sábado, 29 de diciembre de 2018

Susurros de mainumbí (Julieta María BERBEL)

Susurros de mainumbí

Julieta María BERBEL



Comienza un nuevo día, el sonido del despertar del monte aparta los sueños intranquilos de una noche que parecía no tener fin. Abro los ojos y una bóveda de verdes tornasolados promete protegerme del calor que ya empieza a sentirse en mi cuerpo sudado. Como en los últimos dos días, no hay demasiado tiempo para detenerme en la selva que nos rodea. El último trozo de sólo unas miles de hectáreas de monte natural. Miro alrededor y contemplo cómo el pequeño grupo de tres personas ya está preparado para continuar el camino. Los miro y pienso en el contraste de mi persona junto a ellos. Como si fueran parte del monte, caminan con pasos que apenas se distinguen del movimiento del viento entre las hojas. Son del color de la tierra, de la corteza de los árboles y de las hojas caídas que nos cobijaron anoche. Ramón, el más anciano de los tres, mira el monte, como leyendo las palabras que la selva garabatea en el follaje. Él puede leerlo todo en el monte, la tierra y las huellas que en ella se esconden, los indicios de agua para descubrir una vertiente cristalina y fresca, los aromas y los sonidos. Su especialidad son los yuyos y sus dones. Por eso está viajando con nosotros. Él fue quien encontró a Ará tendida en la tierra, y es el único de la comunidad con la capacidad de mantenerla con vida en el monte, mientras nos dirigimos al puesto de salud del pueblo más cercano.
Yo había llegado a pensar que Ramón todo lo podía curar con los yuyos del monte, pero el anciano supo reconocer que aquello que consumía el cuerpo de la niña no era algo que supiera curar el monte, porque no era una enfermedad de aquí. La sabiduría milenaria transmitida por los padres y abuelos de Ramón era ilimitada, en cuanto a los secretos de las plantas se tratara, y podían curar todos los males conocidos y estudiados por ellos a lo largo de su historia como pueblo. Pero esta enfermedad, que se llevaba el aire de Ará no se curaba con yuyos, porque no era una enfermedad de esta tierra. Y Ramón nos decía que es un mal del hombre blanco, y por eso ellos son quienes tienen la cura. Sabía que la comunidad, indirectamente, me consideraba responsable por la vida de Ará. Yo que soy “blanca”, soy responsable de sus miserias y dolores, de sus ultrajes y de estas enfermedades que no les pertenecen y que les trajimos junto a muchos otros dolores y atrocidades.
Hasta yo misma me sentía responsable, más aún porque podía reconocer la enfermedad de Ará. Una enfermedad que yo suponía extinta y vencida. Una enfermedad para la que existía vacuna, y para la cual, muchos en las ciudades ya no vacunaban a sus hijos porque, se suponía, ya había sido erradicada del planeta. Y me encontraba aquí, extraña, ajena y responsable, por el dolor de una comunidad que veía morir sus niños con este mal “extinto”. Un mal que los tomaba de noche, que les quitaba el aliento y el descanso. Un mal que les golpeaba el pecho y les arañaba la garganta hasta hacerlos escupir sangre. En este rincón del planeta, en este, quizá único, rincón del planeta donde el monte albergaba vida humana ancestral, aquí y ahora, los niños morían de tuberculosis.
Una seña de Ramón me devuelve al presente. Hoy me toca el primer turno, junto a Juanjo para cargar la camilla de Ará. No es una tarea fácil, menos aún con mis pies torpes e inexpertos en este suelo blando y vivo de la selva. Como si los árboles se movieran, debo caminar con sumo cuidado entre las raíces escondidas. Cada tropezón es un retraso de este tiempo que vuela y no perdona y que se nos escurre como arena entre los dedos. Trato de concentrarme en el suelo que piso, pero mis ojos se encuentran una y otra vez con los de Ará. Me miran con una transparencia tal, que por un instante siento que puedo asomarme directo a su alma. No hay reproche en su mirada, sino calma, la calma de quien comprende muchas cosas, quizá todas las cosas, que están aconteciendo. La miro y me cuesta recordar su rostro antes de que la tuberculosis la tomara. Con sus catorce años, ya es considerada una adulta en su comunidad, las niñas con las que creció ya tienen un compañero e hijos. Pero no Ará. Ella se estaba reservando, por su interés especial en “las cosas” de Ñamandú. Ella acompañaba a Ramón en sus expediciones por la selva, aprendía de él a reconocer las flores y los yuyos curativos, y distinguirlos de aquellos que, aunque atractivos, escondían una dulzura venenosa. Era ella quien lo ayudaba a preparar los remedios, pisando los ingredientes en un mortero y la que disponía todo cuando la luna señalaba la hora de un nuevo nacimiento. Ella, con sus escasos catorce años, era quien más conocía los secretos de la salud y de la enfermedad de su pueblo, la única de la aldea a quien Ramón había volcado sus conocimientos. Pero ninguno de aquellos conocimientos había alcanzado cuando la encontró inconsciente sobre los yuyos que recogía en el monte.
Es cerca del mediodía, sólo nos hemos detenido dos o tres veces para beber agua de los arroyos que surgen, generosos, de la tierra. No debe faltar mucho para alcanzar la ruta de asfalto, que nos dirigirá al poblado. Se nota por la densidad de la selva, que va disminuyendo gradualmente, y los claros que se hacen más frecuentes. Ramón se detiene repentinamente, escudriñando hacia adelante con los ojos entornados. Y nosotros, como presintiendo aquello que no se explica sino con el alma, lo imitamos. La voz de Ramón, que siempre me hace pensar en el sonido del viento deslizándose por el tronco hueco de una caña fístola, surge de sus entrañas y deja transparentes sus pensamientos. “Este es el último tramo, el último pedazo de monte espeso antes de llegar al camino del blanco”. Quedamos en silencio un instante, tomando fuerzas para el último tirón, o eso creo yo. En realidad el silencio esconde un misterio, y lo descubro cuando veo que los ojos de Ará parecen perderse en la penumbra de la bóveda de árboles y en la espesura de las enredaderas y rastreras. De pronto, el monte parece más silencioso de lo común y me sobrecoge una extraña sensación de que están observándonos. Como si todo el monte hubiera volteado a mirarnos y tuviera sus ojos fijos en nosotros. Repentinamente recuerdo lo que las ancianas de la aldea me han contado sobre esta parte del monte. El último retazo de selva virgen a orillas de la carretera, cargada de secretos. Este lugar está cargado de mística para los pobladores de la aldea y hasta los hombres blancos le temen.
Damos el último vistazo hacia atrás, ya tan sólo nos quedan unas pocas hectáreas y encontraremos la ruta. Ramón dice unas palabras en su lengua natal, que salen y se escurren como suspiros, pidiéndole permiso al monte para cruzar. Nos hace una seña para que continuemos el viaje. Miro a Ará y sé que el tiempo apremia. Caminamos más silenciosos de lo normal, hasta nuestra respiración se desliza cuidadosa por nuestros pulmones. Sólo el ruido de las hojarascas bajo mis pies corta este silencio, y eso nos incomoda a todos.
De pronto, un zumbido casi imperceptible comienza a acercarse. Puede que no sea nada, más que mi imaginación jugando con las historias de las abuelas de la aldea. Pero parece que no soy la única que escucha el pequeño zumbido, porque Ramón y Juanjo se miran, aunque no detienen la marcha. A mi izquierda, de refilón, veo un destello, muy pequeño, entre las hojas. Sigo caminando, tratando de parecer concentrada en la tierra que piso, pero el destello aparece y desaparece, un poco más adelante, un poco por detrás. Escucho la voz susurrante de Ramón “mainumbí”, es decir “colibrí”. Nos detenemos, y no debo preguntar porqué. Este pequeño pajarito, quizá el más pequeño de la selva, es un animalito sagrado. Se acerca a nosotros, nos rodea con su danza suave pero electrizante, como suspendida en el tiempo y el espacio. Sus diminutas plumas de colores cristalinos, parecen alimentarse de retazos de sol. Ramón lo mira fijamente, sigue los movimientos de su pequeño cuerpo en el aire, como queriendo descifrar el mensaje que su aleteo deja en una estela invisible. El pequeño ser se detiene, por un instante fugaz y eterno, sobre el cuerpo inmóvil de Ará. Se posa en su pecho y sacude sus alas, antes de revolotear y desaparecer velozmente en la espesura. Los ojos de Ará se iluminan con una nueva luz, una luz que ni siquiera en sus mejores tiempos había yo llegado a apreciar. Una luz que revelaba que algo se ha transformado en su interior, y esa luz se desborda y se rebalsa por todos los poros de su piel de niña. Rebalsa y nos salpica a nosotros con suaves gotas que parecen miel.
Sabemos que es hora de continuar, luego de este momento que puede haber durado segundos, horas o años. Ya no se cuanto tiempo ha pasado, no recuerdo si fue hace solo un instante que nos detuvimos o si llevamos una vida suspendidos en este ensueño. Un poco más allá, la ruta se dibuja surrealista, recortada entre los árboles.
Algo ha cambiado en nosotros, y descubro dentro mío que aunque el futuro, de Ará, el nuestro, incluso el de la aldea que dejamos atrás hace una eternidad, es incierto, algo ya no es lo mismo. Algo ya nunca será lo mismo, porque algo nuevo esta naciendo, algo está empujando los restos añejos, como un arroyo lava y purifica la tierra y la fecunda llenándola de vida. Algo se está despertando, como de un sueño sin tiempos. Y ya no importa lo que suceda, no importa qué nos espere en la ruta, no importa si llegamos al pueblo, ni al puesto de salud. En los ojos de Ará sólo hay felicidad, y tampoco le importan ya los remedios del blanco. Ya nada importa, todo es relativo. Porque esto nuevo que nos brota a borbotones del pecho, sólo puede llamarse ESPERANZA.

Julieta María Berbel
Puerto Esperanza, Misiones, Argentina

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