domingo, 30 de diciembre de 2018

REFLEXIÓN DE FIN DE AÑO: NEGRAS NUBES… PERO EL SOL NO DESAPARECE



REFLEXIÓN DE FIN DE AÑO: NEGRAS NUBES… PERO EL SOL NO DESAPARECE

Cristianisme i JustíciaAl concluir 2018, oscuros nubarrones se ciernen sobre nuestras democracias y la globalización del autoritarismo a nivel mundial parece haber ahogado la esperanza de un progreso en la humanización de nuestras sociedades ¿Seremos capaces de ver que a pesar de ello el sol nunca desaparece?
Hubo un tiempo en el que fuimos optimistas
Hace medio siglo, movidos por el proyecto de construcción europea y dopados de optimismo al calor del progreso económico (¡Occidental, por supuesto!), creíamos que los derechos humanos (aprobados ahora hace 70 años) y la democracia irían extendiéndose por todos los países y culturas. La caída del muro de Berlín inflamó aún más este optimismo. En este contexto, no era de extrañar que F. Fukuyama profetizase en 1992 que el capitalismo sería el sistema económico definitivo. Y, si bien fue criticado desde la izquierda porque cerraba la puerta a toda alternativa económica, también es cierto que muchos de estos probablemente pensaban que los derechos humanos y la democracia sí iban a ser el «fin de la historia». Aunque todavía faltase algo de tiempo para culminar su imparable progreso, se tenía en ello una fe ciega como si la verdad y la razón tuviesen suficiente fuerza por sí mismas para acabar imponiéndose. Desde otros intereses, algunos quisieron hacer creer que esa humanización final podía forzarse deponiendo, con las guerras del Golfo, a tiranos como Sadam Hussein y los regímenes autoritarios irían cayendo uno tras otro y abrazando la «verdad» Occidental.
El resurgir del autoritarismo
La crisis económica estadounidense y europea desde la caída de Lehman Brothers (2008), el inicio de la guerra de Siria (2011), la proclamación del grupo Estado Islámico (2014), el aumento progresivo de la presión migratoria hacia los países del norte y el decantamiento del poder hacia China ha hecho desplomar la confianza en un futuro político mejor. Sabemos bien cómo cada país, en tiempos de crisis, intenta salvarse a sí mismo retirándose a su madriguera y cerrándose a los demás. Lo hemos visto en Rusia con un Putin devolviendo el orgullo a su país con el resurgimiento de su influencia mundial; lo vimos también en Turquía con la sultanización de Erdogan; en Estados Unidos con el triunfo de Trump; en Brasil con Bolsonaro; en Gran Bretaña con el Brexit; en Italia, Polonia, Hungría… En España, la tentación, hasta ahora acomplejada de resucitar la vergüenza franquista, vuelve a erguirse enarbolando la bandera contra el independentismo catalán y la inmigración (sobre todo musulmana). Oscuros nubarrones se ciernen ciertamente sobre la democracia y, en vez de globalizarse esta, es el autoritarismo el que va ganando terreno.
Nubarrones sobre la Iglesia de Francisco
Todo este panorama afecta también a la Iglesia, sea por un sutil deslizamiento de opinión hacia esos movimientos, sea por una contribución activa de algunos cristianos en ellos creyendo que hacen un favor a la fe. Desde Cristianisme i Justícia denunciamos toda tentación de utilizar el cristianismo como argumento para imponer modelos totalitarios. A menudo se utilizan los signos cristianos (cruces, fiestas cristianas, culto, etc.) como banderas identitarias desproveyéndolos de su significado profundo, que no es otro que la denuncia de la absolutización de los poderes (políticos, económicos o mediáticos) de este mundo.
La elección de Francisco como obispo de Roma supuso una primavera eclesial. Un papa llamado desde los confines del mundo iba a contrarrestar las intrigas vaticanas que habían propiciado la valiente renuncia de Benedicto XVI. La llamada «teología del pueblo», recogiendo lo mejor de la «teología de la liberación», suponía una vuelta franciscana a la sencillez del evangelio y un retorno jesuítico a la denuncia de Jesús contra ricos y poderosos. La canonización este último año de monseñor Óscar Romero, mártir del Salvador, ha consagrado este camino.
Sin embargo, algunos grupos eclesiales escuchan sus denuncias proféticas desde el escepticismo, simplemente esperando a que acabe su pontificado, y otros, claramente, desde una confesada oposición. Siempre ha existido (y es bueno que exista) un cierto pluralismo en la Iglesia. Pero desde las críticas de monseñor Lefebvre al Papa Pablo VI y al Concilio Vaticano II como herético no habíamos visto a obispos que expresasen tan públicamente su oposión al papa.
Así fue primero con la carta que enviaron cuatro cardenales al papa Francisco en septiembre de 2016 para que clarificase la interpretación correcta de la exhortación «Amoris Laetitia» puesto que las interpretaciones aperturistas habían provocado, según ellos, «incertidumbre, confusión y alarma entre muchos fieles». En realidad, la verdadera alarma la creó esta misma contestación por su disposición a elevar públicamente su disconformidad después de que el Sínodo hubiese aprobado los documentos. La novedad de esta carta no estaba en la disensión, sino en su publicación como medio para presionar al papa ante lo que pensaban que era una deriva inaceptable. Cierta extrema derecha eclesial dice comulgar con el subrayado de la misericordia del Evangelio pero, en la práctica, solo si se mantiene en un nivel genérico y abstracto. Por eso reacciona vehementemente cuando se trata de concretarla en colectivos equivalentes a aquellos del Evangelio: los pobres y marginados por las élites políticas, económicas y religiosas.
El neofundamentalismo eclesial procura limar la punta interpelante y denunciadora del evangelio dejando en el pasado (o en el más allá) a los destinatarios de su misericordia.
La justicia meritocrática sin misericordia
No se trata tanto de una lucha entre rigoristas y laxistas en la Iglesia sino entre dos paradigmas religiosos: uno que pone el foco en el legalismo y otro que lo pone en una misericordia que, incluyendo a la justicia, la supera. El primero habla mucho de la misericordia de Dios en el sacramento de la confesión, cierto. Pero subraya tanto el esfuerzo del «yo» en la «perfección moral» que acaba despreciando a los que no llegan al listón para pertenecer a la comunidad eclesial. Se trata de un paradigma religioso que busca una Iglesia elitista de los «puros», de los que se regodean en sus capacidades para acumular méritos. Paradójicamente, ante los casos de abusos de sacerdotes, tiene el riesgo de ocultar esa vergüenza para proteger esa imagen de la Iglesia «de los perfectos».
Asistimos a un conflicto entre los que priman una imagen racional de Dios como Señor y Juez (extremadamente masculina) y otros que buscan un Dios evangélico que es Amor. El amor es siempre exigente, a veces más que la pura ley; pero es acogedor, con rasgos maternales. Lógicamente, solo estos últimos se mostrarán favorables a abordar el problema de la acogida del colectivo LGTBI y del papel de las mujeres en la Iglesia. Es una Iglesia que desarrolla la «cultura del cuidado», especialmente de aquellos que parecen no contar, no valer, de los descartados de la sociedad. A estos les propone un proceso de crecimiento personal desde la paciencia, mientras llama al mundo, desde el cuidado de la Creación, a un «decrecimiento económico y de las necesidades», puesto que el nivel de consumo de los países ricos no es en absoluto universalizable en términos ecológicos.
En contraposición, la Iglesia de los puros, la de los que se sienten capaces de conseguir méritos delante de Dios, camina paralelamente al capitalismo defensor de una meritocracia que olvida por completo tanto el don y la gracia como que las condiciones de partida de cada individuo en la sociedad no son las mismas, sino que a menudo son profundamente desiguales.
Quizás por ello, la crítica más fuerte al papa Francisco le ha llegado desde Estados Unidos. En esa patria de la meritocracia económica («¡si quieres, puedes!») la derecha eclesial y la derecha económica parecen haberse aliado para hacer caer a Francisco. Unos para frenar de raíz la apertura a ciertos colectivos y, los otros, para erradicar su profetismo en temas ecológicos, de carrera armamentística, de justicia social, y de inmigración. Se trata de los cuatro demonios de Trump y de una extrema derecha estadounidense: negar el cambio climático, apostar por el lobby armamentístico (en el mercado interior, la posesión de armas, y en el exterior, el Ejército), consagrar la desigualdad para incentivar el trabajo y frenar la inmigración.
Simbología pseudocristiana
En España, pero también en el resto de Europa, estamos asistiendo a un resurgir de distintos tipos de nacionalismos identitarios, excluyentes y autoritarios. Se trata de retrotraerse al propio caparazón por miedo a la globalización y al cambio de época en que vivimos. Pero el objetivo no es quedarse quieto como la tortuga sino poder embestir las dificultades con más fuerza para recuperar las glorias pasadas del propio país. Así pues, miedo, añoranza y deseo de poder son los vientos que empujan a estos nubarrones que nos invaden.
Muchos son los ejemplos: Gran Bretaña con el Brexit; Polonia y su justicia cada vez menos independiente; el nuevo gobierno italiano; las importantes extremas derechas de Austria, Holanda, Francia; el franquismo español saliendo de su tumba; la regresión de la Europa del Este y su rechazo a los refugiados… Baviera, en Alemania, ha decidido reinstaurar las cruces en todos los edificios públicos. Pero esa cruz, insistimos, ¡no es la de Jesús!
Desgraciadamente, se trata de un autoritarismo cada vez más desacomplejado en su simbología. Los políticos insultan y denigran desde sus cuentas de Twitter o en sus declaraciones públicas. Es como si se hubiesen formado al calor de los debates (que son en realidad gritos) de ciertos canales televisivos actuales. La política espectáculo en Cataluña y en España está acabando con lo «políticamente correcto».
Y sin embargo el sol no desaparece
Siempre hay signos de esperanza. Este año ha sido uno de los más duros para la Iglesia por los escándalos de pederastia. La revelación de la inaceptable tolerancia hacia ella, la malévola protección de los culpables o la simple incapacidad de establecer protocolos adecuados han hecho mucho daño, pero pudiera estar llegando a su fin. De hecho, la Iglesia no va a poder resistir mucho más tanta crítica y acabará haciendo los deberes. La reunión internacional contra ella convocada por el papa para febrero es una buena noticia y, a raíz de ella, todas las congregaciones religiosas están elaborando protocolos muy estrictos.
Por otra parte, no sabemos si este papa abordará la difícil cuestión de la falta de sacerdotes, pero en ciertos lugares como la amazonia de Brasil ya no es tabú abordar la cuestión de los sacerdotes casados. En cualquier caso, la gran cantidad de comunidades que han de ser lideradas por mujeres que predican el evangelio y reparten la comunión, es motivo de esperanza por su progresiva normalización.
También hay no pocas Iglesias cristianas que, ante el crecimiento de la extrema derecha, denuncian claramente su incompatibilidad con el Evangelio. Es el caso de la iniciativa «Vote common good» (Vota por el bien común) de cristianos evangélicos contra Trump. Es el caso también de ese precioso gesto de una iglesia de holanda con una misa de 700 horas para evitar que deportasen a un inmigrante.
En España, muchas casas religiosas y de familias cristianas se han convertido en casas de hospitalidad de refugiados.
A nivel internacional, acaban de ser canonizados los monjes, sacerdotes y monjas asesinados en Argelia por los terroristas compartiendo la vida y la muerte de 60000 musulmanes; se ha conseguido un acuerdo con China para la aceptación de la Iglesia, y los cristianos de Corea del Sur se muestran muy optimistas con los progresos hacia la unificación con el Norte…
Porque el sol sigue ahí, aunque a veces no lo veamos.
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