tenía gran deseo de que su hijo se
casara cuanto antes y había escogido para él a una encantadora muchacha,
heredera de una de las familias del lugar. Sin embargo, el trato cortés, pero
distante, de Francisco hicieron pronto comprender a la joven que éste no estaba
dispuesto a secundar los deseos de su padre. El santo declinó, por la misma
razón, la dignidad de miembro del senado que le había sido propuesta, a pesar
de su juventud. Hasta entonces Francisco sólo había confiado a su madre, a su
primo Luis de Sales y a algunos amigos íntimos, su deseo de consagrarse al
servicio de Dios. Pero había llegado el momento de hablar de ello con su padre.
El Sr. de Boisy lamentaba que su hijo se negara a aceptar el puesto en el
senado y que no hubiese querido casarse, pero ello no le había hecho sospechar,
ni por un momento, que Francisco pensara en hacerse sacerdote. La muerte del
deán del capítulo de Ginebra hizo pensar al canónigo Luis de Sales en la
posibilidad de nombrar a Francisco para sustituirle, lo cual haría menos duro
el golpe para el padre del santo. Con la ayuda de Claudio de Granier, obispo de
Ginebra, pero sin consultar a ningún miembro de la familia, el canónigo explicó
el asunto al Papa, quien debía hacer el nombramiento y, a vuelta de correo,
llegó la respuesta del Sumo Pontífice que daba a Francisco el puesto. Este
quedó muy sorprendido ante la dignidad con que le distinguía el Papa, pero se
resignó a aceptar ese honor que no había buscado, con la esperanza de que su
padre accedería así más fácilmente a su ordenación. Pero el Sr. de Boisy era un
hombre muy decidido, con el principio de que sus hijos debían una obediencia
absoluta a sus deseos, y Francisco tuvo que recurrir a toda su respetuosa
paciencia y su poder de persuasión para convencerle de que debía ceder. Por fin
vistió la sotana el día mismo en que obtuvo el consentimiento de su padre, y
fue ordenado sacerdote seis meses después, el 18 de diciembre de 1593. A partir
de ese momento, se entregó al cumplimiento de sus nuevos deberes con un celo
que nunca decayó. Ejercitaba los ministerios sacerdotales entre los pobres, con
especial cariño; sus penitentes predilectos eran los de cuna humilde. Su
predicación no se limitó a Annecy únicamente, sino a muchas otras ciudades.
Hablaba con palabras tan sencillas, que los oyentes le escuchaban encantados,
pues no había en sus sermones todo ese ornato de citas griegas y latinas tan
común en aquellos tiempos, a pesar de que Francisco era doctor. Pero Dios tenía
destinado al santo a emprender, en breve, un trabajo mucho más difícil.
Las condiciones
religiosas de los habitantes del Chablais, en la costa sur del lago de Ginebra,
eran deplorables debido a los constantes ataques de los ejércitos protestantes,
y el duque de Saboya rogó al obispo Claudio de Granier que mandase algunos
misioneros a evangelizar de nuevo la región. El obispo envió un sacerdote a
Thonon, capital del Chablais; pero sus intentos fracasaron. El enviado tuvo que
retirarse muy pronto. Entonces el obispo presentó el asunto a la consideración
de su capítulo, sin ocultar sus dificultades y peligros. De todos los
presentes, el deán fue quien mejor comprendió la gravedad del problema, y se
ofreció a desempeñar ese duro trabajo, diciendo sencillamente: «Señor, si
creéis que yo pueda ser útil en esa misión, dadme la orden de ir, que yo estoy
pronto a obedecer y me consideraré dichoso de haber sido elegido para ella». El
obispo aceptó al punto, con gran alegría de Francisco. Pero el señor de Boisy
veía las cosas de distinta manera, y se dirigió a Annecy para impedir lo que él
llamaba «una especie de locura». Según él, la misión equivalía a enviar a su
hijo a la muerte. Arrodillándose, a los pies del obispo, le dijo: «Señor, yo
permití que mi primogénito, la esperanza de mi casa, de mi avanzada edad y de
mi vida, se consagrara al servicio de la Iglesia; pero yo quiero que sea un
confesor y no un mártir». Cuando el obispo, impresionado por el dolor y las
súplicas de su amigo, se disponía a ceder, el mismo Francisco le rogó que se
mantuviese firme: «¿Vais a hacerme indigno del Reino de los Cielos?» -preguntó-
«Yo he puesto ya mi mano en el arado, no me hagáis volver atrás». El obispo
empleó todos los argumentos posibles para disuadir al Sr. de Boisy, pero éste
se despidió con las siguientes palabras: «No quiero oponerme a la voluntad de
Dios, pero tampoco quiero ser el asesino de mi hijo permitiendo su
participación en esta empresa descabellada. Que Dios haga lo que su Providencia
le dicte, pero yo jamás autorizaré esta misión». Francisco tuvo que emprender
el viaje, sin la bendición de su padre, el 14 de septiembre de 1594, día de la
Santa Cruz. Partió a pie, acompañado solamente por su primo, el canónigo Luis
de Sales, a la reconquista del Chablais. El gobernador de la provincia se había
hecho fuerte con un piquete de soldados en el castillo de Allinges, donde los
dos misioneros se las ingeniaron para pasar las noches a fin de evitar
sorpresas desagradables. En Thonon quedaban apenas unos veinte católicos, a
quienes el miedo impedía profesar abiertamente sus creencias. Francisco entró
en contacto con ellos y les exhortó a perseverar valientemente. Los misioneros
predicaban todos los días en Thonon, y poco a poco, fueron extendiendo sus fuerzas
a las regiones circundantes. El camino al castillo de Allinges, que estaban
obligados a recorrer, ofrecía muchas dificultades y, particularmente en
invierno, resultaba peligroso. Una noche, Francisco fue atacado por los lobos y
tuvo que trepar a un árbol y pérmanecer allí en vela para escapar con vida. A
la mañana siguiente, unos campesinos le encontraron en tan lastimoso estado
que, de no haberle trasportado a su casa para darle de comer y hacerle entrar
en calor, el santo habría muerto seguramente. Los buenos campesinos eran
calvinistas. Francisco les dio las gracias en términos tan llenos de caridad,
que se hizo amigo de ellos y muy pronto los convirtió al catolicismo. En el mes
de enero de 1595, un grupo de asesinos se puso al acecho de Francisco en dos
ocasiones, pero el cielo preservó la vida del santo en forma casi milagrosa.
El tiempo pasaba y el
fruto del trabajo de los misioneros era muy escaso. Por otra parte, el Sr. de
Boisy enviaba constantemente cartas a su hijo, rogándole y ordenándole que abandonase
aquella misión desesperada. Francisco respondía siempre que si su obispo no le
daba una orden formal de volver, no abandonaría su puesto. El santo escribía a
un amigo de Evián en estos términos: «Estamos apenas en los comienzos. Estoy
decidido a seguir adelante con valor, y mi esperanza contra toda esperanza está
puesta en Dios». San Francisco hacía todos los intentos para tocar los
corazones y las mentes del pueblo. Con ese objeto, empezó a escribir una serie
de panfletos en los que exponía la doctrina de la Iglesia y refutaba la de los
calvinistas. Aquellos escritos, redactados en plena batalla, que el santo hacía
copiar a mano por los fieles, para distribuirlos, formaron más tarde el volumen
de las «controversias». Los originales se conservan todavía en el convento de
la Visitación de Annecy. Así empezó la carrera de escritor de san Francisco de
Sales, que a este trabajo añadía el cuidado espiritual de los soldados de la
guarnición del castillo de Allinges, que eran católicos de nombre pero formaban
una tropa ignorante y disoluta. En el verano de 1595, cuando san Francisco se
dirigía al monte Voiron a restaurar un oratorio de Nuestra Señora, destruido
por los habitantes de Berna, una multitud se echó sobre él, después de
insultarle, y le maltrató. Poco a poco el auditorio de sus sermones en Thonon
fue más numeroso, al tiempo que los panfletos hacían efecto en el pueblo. Por
otra parte, aquellas gentes sencillas admiraban la paciencia del santo en las
dificultades y persecuciones, y le otorgaban sus simpatías. El número de
conversiones empezó a aumentar y llegó a formarse una corriente continua de
apóstatas que volvían a reconciliarse con la Iglesia. Cuando el obispo Granier
fue a visitar la misión, tres o cuatro años más tarde, los frutos de la abnegación
y celo de san Francisco de Sales eran visibles. Muchos católicos salieron a
recibir al obispo, quien pudo administrar una buena cantidad de confirmaciones,
y aun presidir la adoración de las cuarenta horas, lo que habría sido
inconcebible unos años antes, en Thonon. San Francisco había restablecido la fe
católica en la provincia y merecía, en justicia, el título de «Apóstol del
Chablais». Mario Besson, un posterior obispo de Ginebra ha resumido la obra
apostólica de su predecesor en una frase del mismo san Francisco de Sales a
santa Juana de Chantal: «Yo he repetido con frecuencia que la mejor manera de
predicar contra los herejes es el amor, aun sin decir una sola palabra de
refutación contra sus doctrinas». El mismo obispo Mons. Besson, cita al cardenal
du Perron: «Estoy convencido de que, con la ayuda divina, la ciencia que Dios
me ha dado es suficiente para demostrar que los herejes están en el error; pero
si lo que queréis es convertirles, llevadles al obispo de Ginebra, porque Dios
le ha dado la gracia de convertir a cuantos se le acercan».
Mons. de Granier, quien
siempre había visto en Francisco un posible coadjutor y sucesor, pensó que
había llegado el momento de poner en obra sus proyectos. El santo se negó a
aceptar, al principio, pero finalmente se rindió a las súplicas de su obispo, sometiéndose
a lo que consideraba como una manifestación de la voluntad de Dios. Al poco
tiempo, le atacó una grave enfermedad que le puso entre la vida y la muerte. Al
restablecerse fue a Roma, donde el papa Clemente VIII, que había oído muchas
alabanzas sobre la virtud y cualidades del joven deán, pidió que se sometiese a
un examen en su presencia. El día señalado se reunieron muchos teólogos y
sabios. El mismo Sumo Pontífice, así como Baronio, Belarmino, el cardenal
Federico Borromeo (primo de san Carlos) y otros, interrogaron al santo sobre
treinta y cinco puntos difíciles de teología. San Francisco respondió con
sencillez y modestia, pero sin ocultar su ciencia. El Papa confirmó su
nombramiento de coadjutor de Ginebra, y Francisco volvió a su diócesis, a trabajar
con mayor ahinco y energía que nunca. En 1602 fue a París donde le invitaron a
predicar en la capilla real, que pronto resultó pequeña para la multitud que
acudía a oír la palabra del santo, tan sencilla, tan conmovedora y tan
valiente. Enrique IV concibió una gran estima por el coadjutor de Ginebra y
trató en vano de retenerle en Francia. Años más tarde, cuando san Francisco de
Sales fue de nuevo a París, el rey redobló sus instancias; pero el joven obispo
se rehusó a cambiar su diócesis de la montaña, su «pobre esposa», como él la
llamaba, por la importante diócesis -la «esposa rica»- que el rey le ofrecía.
Enrique IV exclamó: «El obispo de Ginebra tiene todas las virtudes, sin un solo
defecto».
A la muerte de Claudio
de Granier, acaecida en el otoño de 1602, Francisco le sucedió en el gobierno
de la diócesis. Fijó su residencia en Annecy, donde organizó su casa con la más
estricta economía, y se consagró a sus deberes pastorales con enorme
generosidad y devoción. Además del trabajo administrativo, que llevaba hasta en
los menores detalles del gobierno de su diócesis, el santo encontraba todavía
tiempo para predicar y confesar con infatigable celo. Organizó la enseñanza del
catecismo; él mismo se encargaba de la instrucción en Annecy, y lo hacía en forma
tan interesante y fervorosa, que las gentes del lugar recordaban todavía,
muchos años después de su muerte, «el catecismo del obispo». La generosidad y
caridad, la humildad y clemencia del santo eran inagotables. En su trato con
las almas fue siempre bondadoso, sin caer en la debilidad; pero sabía emplear
la firmeza cuando no bastaba la bondad. En su maravilloso «tratado del amor de
Dios», escribió: «La medida del amor es amar sin medida». Y supo vivir sus
palabras. Con su abundante correspondencia alentó y guió a innumerables
personas que necesitaban de su ayuda. Entre los que dirigía
espiritualmente, santa Juana
Francisca de Chantal ocupa un sitio especial. San Francisco
la conoció en 1604, cuando predicaba un sermón de cuaresma en Dijón. La
fundación de la Congregación de la Visitación, en 1610, fue el resultado del
encuentro de los dos santos. La «Introducción a la Vida Devota» -la más
conocida de las obras del santo- nació de las notas que el santo conservaba de
las instrucciones y consejos enviados a su prima política, la Sra. de Chamoisy,
que se había confiado a su dirección. San Francisco se decidió, en 1608, a
publicar dichas notas, con algunas adiciones. El libro fue recibido como una de
las obras maestras de la ascética, y pronto se tradujo a muchos idiomas. En
1610, Francisco de Sales tuvo la pena de perder a su madre (su padre había
muerto nueve años antes). El santo escribió más tarde a santa Juana de Chantal:
«Mi corazón estaba desgarrado y lloré por mi buena madre como nunca había
llorado, desde que soy sacerdote». San Francisco había de sobrevivir nueve años
a su madre, nueve años de inagotable trabajo.
En 1622, el duque de
Saboya, que iba a ver a Luis XIII en Aviñón, invitó al santo a reunírseles en
aquella ciudad. Movido por el deseo de conseguir ciertos privilegios para la
parte francesa de su diócesis, el obispo aceptó al punto la invitación, aunque
arriesgaba su débil salud en un viaje tan largo, en pleno invierno. Pero parece
que el santo presentía que su fin se acercaba. Antes de partir de Annecy puso
en orden todos los asuntos, y emprendió el viaje, como si no tuviera esperanza
de volver a ver a su grey. En Aviñón hizo todo lo posible por llevar su
acostumbrada vida de austeridad; pero las multitudes se apiñaban para verle y
todas las comunidades religiosas querían que el santo obispo les predicara. En
el viaje de regreso, san Francisco se detuvo en Lyon, hospedándose en la casita
del jardinero del convento de la Visitación. Aunque estaba muy fatigado, pasó
un mes entero atendiendo a las religiosas. Una de ellas le rogó que le dijese
qué virtud debía practicar especialmente; el santo escribió en una hoja de
papel, con grandes letras: «Humildad». Durante el Adviento y la Navidad, bajo
los rigores de un crudo invierno, prosiguió su viaje, predicando y
administrando los sacramentos a todo el que se lo pidiera. El día de San Juan
le sobrevino una parálisis; pero recuperó la palabra y el pleno conocimiento.
Con admirable paciencia, soportó las penosas curaciones que se le administraron
con la intención de prolongarle la vida, pero que no hicieron más que
acortársela. En su lecho repetía: «Exspectans exspectavi Dominum et intendit
mihi, et exaudivit preces meas, et eduxit me de lacu miseriae et de luto
faecis» («Puse toda mi esperanza en el Señor, y me oyó y escuchó mis súplicas y
me sacó del foso de la miseria y del pantano de la inquidad», salmo 39
(40),2-3). En el último momento, apretando la mano de uno de los que le asistían
solícitamente murmuró: «Advesperascit et inclinata est jam dies» («Empieza a
anochecer y el día se va alejando», la frase de los peregrinos de Emaús, Lc.
24,29). Su última palabra fue el nombre de Jesús. Mientras los circunstantes
recitaban de rodillas las letanías de los agonizantes, san Francisco expiró
dulcemente, a los cincuenta y seis años de edad.
La beatificación de san
Francisco de Sales fue la primera llevada a cabo con solemnidad en San Pedro de
Roma. La canonización tuvo lugar en la misma basílica, tres años después. La
fiesta del santo se celebraba el 29 de enero, día de la translación de sus
restos al convento de la Visitación de Annecy, aunque en la reforma litúrgica
se ha movido al 24 de enero, aniversario de su sepultura. En 1877 fue declarado
Doctor de la Iglesia, y el Papa Pío XI le nombró patrono de los periodistas.
Cuando san Francisco murió, un sacerdote llamado Vicente de Paul vivía
en París. El santo obispo le había confiado el cuidado del primer convento de
la Visitación. San Vicente dijo de san Francisco: «El siervo de Dios se
conformaba de tal modo al molde que Dios le había fijado, que muchas veces me
pregunté admirado cómo una criatura podía alcanzar tan alto grado de
perfección, dada la fragilidad de nuestra naturaleza... Meditando sus palabras
me he sentido tan lleno de admiración, que creo que Francisco de Sales es el
hombre que ha reproducido más fielmente sobre la tierra el amor del Hijo de
Dios». Algunas personas, considerando que el santo era demasiado indulgente con
los pecadores, se lo dijeron francamente cierta vez. El obispo respondió: «Si
existiera una virtud más alta que la bondad, Dios nos la habría enseñado. Pues
bien, a nada nos exhortó tanto Jesucristo como a ser mansos y humildes de
corazón. ¿Por qué os oponéis a que obedezca al mandato de mi Señor? ¿Quién
mejor que Dios puede indicarnos el camino en este punto?» La ternura de san
Francisco se mostraba especialmente con los apóstatas y los pecadores. Cuando
esos pródigos volvían a la casa paterna, el santo les acogía con la bondad de
un padre, diciéndoles: «Dios y yo estamos dispuestos a ayudaros. Todo lo que os
pido es que no desesperéis; del resto yo me encargo». Su solicitud por ellos se
extendía también a sus dificultades materiales, y les abría su bolsa tan
ampliamente como su corazón. Como algunos murmurasen de que eso alentaba a los
pecadores en sus malos hábitos, el santo respondió: «¿No forman acaso parte de
mi grey? ¿O acaso el Señor no derramó su sangre por ellos? Estos lobos se
transformarán en mansos corderos y un día valdrán más ante los ojos de Dios que
todos nosotros. Si Dios no hubiese usado de misericordia con Saulo, san Pablo
no hubiera existido».
Existe un material
inmenso sobre la vida de san Francisco de Sales. En el siglo XVII aparecieron
numerosas biografías, dos de ellas, apenas un par de años después de la muerte
del santo. Sus propias obras, especialmente sus cartas, constituyen una mina
inagotable de información. Ver la gran edición de Annecy, preparada por las
religiosas de la Visitación, bajo la dirección del benedictino inglés Dom
Mackey, y más tarde, bajo la dirección del P. Navatel y otros. L'esprit de St.
François de Sales, de Mons. Camus, alcanzó inmensa popularidad desde la primera
edición en 1641, y ha sido traducido a muchos idiomas; ver también St. Francis
de Sales (1937) de M. Mueller. Las más completas biografías modernas son la del
P. Hamon y la de Mons. W. G. Trochu. Existe un estudio en francés sobre San
Francisco de Sales, Maestro de Perfección, del canónigo J. Leclercq (1948). En
español hay una edición de «Obras Selectas», editadas por F. de la Hoz en BAC,
Madrid, 1953. La preciosa «Introducción a la vida devota» puede leerse completa
en línea en Mercabá.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler»,
Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando
figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio
no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por
favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo
Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_4632
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