San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de la inhumación de san Buenaventura, obispo de Albano, en Italia, y doctor de la Iglesia, celebérrimo por su doctrina, por la santidad de su vida y por las preclaras obras que realizó en favor de la Iglesia. Como ministro general rigió con gran prudencia la Orden de los Hermanos Menores, siendo siempre fiel al espíritu de san Francisco, y en sus numerosos escritos unió suma erudición y ardiente piedad. Cuando estaba prestando un gran servicio al II Concilio Ecuménico de Lyon, mereció pasar a la visión beatífica de Dios.
Por lo que se refiere a sus primeros años, lo único que sabemos acerca de este ilustre hijo de san Francisco de Asís es que nació en Bagnorea, cerca de Viterbo, en Italia, en 1221, y que sus padres fueron Juan Fidanza y María Ritella. Después de tomar el hábito en la orden seráfica, estudió en la Universidad de París, bajo la dirección del maestro inglés Alejandro de Hales. Buenaventura, a quien la historia debía conocer con el nombre de «Doctor seráfico», enseñó teología y Sagrada Escritura en la Universidad de París, de 1248 a 1257. A su genio penetrante unía un juicio muy equilibrado, que le permitía ir al fondo de las cuestiones y dejar de lado todo lo superfluo para discernir todo lo esencial y poner al descubierto los sofismas de las opiniones erróneas. Nada tiene, pues, de extraño que el santo se haya distinguido en la filosofía y teología escolásticas. Buenaventura ofrecía todos los estudios a la gloria de Dios y a su propia santificación, sin confundir el fin con los medios y sin dejar que degenerara su trabajo en disipación y vana curiosidad. No contento con transformar el estudio en una prolongación de la plegaria, consagraba gran parte de su tiempo a la oración propiamente dicha, convencido de que ésa era la clave de la vida espiritual. Porque, como lo enseña san Pablo, sólo el Espíritu de Dios puede hacernos penetrar sus secretos designios y grabar sus palabras en nuestros corazones. Tan grande era la pureza e inocencia del santo, que su maestro, Alejandro de Hales, afirmaba que «parecía que no había pecado en Adán». El rostro de Buenaventura reflejaba el gozo, fruto de la paz en que su alma vivía. Como el mismo santo escribió, «el gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma».
El santo no veía en sí más que faltas e imperfecciones y, por humildad, se abstenía algunas veces de recibir la comunión, por más que su alma ansiaba unirse al objeto de su amor y acercarse a la fuente de la gracia. Pero un milagro de Dios permitió a san Buenaventura superar tales escrúpulos. Las actas de canonización lo narran así: «Desde hacía varios días no se atrevía a acercarse al banquete celestial. Pero, cierta vez en que asistía a la misa y meditaba sobre la Pasión del Señor, nuestro Salvador, para premiar su humildad y su amor, hizo que un ángel tomara de las manos del sacerdote una parte de la hostia consagrada y la depositara en su boca». A partir de entonces, Buenaventura comulgó sin ningún escrúpulo y encontró en la comunión una fuente de gozo y de gracias. San Buenaventura se preparó a recibir el sacerdocio con severos ayunos y largas horas de oración, pues su gran humildad le hacía acercarse con temor y temblor a esa altísima dignidad.
Buenaventura se entregó con entusiasmo a la tarea de cooperar a la salvación de sus prójimos, como lo exigía la gracia del sacerdocio. La energía con que predicaba la palabra de Dios encendía los corazones de sus oyentes; cada una de sus palabras estaba dictada por un ardiente amor. Durante los años que pasó en París, compuso una de sus obras más conocidas, el «Comentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo», que constituye una verdadera suma de teología escolástica. El papa Sixto IV, refiriéndose a esa obra, dijo que «la manera como se expresa sobre la teología, indica que el Espíritu Santo hablaba por su boca». Los violentos ataques de algunos de los profesores de la Universidad de París contra los franciscanos perturbaron la paz de los años que Buenaventura pasó en esa ciudad. Tales ataques se debían, en gran parte, a la envidia que provocaban los éxitos pastorales y académicos de los hijos de san Francisco y a que la santa vida de los frailes resultaba un reproche constante a la mundana existencia de otros profesores. El jefe del partido que se oponía a los franciscanos era Guillermo de Saint Amour, quien atacó violentamente a san Buenaventura en una obra titulada «Los peligros de los últimos tiempos». Éste tuvo que suspender sus clases durante algún tiempo y contestó a los ataques con un tratado sobre la pobreza evangélica, con el título de «Sobre la pobreza de Cristo». El Papa Alejandro IV nombró a una comisión de cardenales para que examinasen el asunto en Anagni, con el resultado de que fue quemado públicamente el Iibro de Guillermo de Saint Amour, fueron devueltas sus cátedras a los hijos de san Francisco y fue ordenado el silencio a sus enemigos. Un año más tarde, en 1257, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino recibieron juntos el título de doctores.
San Buenaventura escribió un tratado «Sobre la vida de perfección», destinado a la beata Isabel, hermana de san Luis de Francia y a las Clarisas Pobres del convento de Longchamps. Otras de sus principales obras místicas son el «Soliloquio» y el tratado «Sobre el triple camino». Es conmovedor el amor que respira cada una de las palabras de san Buenaventura. Gerson, el erudito y devoto canciller de la Universidad de París, escribe a propósito de sus obras: «A mi modo de ver, entre todos los doctores católicos, Eustaquio (porque así podemos traducir el nombre de Buenaventura) es el que más ilustra la inteligencia y enciende al mismo tiempo el corazón. En particular, el Breviloquium y el Itinerarium mentis in Deum están compuestos con tanto arte, fuerza y concisión, que ningún otro escrito puede aventajarlos». Y en otro libro, comenta: «Me parece que las obras de Buenaventura son las más aptas para la instrucción de los fieles, por su solidez, ortodoxia y espíritu de devoción. Buenaventura se guarda cuanto puede de los vanos adornos y no trata de cuestiones de lógica o física ajenas a la materia. No existe doctrina más sublime, más divina y más religiosa que la suya». Estas palabras se aplican sobre todo, a los tratados espirituales que reproducen sus meditaciones frecuentes sobre las delicias del cielo y sus esfuerzos por despertar en los cristianos el mismo deseo de la gloria que a él le animaba. Como dice en su escrito, «Dios, todos los espíritus gloriosos y toda la familia del Rey Celestial nos esperan y desean que vayamos a reunirnos con ellos. ¡Es imposible que no se anhele ser admitido en tan dulce compañía! Pero quien en este valle de lágrimas no haya tratado de vivir con el deseo del cielo, elevándose constantemente sobre las cosas visibles, tendrá vergüenza al comparecer a la presencia de la corte celestial». Según el santo, la perfección cristiana, más que en el heroísmo de la vida religiosa, consiste en hacer bien las acciones más ordinarias. He aquí sus propias palabras: «La perfección del cristiano consiste en hacer perfectamente las cosas ordinarias. La fidelidad en las cosas pequeñas es una virtud heroica». En efecto, tal fidelidad constituye una constante crucifixión del amor propio, un sacrificio total de la libertad, del tiempo y de los afectos y, por ello mismo, establece el reino de la gracia en el alma.
En 1257, Buenaventura fue elegido superior general de los Frailes Menores. No había cumplido aún los treinta y seis años y la Orden estaba desgarrada por la división entre los que predicaban una severidad inflexible y los que pedían que se mitigase la regla original; naturalmente, entre esos dos extremos, se situaban todas las otras interpretaciones. Los más rigoristas, a los que se conocía con el nombre de «los espirituales», habían caído en el error y en la desobediencia, con lo cual habían dado armas a los enemigos de la orden en la Universidad de París. El joven superior general escribió una carta a todos los provinciales para exigirles la perfecta observancia de la regla y la reforma de los relajados, pero sin caer en los excesos de los espirituales. El primero de los cinco capítulos generales que presidió san Buenaventura, se reunió en Narbona en 1260. Ahí presentó una serie de declaraciones de las reglas que fueron adoptadas y ejercieron gran influencia sobre la vida de la Orden, pero no lograron aplacar a los rigoristas. A instancias de los miembros del capítulo, san Buenaventura empezó a escribir la vida de san Francisco de Asís. La manera como llevó a cabo esa tarea, muestra que estaba empapado de las virtudes del santo sobre el cual escribía. Santo Tomás de Aquino, que fue a visitar un día a Buenaventura cuando éste se ocupaba de escribir la biografía del «Pobrecito de Asís», le encontró en su celda sumido en la contemplación. En vez de interrumpirle, santo Tomás se retiró, diciendo: «Dejemos a un santo trabajar por otro santo». La vida escrita por san Buenaventura, titulada «La Leyenda Mayor», es una obra de gran importancia acerca de la vida de san Francisco, aunque el autor manifiesta en ella cierta tendencia a forzar la verdad histórica para emplearla como testimonio contra los que pedían la mitigación de la regla. San Buenaventura gobernó la orden de San Francisco durante diecisiete años y se le llama, con razón, el segundo fundador.
En 1265, el papa Clemente IV trató de nombrar a san Buenaventura arzobispo de York, a la muerte de Godofredo de Ludham, pero el santo consiguió disuadir de ello al Pontífice. Sin embargo, al año siguiente, el beato Gregorio X le nombró cardenal obispo de Albano, le ordenó aceptar el cargo por obediencia y le llamó inmediatamente a Roma. Los legados pontificios le esperaban con el capelo y las otras insignias de su dignidad; según se cuenta, fueron a su encuentro hasta cerca de Florencia y le hallaron en el convento franciscano de Mugello, lavando los platos. Como Buenaventura tenía la manos sucias, rogó a los legados que colgasen el capelo en la rama de un árbol y que se paseasen un poco por el huerto hasta que terminase su tarea. Sólo entonces san Buenaventura tomó el capelo y fue a presentar a los legados los honores debidos.
Gregorio X encomendó a san Buenaventura la preparación de los temas que se iban a tratar en el Concilio ecuménico de Lyon, acerca de la unión con los griegos ortodoxos, pues el emperador Miguel Paleólogo había propuesto la unión a Clemente IV. Los más distinguidos teólogos de la Iglesia asistieron a dicho Concilio. Como se sabe, santo Tomás de Aquino murió cuando se dirigía a él. San Buenaventura fue, sin duda, el personaje más notable de la asamblea. Llegó a Lyon con el Papa, varios meses antes de la apertura del Concilio. Entre la segunda y la tercera sesión reunió el capítulo general de su orden y renunció al cargo de superior general. Cuando llegaron los delegados griegos, el santo inició las conversaciones con ellos y la unión con Roma se llevó a cabo. En acción de gracias, el Papa cantó la misa el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo. La epístola, el evangelio y el credo, se cantaron en latín y en griego y san Buenaventura predicó en la ceremonia. El Seráfico Doctor murió durante las celebraciones, la noche del 14 al 15 de julio. Ello le ahorró la pena de ver a Constantinopla rechazar la unión por la que tanto había trabajado. Pedro de Tarantaise, el dominico que ciñó más tarde la tiara pontificia con el nombre de Inocencio V, predicó el panegírico de san Buenaventura y dijo en él: «Cuantos conocieron a Buenaventura le respetaron y le amaron. Bastaba simplemente con oírle predicar para sentirse movido a tomarle por consejero, porque era un hombre afable, cortés, humilde, cariñoso, compasivo, prudente, casto y adornado de todas las virtudes».
Se cuenta que, como superior general, fue un día a visitar el convento de Foligno. Cierto frailecillo tenía muchas ganas de hablar con él, pero era demasiado humilde y tímido para atreverse. Pero, en cuanto partió san Buenaventura, el frailecillo cayó en la cuenta de la oportunidad que había perdido y echó a correr tras él y le rogó que le escuchase un instante. El santo accedió inmediatamente y tuvo una larga conversación con él, a la vera del camino. Cuando el frailecillo partió de vuelta al convento, lleno de consuelo, san Buenaventura observó ciertas muestras de impaciencia entre los miembros de su comitiva y les dijo sonriendo: «Hermanos míos, perdonadme, pero tenía que cumplir con mi deber, porque soy a la vez superior y siervo y ese frailecillo es, a la vez, mi hermano y mi amo. La regla nos dice: `Los superiores deben recibir a los hermanos con caridad y bondad y portarse con ellos como si fuesen sus siervos, porque los superiores, son, en verdad, los siervos de todos los hermanos'. Así pues, como superior y siervo, estaba yo obligado a ponerme a la disposición de ese frailecillo, que es mi amo, y a tratar de ayudarle lo mejor posible en sus necesidades». Tal era el espíritu con que el santo gobernaba su orden. Cuando se le había confiado el cargo de superior general, pronunció estas palabras: «Conozco perfectamente mi incapacidad, pero también sé cuán duro es dar coces contra el aguijón. Así pues, a pesar de mi poca inteligencia, de mi falta de experiencia en los negocios y de la repugnancia que siento por el cargo, no quiero seguir opuesto al deseo de mi familia religiosa y a la orden del Sumo Pontífice, porque temo oponerme con ello a la voluntad de Dios. Por consiguiente, tomaré sobre mis débiles hombros esa carga pesada, demasiado pesada para mí. Confío en que el cielo me ayudará y cuento con la ayuda que todos vosotros podéis prestarme». Estas dos citas revelan la sencillez, la humildad y la caridad que caracterizaban a san Buenaventura. Y, aunque no hubiese pertenecido a la orden seráfica, habría merecido el título de «Doctor Seráfico» por las virtudes angélicas que realzaban su saber. Fue canonizado en 1482 y declarado Doctor de la Iglesia en 1588.
No existe ninguna biografía propiamente dicha que date de la época del santo, pero en las crónicas de la Orden Franciscana y en otras fuentes antiguas se encuentran numerosos datos sobre él. En la monumental edición Quaracchi de las obras del Doctor Seráfico se han reunido los datos más importantes, tomados, por ejemplo, de Salimbene, Bernardo de Besse, Angelo Clareno, la Crónica de los XXIV Generales, etc. (vol. X). El texto del proceso de canonización que se llevó a cabo en Lyon en 1479-1480, se halla en Miscellanea Francescana di storia, di lettere, di arti, vols. XVII y XVIII (1916 y 1917); pero dicho documento sólo trata prácticamente de los milagros. La canonización, como se sabe, tuvo lugar en 1482, en tiempos de Sixto IV. Entre las numerosas biografías modernas, la más exacta parece ser la de L. Lemmens en la versión italiana publicada en Milán en 1921. Para esa versión el autor revisó el texto original que había publicado en alemán en 1909, y lo modificó mucho, siguiendo el consejo de los críticos, particularmente de los del Archivum Franciscanum Historicum (vol. III, pp. 344-348). La biografía italiana de D. M. Sparacio (1921) exagera un poco el punto de vista de los franciscanos conventuales y adolece de cierto espíritu polémico. La biografía francesa de Leonardo de Carvalho e Castro (1923), aunque admirablemente presentada, minimiza la actividad de san Buenaventura en París y su oposición a los maestros de la orden de Santo Domingo. El Breviloquium de San Buenaventura, constituye un comiso resumen de sus teorías. En el Oficio de lecturas se utilizan algunos fragmentos de san Buenaventura a lo largo del año: del prólogo al Breviloquio, del Opúsculo sobre el itinerario de la mente hacia Dios,de El árbol de la vida. Dentro de las Catequesis que SS Benedicto XVI dedicó a los Padres, Doctores y grandes teólogos de la Iglesia, tres del año 2010 las centró en san Buenaventura, que introdujo con estas palabras: «Os confieso que, al proponeros este tema, siento cierta nostalgia, porque pienso en los trabajos de investigación que, como joven estudioso, realicé precisamente sobre este autor, especialmente importante para mí. Su conocimiento incidió notablemente en mi formación.» Son las del 3 de marzo, 10 de marzo y 17 de marzo. Algunas obras pueden ser leídas en línea, y también puede accederse en El Testigo Fiel a la bellísima oración de san Buenaventura «Traspasa, dulcísimo Señor Jesús...» (en castellano y en el original latino), que tantas veces la Iglesia ha recomendado para meditar en la Eucaristía. Cuadros: -Bartolomé Esteban Murillo: Buenaventura (a la izq.) y Leandro de Sevilla, 1665/1666, Museo de Bellas Artes, Sevilla. -Francisco de Zurbarán: Velatorio de san Buenaventura, 1629, Musée du Louvre, París.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Mártires Brasil
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Padre Ignacio Acevedo y compañeros mártires de Brasil. Con este nombre son venerados cuarenta mártires, representantes de uno de los mayores esfuerzos misioneros de la Iglesia. De sólo Portugal y España, y de sólo la Compañía de Jesús, salían el 5 de junio de 1570 de la Barra del Tajo 74 misioneros jesuitas, divididos en varias naves.
El superior de todos ellos y de la Misión del Brasil, Padre Ignacio de Acevedo, navegaba con 39 más en la nave Santiago, no lejos de Tazacorte, su última escala en la isla canaria de la Palma. De pronto se ven asaltados por piratas enemigos de la fe católica; y arrojados al mar a golpes de espada y de lanza. El Padre Ignacio de Acevedo muere, entre los últimos, animándoles a aquel su triunfo, con una imagen de Nuestra Señora que en Roma le había confiado para el Brasil San Pío V. Eran 32 portugueses y 8 españoles; destacaban por la juventud de casi todos, en su mayoría estudiantes universitarios y técnicos.
Sólo fue perdonado por los piratas el cocinero, para servirse de él. Pero un sobrino del capitán que había pedido ya su admisión en la Compañía de Jesús, toma la sotana de uno de los mártires y vestido con ella, firma con su sangre la admisión. Era el 15 de julio de 1570.
Santa Teresa de Jesús, que tenía entre los mártires un sobrino suyo, Francisco Pérez Godoy, de Torrijos, comunicó en Ávila ese mismo día haber participado en su oración de la gloria con que el cielo todo había coronado a aquel invicto escuadrón de mártires misioneros.
San Jacobo de Nísibe
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San Jacobo de Nísibe, obispo
En Nísibe, en Mesopotamia, san Jacobo, primer obispo de esta ciudad, que intervino en el Concilio de Nicea y dirigió su rebaño en paz, alimentándolo espiritualmente y defendiéndolo con energía de los enemigos de la fe.
Santiago (es decir san Jacobo) fue desde muy antiguo una figura muy importante y venerada en el Oriente, donde casi todas las Iglesias celebran su fiesta y su nombre aparece en el Martirologio Jeronimiano. Hacia el año 308, el santo fue nombrado primer obispo de Nísibis, en la Mesopotamia (la actual Nusaybin, en Turquía), y su discípulo san Efrén habla de los importantes servicios que prestó a su diócesis, ya que erigió una gran basílica y es posible que inaugurase la famosa escuela teológica. Santiago asistió al Concilio de Nicea, en 325, y san Atanasio, el historiador Teodoreto y otros dieron testimonio de la entereza con que se opuso al arrianismo. El santo vivía aún cuando Sapor II, rey de Persia, atacó por primera vez a Nísibis, el año 338, pero existen muchas pruebas de que murió aquel mismo año.
Por su ciencia y escritos, sólo cede en gloria a san Efrén, entre los doctores de la Iglesia siria, y que también los armenios le honran como doctor; pero se ha demostrado ya que no fue el autor de muchos de los escritos que se le atribuían antiguamente. Su nombre aparece en el canon de la misa siria y de la misa maronita, así como en las letanías solemnes de la misa caldea.
Las investigaciones de los bolandistas datan de fecha muy reciente. El P. Paul Peeters, tras de un detenido examen crítico de las fuentes griegas y latinas y, sobre todo, de las sirias y armenias, ha demostrado que la tradición, a la que se atenía Butler, es totalmente fantástica. En efecto, dicha tradición estaba formada por elementos sacados de otras leyendas hágiográficas, sobre todo de la biografía siria de San Efrén. Es imposible dar aquí más detalles, pero puede verse el estudio del P. Peeters en Analecta Bollandiana, vol. xxxvut, (1920), pp. 285- 373. (I. I)TC., vol. viril, cc. 292-295.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Vladimiro Basilio
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San Vladimiro Basilio, rey
En Kiev, ciudad de Rusia, san Vladimiro, príncipe, bautizado con el nombre de Basilio, que se preocupó en propagar la fe ortodoxa entre los pueblos que gobernaba.
Los primeros santos de Rusia, tanto príncipes como monjes, están relacionados con Kiev, «la madre de las ciudades de Rusia, protegida por Dios». Kiev es, actualmente, la capital de Ucrania, pero en la época a la que nos referimos, era el centro de un principado eslavo-finlandés, gobernado por señores de origen escandinavo, ya que los piratas y comerciantes «varangianos» habían venido del norte por las vías fluviales. Durante la última parte del siglo X, el gran príncipe de Kiev era Vladimiro, quien no sólo había sido educado en la idolatría, sino que se entregaba abiertamente a los bárbaros excesos permitidos a los hombres de su posición. Era un hombre brutal y sanguinario. Un cronista árabe de la época, Ibn-Foslán, habla de sus cinco esposas y numerosísimas esclavas, lo cual confirma la frase de la «Crónica» de Néstor, donde se dice que «la lujuria de Vladimiro era insaciable». Se ha discutido y aún se discute mucho sobre las circunstancias de la conversión de Vladimiro al cristianismo. Lo cierto es que se convirtió, probablemente hacia el año 989, cuando tenía unos treinta y dos años. Poco después, se casó con Ana, hija del emperador Basilio II de Constantinopla. La conversión y el matrimonio estuvieron muy relacionados entre sí y la conversión del pueblo ruso data de aquella época. Algunos autores piadosos atribuyen a Vladimiro una perfecta pureza de intención en su conversión, pero es evidente que le movió en gran parte la consideración de las ventajas políticas y económicas de la unión con Bizancio y con la Iglesia católica. Sin embargo, esto último no debe hacernos olvidar que, una vez que aceptó la fe, Vladimiro fue un magnífico cristiano. Inmediatamente se separó de sus esposas, despidió a sus concubinas y cambió de vida. Igualmente, mandó destruir en público los ídolos y prestó un apoyo enérgico y entusiasta a los misioneros griegos; en ciertos casos su entusiasmo rayaba en la exageración, pues quienes se rehusaban a recibir el bautismo incurrían en la cólera del príncipe. Pero, aparte de esta especie de «bautismo por la fuerza», se ha exagerado mucho la rapidez de la conversión de Rusia. Durante la época de Vladimiro, la nueva religión no llegó probablemente más que a los nobles y a los comerciantes ricos. Y tampoco el desarrollo posterior del cristianismo fue tan rápido como se ha pretendido, ya que el paganismo fue cediendo el terreno muy poco a poco. El culto que se tributó desde antiguo a Vladimiro se debió no sólo a que había sido un pecador arrepentido, sino a que había iniciado la reconciliación del pueblo ruso con Dios y había sido el Apóstol de Rusia, elegido por el cielo.
«Los locos y dementes vencieron al demonio», dice la «Crónica» de Néstor, y subraya que san Vladimiro recibió el perdón y la gracia de Dios, en tanto que «muchos otros hombres rectos y religiosos se apartaron del camino de la verdad y perecieron». A lo que parece, el arrepentimiento y la fidelidad de Vladimiro a sus nuevos compromisos tenía ese carácter de sinceridad y entereza que existirá siempre en la Iglesia, aun en sus formas más desarrolladas y complejas. Un cronista dice a ese propósito: «Cuando se dejaba llevar de la pasión y había caído en pecado, trataba inmediatamente de compensarlo con la penitencia y la limosna». Aun hay quienes afirman que Vladimiro, después de su conversión, se preguntaba si tenía derecho a castigar con la pena de muerte a los bandoleros y a los asesinos. Tales escrúpulos sorprendieron a los misioneros griegos, quienes apelaron al testimonio del Antiguo Testamento y de la historia de Roma para probar que los príncipes cristianos tenían el deber de castigar a los malvados. Pero tales argumentos no convencieron del todo a Vladimiro. Por razón de las circunstancias de la conversión de Vladimiro, su pueblo dependió en lo religioso del patriarcado de Bizancio. Pero ciertamente que Vladimiro no tenía nada de particularista: envió embajadores a Roma, ayudó al obispo alemán san Bonifacio (Bruno) de Querfurt durante su misión entre los pechenegs y aun llegó a copiar ciertas costumbres canónicas del Occidente, como la de los diezmos, que no existía entre los bizantinos. En realidad, Rusia no interrumpió sus relaciones con la Iglesia de Occidente sino hasta la época de las invasiones de los mongoles.
San Vladimiro murió en 1015, después de haber repartido todos sus bienes entre sus amigos y los pobres, según se cuenta. Los rusos, los ucranios y otros pueblos, celebran solemnemente su fiesta. Nieto de la princesa santa Olga, en la Iglesia rusa es celebrado también con el grandilocuente título de «Equiapostólico», es decir, «igual a los Apóstoles».
Hay un catálogo bastante detallado de las fuentes rusas originales en la bibliografía del vol. XV de la Cambridge Medieval History, pp. 819-821. En S. H. Cross, The Russian Primary Chronicle (1930), hay una traducción de la «Crónica» de Néstor. Véase N. de Baumgarten, Orientalia Christiana, vol. XXIV, n. 1, 1931 (Olaf Tryggwison...) y vol. XXVII, n. 1, 1932 (St. Vladimir ...).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
San David de Västeras
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San David de Västeras, abad y obispo
En Västeras, en Suecia, san David, obispo, el cual, originario de Inglaterra, después de abrazar la vida de monje cluniacense fue a predicar la fe cristiana a los suecos y, ya anciano, murió piadosamente en el monasterio que él mismo había fundado.
Según se dice, David era un monje inglés que deseaba ardientemente dar su vida por Cristo. Cuando se enteró de la muerte de los tres sobrinos de san Sigfrido a manos de los paganos, se ofreció para ir a la misión inglesa de Suecia, que trataba de reconstruir la obra arruinada de san Anscario. En Suecia se puso a las órdenes de san Sigfrido, obispo de Växjö, quien le envió a Västmanland. Ahí trabajó por la conversión del pueblo y por secundar la obra de los monjes de un monasterio fundado anteriormente. El sitio tomó más tarde el nombre del monasterio: Munktorp. David se entregó en cuerpo y alma a su misión con gran éxito. Dios le concedió el don de milagros y el don de lágrimas, todavía más valioso que el primero; en cambio, le negó la gracia del martirio que tanto había deseado. San David vivió hasta edad muy avanzada y murió apaciblemente. Los milagros obrados en su tumba confirmaron su fama de santidad. La tradición popular afirma que fue el primer obispo de Västeras. Es uno de tantos santos a quien se atribuye el milagro de haber colgado sus vestidos en un rayo de sol; en el caso particular de san David, se cuenta que colgó sus guantes. La ciudad de Davii, donde vivió algún tiempo, tomó su nombre de él.
Existe una corta biografía, publicada en Scriptores rerum suecicarum, vol. II, pte. 1, pp. 408-411. Véase también C.J.A. Oppermann, English Missionaries in Sweden (1937), pp. 112-117. Puede ser interesante una visita visual a la pintoresca iglesia de Överselö de donde tomamos la imagen del santo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Beato Ceslas de Breslau
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Beato Ceslas, religioso presbítero
En Breslau, en Silesia, beato Ceslas, uno de los primeros presbíteros de la Orden de Predicadores que trabajó por el reino de Dios en Silesia y en otras regiones cercanas.
Nacido en Polonia hacia el año de 1180, fue uno de los primeros frailes de la Orden de santo Domingo. Acompañaba al obispo de Cracovia a Roma, junto con san Jacinto de Polonia, cuando atraídos por la vida y costumbres del santo Padre Domingo ambos vistieron el hábito de la Orden.
Ceslao era ya presbítero de la colegiata de Santa María en Sandomierz cuando entró en la Orden. Notable por sus virtudes apostólicas, celoso de la misión de predicar el Evangelio y recorriendo a pie toda Silesia, ayudó a extender la Orden y tomó parte en la fundación de la provincia de Polonia, de la que fue provincial, especialmente del convento de Wroclaw (Breslavia).
Murió el 15 de julio de 1242. Sus reliquias se han conservado en Wroclaw, en una capilla que permaneció intacta durante la segunda guerra mundial. Clemente XI confirmó su culto el día 26 de agosto de 1713.
Decreto de confirmación de culto en Acta Sanctorum, julio IV, pág. 183, junto con otro material biográfico.
fuente: Academia de Humanidades PP Dominicos
Beato Bernardo de Baden, laico
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Beato Bernardo de Baden, laico
En Montcallier, pueblo del Piamonte, beato Bernardo, marqués de Baden, a quien le sorprendió la muerte mientras se dirigía a Oriente para defender a la población cristiana, después de la conquista de Constantinopla por los enemigos.
Entre los descendientes de Germán de Zähringen, quien renunció al gobierno de Baden para hacerse monje cluniacense, se contaba el margrave Jacobo I, conocido en su época como «el Salomón de Alemania». Jacobo I se casó con Catalina, hija de Carlos II de Lorena y de Margarita de Baviera. La pareja tuvo un hijo llamado Bernardo, hacia 1429. Bernardo se distinguió en su juventud por sus aptitudes literarias y militares, pero se negó a contraer matrimonio con la hija del rey de Francia.
Cuando su padre murió, en 1453, Bernardo renunció a su derecho de sucesión en favor de su hermano Carlos y viajó por todas las cortes de Europa, incitando a los soberanos a una cruzada contra los turcos, los cuales habían tomado Constantinopla el 29 de mayo de 1453. Bernardo emprendió un viaje a Roma para obtener el apoyo del papa Calixto III; pero, al salir de Turín, contrajo la peste y murió en el monasterio de los franciscanos en Moncalieri, antes de cumplir los treinta años. Los milagros obrados en su tumba confirmaron su gran fama de santidad. El Papa Sixto IV le beatificó en 1479, en presencia de su madre y sus hermanos.
En Acta Sanctorum, julio, vol. IV, hay una escueta biografía. Más completa es la litografía escrita por O. Ringholz (1892), que incluye las declaraciones de los testigos de cierto número de milagros presentados en el proceso de beatificación. En 1907, vio la luz una edición abreviada de la obra de Ringholz. En 1929, con motivo del quinto centenario del nacimiento de Bernardo, J. Franck y H. Mohr, publicaron dos breves biografías.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Beato Miguel Bernardo Marchand
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Beato Miguel Bernardo Marchand, presbítero y mártir
En el mar, ante la costa de Rochefort, beato Miguel Bernardo Marchand, presbítero y mártir, que durante la Revolución Francesa fue encarcelado en Rouen por ser sacerdote, siendo trasladado después a una vieja nave, en la que enfermó y murió.
Miguel Bernardo Marchand nació en El Havre el 28 de septiembre de 1749, hijo de Pedro y Catalina. Inclinado desde joven al sacerdocio, consta que se ordenó subdiácono en septiembre de 1773, diácono un año más tarde y presbítero en Pascua de 1775. Fue enviado como vicario a Vaurouy, en el distrito de Caudebec, en Seine-Inférieure.
Llegada la Revolución, se negó a prestar el juramento constitucional, por lo que fue privado de su cargo y más tarde acusado como refractario, siendo arrestado en Ruán en abril de 1793. Al año siguiente, el 12 de marzo salía hacia Rochefort como deportado, y al llegar alli fue destinado al barco Les Deux Associés. Se dedicó a atender a los compañeros enfermos, y cuando se vio a sí mismo enfermo de muerte no cesó en su actividad caritativa. Murió el 15 de julio de 1794 y le enterraron en la isla de Aix. Fue beatificado por Juan Pablo II el 1 de octubre de 1995 con otros mártires de la misma persecusión.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
San Pedro Nguyen Bá Tuân
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San Pedro Nguyen Bá Tuân, presbítero y mártir
En la ciudad de Nam Dinh, en Tonkín, san Pedro Nguyen Bá Tuân, presbítero y mártir, que, en tiempo del emperador Minh Mang, fue encarcelado por ser cristiano y falleció de hambre en prisión.
Natural de Ngaoc-Duong, Tonkín, donde nació en 1763, fue convertido al cristianismo por los dominicos, y optó por el sacerdocio, al que se preparó adecuadamente, siendo ordenado presbítero por el obispo san Clemente Ignacio Delgado, entonces vicario del Tonkín oriental.
Ejerció su ministerio con gran dedicación durante treinta años en diferentes destinos a que le envió la obediencia y fue siempre un sacerdote fiel y cumplidor. Su último destino fue Lác-Món. Estando aquí supo que el misionero español san José Fernández, religioso dominico, había caído enfermo en Ninh-Chuong y corrió allá para ayudarlo y estar a su lado. Pero vio que aquel lugar era peligroso y entonces decidieron cruzar el río, lo que necesitaba una operación arriesgada y bien organizada. Llegaron a Qui-Lau, ya en el vicariato occidental, donde los misioneros franceses les dieron acogida caritativa, hospedándose en la casa de un pagano. Pero éste cedió a la tentación de delatar su presencia esperando la recompensa.
Pedro fue arrestado el 18 de junio de 1838 y llevado a Nam-Dinh, donde se le exigió la apostasía. Se negó firmemente y fue condenado a muerte. A la espera de la confirmación real, fue bárbaramente torturado y cargado con la canga pese a ser persona anciana. Antes de que llegase la confirmación de su sentencia, murió en la cárcel el 15 de julio de 1838 a consecuencia de los malos tratos. Fue canonizado el 19 de junio de 1988 por el papa Juan Pablo II.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
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Beata Ana María Javouhey
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Beata Ana María Javouhey, virgen y fundadora
En París, en Francia, beata Ana María Javouhey, virgen, fundadora de la Congregación de Religiosas Misioneras de San José de Cluny, dedicadas al cuidado de enfermos y a la instrucción cristiana de la juventud femenina, obra que la beata consiguió difundir también en tierras de misión.
Una de las más notables mujeres beatificadas en la primera mitad del siglo XX, fue Ana María Javouhey. Nació en 1779, en Jallanges, ciudad de Borgoña, donde su padre era un campesino acomodado. La niña dio muy pronto muestras de su fuerza de carácter, ya que, aunque era la quinta de una numerosa familia, dominaba a todos sus hermanos. Otra de las cualidades que la distinguieron desde pequeña fue su valor y, durante la Revolución Francesa, la joven Ana María, casi una niña aún, corrió graves riesgos por ayudar a los sacerdotes y a los cristianos perseguidos. Durante una misa que se celebró en secreto en su casa en 1798, Nanette (como se la llamaba familiarmente) hizo voto de virginidad y prometió consagrar su vida a la educación de los niños y a la ayuda a los pobres.
Cuando las comunidades religiosas obtuvieron de nuevo carta de ciudadanía en Francia, Nanette ingresó en la congregación de las Hermanas de la Caridad de Besançon; pero Dios no la quería ahí. Ingresó después al convento de las monjas cistercienses de Val-Sainte, en Suiza, con el mismo resultado desalentador; tuvo por director a un monje muy conocido, Dom Agustín Lestrange (que introdujo la Orden del Cister en los Estados Unidos), quien le indicó que su vocación consistía en fundar una nueva congregación. Ana María le había contado que en Besançon tuvo la visión de una sala llena de niños y niñas de diferentes razas y que, una voz le había dicho: «Estos son los hijos que Dios te ha dado. Yo soy Teresa y velaré por tu congregación». Así pues, la joven volvió a Francia. Su padre que vacilaba entre oponerse a los proyectos de su hija o favorecerlos generosamente, puso por fin a disposición de Ana María y tres de sus hermanas una casa en Chamblanc para que fundasen una escuela. Cuando Pío VII pasó por Chalon en 1805, recibió a las cuatro jóvenes y las alentó en su empresa. Dos años después, Ana, sus hermanas y otras cinco jóvenes, recibieron el hábito azul y negro de manos del obispo de Autun. Pronto empezaron a lloverles peticiones de escuelas y otros establecimientos. En 1812, el Sr. Javouhey compró un antiguo convento franciscano en Cluny para que fuese el noviciado y la casa madre de la congregación.
En París se inauguró una escuela. Los métodos pedagógicos de la madre Javouhey provocaron muchos comentarios, favorables y desfavorables, y la obra que realizaban Ana María y sus religiosas, llegó a oídos del gobierno. El gobernador de la isla de Borbón (actualmente de La Reunión, al este de Madagascar) pidió a la superiora que enviase allá a algunas de sus religiosas. En septiembre de 1817, se inauguró ahí la primera escuela misional para niños de color. A ésta siguieron otras peticiones del extranjero. La madre Javouhey pasó dos años en el Senegal, en Gambia, y en Sierra Leona, fundando hospitales con ayuda de las autoridades inglesas. Supervisó personalmente la inauguración de una extensa plantación, cuyos dueños eran africanos, en el extremo superior del río Senegal, y trabajó en un proyecto para la formación de seminaristas senegaleses en Francia. El proyecto tuvo que ser abandonado por causas de fuerza mayor, sin embargo, a raíz de aquellos planes se comentó que «la madre Javouhey se adelantaba a su época». Pero eso es falso: la formación del clero nativo no es un invento de los papas del siglo XX, sino un retorno a la antigua práctica de la Iglesia en las tierras de misión.
Con los años, la fuerza juvenil de Ana María se concentró en una voluntad inflexible, y sus ímpetus de niña, en una fortaleza heroica. A ello añadía la beata una inteligencia clara, abierta y equilibrada. Tales cualidades tienen sus peligros inherentes, aun entre los más fervientes religiosos. Pero Ana María hacía frente a esos peligros con su sencillez y humildad en el trato con Dios y con los hombres, como se ve claramente por la caridad sencilla pero llena de firmeza con que supo obrar en los casos difíciles: el período de cisma entre las misioneras de Borbón, el largo y amargo período de desacuerdo con Mons. d'Héricourt, obispo de Autun y los dos años de privación de los sacramentos que el prefecto apostólico de la Guayana impuso a la monja. Ana María escribió: «La cruz está dondequiera que hay siervos de Cristo, y yo me regocijo de contarme entre ellos». Pero, cuando regresó de la Guayana a Europa por última vez, dijo al sacerdote que le había rehusado los sacramentos: «Muy bien, vos responderéis ante Dios del mal que de ahí se siga».
Si la cruz que Ana María tuvo que sobrellevar en la Guayana Francesa fue muy pesada, también fue ése el campo de sus más grandes realizaciones. La congregación estaba ya establecida en La Martinica, en Guadalupe, en San Pedro, en Pondicherry, en Cayenna y en Nueva Angouléme de la Guayana, donde dirigía hospitales, escuelas y talleres. En 1828, el gobierno pidió a la superiora que emprendiese la colonización del distrito de Mana, en la Guayana, donde muchos hombres habían fracasado antes. La madre Javouhey se lanzó al trabajo con treinta y seis religiosas, cierto número de artesanos y colonos franceses y cincuenta trabajadores negros, de acuerdo con el plan que había sometido a las autoridades. Aquellos cuatro años fueron, sin duda, los más duros en la vida de Ana María, pues no sólo se trataba de establecer la civilización en las selvas sudamericanas, sino una civilización cristiana. Por otra parte, hubo de llevar adelante la empresa a pesar de las envidias de los que antes habían fracasado en ella y de la falta de apoyo de las autoridades francesas, a partir de la abdicación de Carlos X, en 1830. Ana María se mostró intrépida e infatigable. En cierta ocasión, compró a un grupo de esclavos fugitivos para salvarlos de la pena del látigo y, en otra, fundó «como por casualidad» un pueblo para los leprosos.
Apenas dos años después de la vuelta de la madre Javouhey a Francia, cayó sobre sus hombros una carga todavía más inesperada. Para gran indignación de algunos de los europeos, varios centenares de esclavos negros de la Guayana iban a ser emancipados; se trataba de un grupo bastante turbulento y su libertad podía producir dificultades. ¿Podría la Madre encargarse de su educación cívica y cristiana antes de la emancipación? Después de mucha oración y detenida consideración, Ana María respondió afirmativamente. Ninguna de sus empresas despertó mayor interés ni suscitó mayores críticas. Lamartine, Chateaubriand, Lamenais, todos salieron a defenderla. Y el rey Luis Felipe comentó: «¡Madame Javouhey es un gran hombre!»
Ana María retornó, pues, a Mana. Los negros fueron congregados en reducciones, bajo la vigilancia de una religiosa y no de un ejército, como se había propuesto. Había 200 hombres, 200 mujeres y 111 niños. El número de niños llegó más tarde a 600. La distribución del tiempo estaba tan estudiada como si se tratase de una comunidad religiosa. La principal dificultad era la indolencia de los negros, pero la madre Javouhey supo ser al mismo tiempo capataz, guía, filósofo, amigo y magistrado. Su tarea consistía en justificar en la práctica los argumentos teóricos en favor de la emancipación. Naturalmente, esto provocó contra ella la hostilidad de los franceses que tenían plantaciones, los cuales llegaron incluso a pagar a un negro para que volcase su barca y dejase a la religiosa en peligro de ahogarse. Aunque la madre Javouhey tuvo noticia de la conspiración que se tramaba, no difirió su viaje ni cambió la tripulación de la barca. La navegación se llevó a cabo sín el menor incidente. El 21 de mayo de 1838, los primeros 185 negros fueron solemnemente libertados. La madre Javouhey había conseguido que cada uno de ellos recibiese una cabaña, una parcela de tierra y cierta suma de dinero. Los negros habían pedido también un par de botas como las que usaban los blancos, pero, cuando las tuvieron, como no estaban acostumbrados a llevarlas, no podían caminar con ellas. Ana María tenía ya sesenta y cuatro años por entonces. En 1843, salió de la Guayana. Pasó los últimos ocho años de su vida consagrada al gobierno de su ya numerosa congregación; realizó nuevas fundaciones en Tahití, en Madagascar y en otros sitios, y admitió a las primeras postulantes de la India. También en ese punto tuvo que enfrentarse con la oposición eclesiástica. La beata tenía intención de ir a Roma a ofrecer personalmente su obra al Santo Padre; pero, según dijo, «Me espera otro viaje diferente y tengo que hacerlo sola». Ana María Javouhey murió el 15 de julio de 1851. Fue beatificada noventa y nueve años más tarde, cuando la congregación que había fundado se hallaba ya establecida en treinta y dos países y colonias del mundo.
Entre las biografías francesas citaremos las de P. Kieffer (1915); V. Caillard (1909); Coyau (1934); y G. Bernoville (1942). El P. Pius estudia la «fisonomía moral» de la beata en Une passionné de la Volonté de Dieu (1950).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
San Andrés Nguyên Kim Thông Nam
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San Andrés Nguyên Kim Thông Nam, catequista mártir
En la provincia de My Tho, en Cochinchina, actualmente Vietnam, san Andrés Nguyên Kim Thông Nam (Nam Thuông), mártir, el cual, en tiempo del emperador Tu Duc, por ser catequista fue primero encarcelado y después desterrado, obligándole a caminar hacia el exilio encadenado y cargado con un madero, por lo que murió durante el viaje como auténtico mártir.
Andrés nació en Go-Ti, Tonkín, el año 1790 en el seno de una familia cristiana. Educado esmeradamente, el joven manifestó su voluntad de colaborar con la Iglesia, y ejerció como catequista con mucha responsabilidad, siendo nombrado responsable de todos los catequistas del distrito misional de Binh-Dinh. Por otro lado su prestigio como persona honesta le valió el nombramiento de alcalde de su pueblo, puesto que aprovechó para parar cuantos golpes persecutorios pudo contra la comunidad cristiana.
Un sobrino suyo, a quien él había reprochado una conducta desarreglada, lo denunció como cristiano. Fue arrestado y llevado a Binh-Dinh. Encarcelado, se le permitía, sin embargo, salir y visitar a los suyos y por temer represalias contra su familia no huyó. Llevado a juicio, confesó la fe, se negó a apartarse de ella y se le desterró a una lejana provincia, a la que iría en un viaje extenuante. Cargado con la canga y cadenas debió andar kilómetros y kilómetros sin descanso, hasta que quedó exhausto. Le quitaron, estando en Mitho, la canga y las cadenas pero Andrés cayó al suelo, se entregó a la oración y no pudo ya levantarse hasta morir. Fue canonizado por Juan Pablo II el 19 de junio de 1988.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
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Beato Antonio Beszta-Borowski
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Beato Antonio Beszta-Borowski, presbítero y mártir
En el pueblo de Bielsk Podlaski, en Polonia, beato Antonio Beszta
Este sacerdote había nacido en Browskie Olki el 9 de septiembre de 1880 y había hecho sus estudios eclesiásticos en el seminario de Vilna, donde se ordenó sacerdote el 17 de julio de 1904. Fue destinado a Vilba, Surwiliski y Bielsk, sucesivamente, siendo premiados sus trabajos con el nombramiento de canónigo honorario de Pinsk.
Cuando estalló la guerra mundial fue nombrado vicario general para la zona de la diócesis de Pinsk, ocupada por soviéticos y nazis -sucesivamente-, sirviendo con gran celo a sacerdotes y seglares en tan difíciles circunstancias. Llevaba una vida ejemplar, muy austera y ascética, y era muy notable la piedad con que celebraba la santa misa.
Su arresto tuvo lugar el 15 de julio de 1943 junto con dos sacerdotes y cuarenta y siete seglares. Detenidos e interrogados, unas horas más tarde se les ordenó subir a unos camiones y fueron llevados al cercano bosque de Piliki donde fueron fusilados por la Gestapo y enterrados en una fosa común. El papa Juan Pablo II lo beatificó con otros mártires del mismo período el 13 de junio de 1999.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
San Pompilio María Pirrotti
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San Pompilio María Pirrotti, religioso presbítero
En Campi Salentina, en la Apulia, san Pompilio María Pirrotti, presbítero de la Orden de Clérigos Regulares de las Escuelas Pías, célebre por la austeridad de su vida.
Pompilio María Pirrotti nació en 1710, en el seno de una familia acomodada de Montecalvo, en Campania. Sus padres le dieron una buena educación. El joven, impresionado por la falta de escuelas, especialmente entre los pobres, decidió consagrar su vida a la enseñanza. Así pues, ingresó en la Congregación de los Escolapios (Clérigos Regulares de las Escuelas Pías), fundada con ese objeto por san José de Calasanz y, al hacer la profesión, en 1728, tomó el nombre de María de San Nicolás. Después de su ordenación sacerdotal, enseñó algunos años en Apulia hasta que fue nombrado misionero apostólico de Emilia y Venecia, por razón de su celo y santidad. Su entusiasmo le creó dificultades en Nápoles, donde algunas personas, temerosas de su influencia o envidiosas de su éxito, lanzaron contra él una campaña de calumnias y persecuciones. El santo fue expulsado de Nápoles; pero el pueblo se indignó tanto, que el rey hubo de revocar el decreto de destierro. San Pompilio continuó su obra con maravillosa paciencia, hasta que sus superiores le enviaron al convento de Campo, en las cercanías de Lecce. Ahí murió el santo a los cuarenta y seis años de edad. Fernando II, rey de las dos Sicilias, se interesó personalmente en su causa de beatificación, que tuvo lugar en 1890. Fue canonizado en 1934.
Véase Seeböck, Die Berrlichkeit der Katholischen Kirche in ihren Heiligen und Seligendes 19 Jahrhunderts (1900), p. 431; ver decreto de canonización, con una larga biografía en latín, Acta Apostolicae Sedis, vol. XXVII(1935), pp. 223-234.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Beato Ignacio Acevedo
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Mártires Jesuitas
Martirologio Romano: Pasión de los mártires beatos Ignacio de Acebedo, presbítero, y treinta y ocho compañeros, religiosos todos de la Compañía de Jesús, que cuando se dirigían a las misiones del Brasil, su nave, de nombre “San Jacobo”, fue asaltada por un barco pirata, cuyos ocupantes, por odio a los católicos, los traspasaron con espadas y lanzas (1570).
Estos Bienaventurados son llamados los Mártires del Brasil. No dieron la vida en América, pero ellos iban en viaje para ser allí misioneros.
Todos pertenecían a la Compañía de Jesús. Solamente dos eran sacerdotes; uno de ellos, era el Superior Provincial en el Brasil. Los otros eran Estudiantes jesuitas, Novicios y Hermanos jesuitas.
Treinta y dos eran portugueses; ocho eran españoles.
Los portugueses
1. Bienaventurado Ignacio de Azevedo (1527 – 1570)
Sacerdote. Ignacio de Azevedo de Atayde Abreu y Malafaia nació el año 1527 cerca de Oporto (Portugal). Su padre fue don Manuel de Azevedo y su madre doña Francisca de Abreu. Su familia era noble, tenía fortuna y eran personas importantes.
En realidad era hijo ilegítimo. Fue legitimado a los 12 ó 13 años por el rey Don Juan III. Educado en la corte portuguesa vivió un tiempo “muy distraídamente y metido en los negocios de revueltas y contiendas”, como él mismo dijo años más tarde. Cuando despertó y se empeñó en su fe pensó e “hizo promesa a Nuestra Señora de ser dominico o de entrar en los descalzos, por tenerlos por más perfectos.”
Decidió entonces hacer un discernimiento vocacional, después de oír la predicación del Padre jesuita Francisco Estrada. En Coimbra hizo durante 40 días los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Dice un biógrafo: “Como Jesús en el desierto ayunó todos esos 40 días, y debió llamarle la atención el Superior Padre Simón Rodríguez”. Y determinó renunciar a su mayorazgo de Barbosa, los terrenos y propiedades en el distrito Paso de Sousa, entre los ríos Duero y Miño, asiento de los Morgado de Azevedo.
Y entró en la Compañía de Jesús, en el Noviciado de Coimbra, el 23 de diciembre del año 1548 a la edad de 21 años.
Traía estudios de Humanidades, pero los completó “un poco”. Enseguida, por dos ó tres años estudió la Filosofía en San Fins. Después, año y medio de Teología, en Coimbra.
Le atraían las noticias de Misiones. Primero, se ofreció para Angola y el Congo. Después, para la India y el Japón.
En el mes de febrero de 1553 “tomó en Braga todas las órdenes sagradas”. El P. Maestro Simón Rodríguez, uno de los primeros compañeros de San Ignacio y Provincial de Portugal, se las concedió.
Nombrado confesor para la “gente de afuera” estuvo en Lisboa, en la iglesia de San Antonio, cuatro o cinco meses, hasta que el mismo Padre Simón Rodríguez, ese mismo año, lo nombró primer Rector del Colegio de San Antonio, en Lisboa. Allí estuvo durante dos años. Después fue Ministro en la Casa profesa de San Roque, también en Lisboa, y después Rector en Coimbra.
En 1556, a la muerte de San Ignacio, el P. Provincial Miguel de Torres debió viajar a Roma a la Congregación General. El P. Ignacio de Azevedo quedó como Viceprovincial en Portugal. Visitó entonces en el país todas las Casas de la Compañía.
En 1560 fue nombrado primer Rector del reciente Colegio, fundado por él, en la ciudad de Braga.
En 1565, después de la muerte del P. Diego Laínez, el segundo General de la Compañía de Jesús, la Congregación Provincial lo eligió como elector para la Congregaci¢n General. Y el nuevo General, San Francisco de Borja, lo nombró Visitador de las Tierras de la Santa Cruz (Brasil), con toda la autoridad del General, encargándole que al término de su misión regresare a Roma a informarle de viva voz. Hacía ya bastante tiempo que el Padre Manuel de Nóbrega había pedido un Visitador para determinar mejor algunas situaciones y opciones en la Misión del Brasil.
El Padre Ignacio de Azevedo volvió a Portugal y pronto, con otros siete compañeros se embarcó para las Indias en junio de 1566, en la armada de Cristóbal Cardoso de Barros.
El 23 de agosto de 1566, llegó a la ciudad de Bahía, sede del Gobernador, del Obispo, y del Colegio de la Compañía. Allí estuvo tres meses. Después, viajó a todas las Residencias que habían fundado los Padres, diseminadas en ese inmenso territorio, perdidas en las selvas y bosques tropicales. El Padre Azevedo quiso visitar a todos los misioneros y ver lo que estaban haciendo en pro de los aborígenes y de los colonos.
Nombró Provincial al célebre Padre Manuel de Nóbrega. Y con él y el Beato José de Anchieta participó en las fundaciones de las ciudades de Sao Pablo y Río de Janeiro, donde la Compañía de Jesús tenía Misiones establecidas. En total estuvo casi dos años en el Brasil.
Se reunió la Congregación Provincial en Bahía, en junio de 1568, y el Padre Ignacio de Azevedo fue elegido Procurador a Roma. Embarcó el 14 de agosto, para llegar a Lisboa el 21 de octubre de 1568.
En Portugal informó al Rey y en mayo de 1569 salió para Roma para informar al Padre General y al Papa sobre la Misión del Brasil. Impresionó a San Pío V y a San Francisco de Borja con sus noticias y con el gran problema de fondo: la escasez de misioneros. El Papa le concedió la gracia de otorgarle una copia de la imagen de la Virgen venerada en la Basílica de Santa María la Mayor. Y de San Francisco de Borja obtuvo la licencia y misión de reclutar refuerzos de la Compañía, pues regresaba al Brasil con el cargo de Provincial.
El 28 de agosto de 1569, ya estaba en España, y el 26 de septiembre en Portugal llegando a Coimbra, con nueve jesuitas de Castilla y Valencia.
Después de conversar largo con el Rey Don Sebastián se fue a Oporto para tratar el viaje al Brasil. Y en esos meses se afanó por encontrar voluntarios. Quería llevar el mayor número posible de misioneros.
Reunió unos 90: cuatro sacerdotes, algunos estudiantes de teología o filosofía, un buen número de novicios, Hermanos jesuitas, tan necesarios en los países nuevos de América, y algunos laicos. Y a todos ellos los reunió en una Casa de campo del Colegio de Lisboa, llamada Valle de Rosal, en la Costa de Caparica. Allí empezó a prepararlos para la futura misión. Fue Maestro de novicios, formador y Superior de todos.
Inteligente y escrupulosamente había elegido. Llevaba a los que “podían enseñar Teología”, a otros que “podían enseñar Artes” o Filosofía y también a “buenos humanistas” que podrían enseñar Humanidades. Con todo, los más eran Hermanos jesuitas, que recién habían ingresado en la Compañía y con el expreso deseo de ser enviados a las misiones.
El 5 de junio de 1570 pudo zarpar en la flota de siete de naves que salían desde Lisboa. Su expedición jesuita hacia Brasil estaba formada por casi 100 personas contando a los laicos para los trabajos artesanales. Era la mayor expedición de religiosos que salía a América y, por cierto, no hubo otra mayor entre todas las salidas de Lisboa en los años de la Compañía de Jesús, desde 1541 a 1747.
En tres naves viajaron los jesuitas. En una, en la de don Luis Vasconcelos nuevo Gobernador del Brasil, el Padre Pedro Díaz con 20 compañeros. En la que llamaban de los Huérfanos, conducidos allá para poblar el Brasil, el Padre Francisco de Castro con tres Hermanos. Y en la nave “Santiago”, cargada de mercaderías para las islas Canarias, Cabo Verde y Brasil, el Padre Provincial Ignacio Azevedo con 45 compañeros.
Las siete naves llegaron a la isla de Madeira el 12 del mismo mes, sin encuentro peligroso de enemigos. Y aunque vieran algunas velas, como eran siete los navíos portugueses, no se atrevieron. Pero los mercaderes de Oporto que iban en la nave “Santiago” insistieron en continuar el viaje hasta la isla La Palma, una de las Canarias, para dejar parte de sus mercancías y tomar otras, ofreciendo regresar pronto y reincorporarse al grueso de la flota. En esa nave viajaba Ignacio con sus compañeros.
Antes de hacerse nuevamente a la mar, presintiendo el Padre Azevedo el peligro de los corsarios y con ello el martirio, convocó a su grupo antes del embarque. Dijo querer voluntarios, sin coacciones. Algunos dudaron, y fueron sustituidos por candidatos de otros barcos. Los marineros se confesaron en la víspera de San Pedro, y en el día de la fiesta comulgaron todos. Cuatro novicios pidieron seguir viaje en otra de las naves. En su lugar fueron admitidos dos españoles y dos portugueses. Continuaron viaje el 30 de junio.
A los siete días avistaron la isla de la Palma, pero al no poder ingresar en el puerto de la capital por un viento contrario debieron desviarse a una ensenada llamada Tazacorte.
Exactamente en ese lugar vivía un hidalgo, don Melchor de Monteverde y Pruss, quien resultó ser muy amigo del P. Ignacio desde cuando ambos habían sido niños en Oporto. Don Melchor pidió agasajar a su amigo y a sus compañeros en su casa señorial. Y al día siguiente todos los jesuitas visitaron la hacienda, las casas y hasta la iglesia donde el Padre Ignacio celebró la Eucaristía. Don Melchor se confesó con su amigo.
En ese puerto de Tazacorte estuvieron 5 días y don Melchor aconsejó que siguieran el viaje por tierra hasta la capital de la isla, Santa Cruz de La Palma: él ofreció cabalgaduras para todos y camellos para la carga. No había más que tres leguas de camino y, por mar, con el tiempo contrario y las vueltas que debería dar la nave, podrían ser varios días. Además, por tierra, no había peligro de corsarios
El P. Ignacio se inclinó a aceptar el ofrecimiento de don Melchor. Agradeció a su amigo y le dijo que esa noche iba a tomar una decisión. Al día siguiente, muy temprano, con esta intención, se recogió en oración para continuar su discernimiento. Celebró la Eucaristía con todos los Hermanos, les dio la Comunión, y después dijo:
“Hermanos, yo estaba decidido a que nos fuéramos por tierra, porque parecía haber peligro de corsarios. Pero ahora me he determinado a seguir por mar. Y así siento en Dios Nuestro lo que debemos hacer. Porque los franceses si nos tomaran ¿qué mal nos podrían hacer? El mayor que nos podrían hacer es mandarnos pronto al Cielo. Créanme, Hermanos, todo el mal que los franceses pueden hacer, en verdad, es nada”
Esta fue la última Misa del Padre Ignacio de Azevedo. Después dijo: “Cuando tengamos que irnos, nos embarcaremos”
Toda esa tarde los Hermanos estuvieron “cantando y recreándose”. Y cuando se despidieron de don Melchor, éste los mandó en cabalgaduras hasta la playa, y mandó entregarles gallinas, conejos, muchos dulces de miel y panes de azúcar y otras muchas cosas. Y a su vez el Padre Ignacio lo convidó a bordo y “le dio en la cubierta una buena merienda con cosas dulces de la isla de Madeira”
Pero la nave fue atacada el 15 de julio. El vigía, desde la cofia, avistó a cinco galeones. Esas cinco naves, enfiladas las proas, embistieron contra la “Santiago”. Era la temible escuadra del calvinista francés Jacques Sourié de la Rochelle, vicealmirante de la reina de Navarra, doña Juana de Albret. Éste había declarado una feroz persecución contra los navíos portugueses que navegaban hacia las Indias. Las órdenes eran expropiar las naves y mercaderías, no tocar a la tripulación y a los pasajeros, pero sí exterminar a los odiados jesuitas que viajaran como misioneros.
En una lucha desigual, murió el capitán y la “Santiago” se rindió. Ignacio hizo salir a los jesuitas a cubierta. Todos, frente a la imagen de la Virgen, sostenida por el Provincial, entonaron las letanías lauretanas. No hubo clemencia. Jacques dictó sentencia de muerte contra los jesuitas. Los calvinistas atacaron con gritos: ¡Mueran los perros papistas! ¡Hay que echarlos al mar!
El P. Ignacio se había “colocado en el medio de la nave, al pie del mástil mayor, con la Imagen de Nuestra Señora en sus manos”.
Y a él fue al primero a quien se le descargó una violenta cuchillada en la cabeza abriéndola hasta los sesos. Y como parecía estar firme, sin caer, le dieron otras tres o cuatro estocadas mortales. Y, no cayó del todo, sino que “quedó como acostado en el martinete del barco”. Allí lo abrazó el Padre Diego de Andrade y acudieron algunos Hermanos, y así como estaban ambos abrazados, los llevaron junto al timón donde el Padre Azevedo quedó “siempre aferrado a la imagen de Nuestra Señora, sin nunca soltar las manos” por lo cual la imagen ya estaba “toda ensangrentada con su sangre”.
Antes de morir dijo: “Muero por la Iglesia Católica y por lo que ella enseña”. Y a los jesuitas que lo rodearon, les dijo: “No tengan miedo, agradezcan esta misericordia del Señor. Yo voy adelante y los esperaré en el cielo”. Y expiró, “con los ojos en la imagen de Nuestra Señora”.
Después de terminada la refriega, los Hermanos vieron que el cuerpo del Padre Ignacio era llevado por 6 o 7 franceses “duro y con los brazos extendidos en cruz” y así vestido y calzado, delante de ellos, que estaban en la bomba para sacar el agua, lo arrojaron al mar. Así, de esta manera sufrieron el martirio, junto con Ignacio, otros 39 jesuitas, arrojados desnudos al mar.
Los calvinistas sólo perdonaron la vida al Hermano Juan Sánchez. Supieron que era cocinero y lo conservaron para servirse de él. Estuvo con ellos hasta que volvieron a Francia, de donde volvió a España para dar testimonio del martirio de sus Hermanos.
También dieron testimonios los cautivos que quedaron en las galeras de Jacobo Soria, por los cuales pagaron rescate en las islas de La Palma y Lanzarote. Ellos después navegaron a Madeira y refirieron todo.
Fueron venerados como mártires, en Roma y en otras partes, apenas se supo el martirio. Gregorio XV permitió su culto en 1621. Ese culto se interrumpió por el Decreto de Urbano VIII, en 1625. Benedicto XIV publicó en 1742 un Decreto otorgando nuevamente el culto anterior. Y el Bienaventurado Pío IX, aprobó el parecer de la Sagrada Congregación, reconoció y confirmó el culto de estos mártires, el 11 de mayo de 1854.
Los jesuitas, que viajaban en las otras naves también tuvieron su martirio a manos de los hugonotes. El P. Pedro Díaz con veinte de la Compañía, el P. Francisco de Castro y los suyos, con el Gobernador Vasconcelos, debieron desviarse a las islas de Barvolento, a Santo Domingo y Cuba. Después de 15 meses de andar errantes, catorce pudieron por fin dirigirse al Brasil. Cayeron también en poder de los corsarios franceses e ingleses. Doce de ellos terminaron allí sus vidas; sólo dos se salvaron a nado.
2. Bienaventurado Diego de Andrade (1533 – 1570)
Sacerdote. Nació en Pedrogan Grande, Portugal, en el distrito de Leiría, en el año 1530. Era primo del poeta Miguel Leitao de Andrade. Su padre se llamaba Juan Núñez y su madre Ana de Andrade.
Entre los datos de su juventud sabemos que vivía con su madre y una hermana y se preocupaba del cultivo de un campo. También sabemos que una vez hizo la peregrinación a Santiago de Compostela.
Tenía algunos estudios cuando el 7 de julio de 1558 entró al Noviciado de la Compañía de Jesús en Coimbra, a la edad de 25 años.
Fue Sotoministro tanto en el Colegio de Coimbra como en el de San Antonio en Lisboa. Se ordenó de sacerdote en Coimbra en noviembre de 1569.
Diego fue el único sacerdote de la Compañía que acompañó al Padre Ignacio de Azevedo en el martirio. Los otros sacerdotes iban en otras naves. Diego era el compañero o Socio del Provincial.
Se sabe que el Padre Ignacio de Azevedo en el mar “todos los domingos y días festivos celebraba Misa cantada” ¿Lo acompañaba el Bienaventurado Padre de Andrade como sacerdote y el Bienaventurado Gonzalo Henríques que era diácono? Las crónicas no lo dicen, pero es muy posible. Confiesa sí, en la nave y en tierra, pues en Madeira y en las islas Canarias confesaron a tripulantes y pasajeros, en las horas de calma y de modo especial durante la batalla. Él reconcilió varias veces a los Hermanos y también al Bienaventurado Ignacio de Azevedo ya moribundo.
En medio de la refriega el Padre Diego de Andrade “tanto esforzaba los ánimos de los que combatían, como curaba a los heridos, lavando con vino sus heridas, y exhortando a tener paciencia y a morir como buenos católicos”
Al término de la batalla, como viese al sobrino de Jacques de Sourié de la Rochelle, que estaba en la popa conversando amigablemente con los marineros sobrevivientes de la Santiago, el Padre Diego se dirigió cortésmente a él en latín y le representó la gran necesidad y debilidad en que estaban los Hermanos que en la bomba achicaban agua por orden de los que habían asaltado la nave. ¿Qué dice usted?, contestó el calvinista. Y con gran indignación, mirándolo con profunda ira, le dio muchas bofetadas, como queriendo acabar con él.
Y como era de prever, los amigos de Merlim Sourié arremetieron también contra Diego, con bofetadas y puñetazos. Le quitaron el birrete y se lo arrojaron al mar. Y al ver, entonces la tonsura, llenos de odio, le dieron golpes, empujones y patadas como endemoniados. Y lo lanzaron cubierta abajo donde quedó descalabrado arrojando mucha sangre por la boca y las narices. Pero se lo vio muy sereno y exhortó a los Hermanos que lo compadecían, indicándoles que para él ésta era una merced de Dios.
Después, los hugonotes tomaron las gallinas de las que se llevaban en la nave y las echaron en una caldera. Al momento de comerlas, “tomaron media docena de esas gallinas cocidas y las mandaron a través de un francés a los Hermanos para que las comieran; y cuando las presentó al Padre Diego éste las tomó y de inmediato las lanzó al mar diciéndole al francés: “Nosotros no comemos carne los días sábados”.
Entonces el Hermano Luis Correia, estudiante, natural de Evora, fue a los camarotes y trajo “algo de conserva, que el Padre Andrade dio a los Hermanos como comida, pero pocos comieron porque sólo esperaban el fin de sus vidas”
Después, los hugonotes pasaron nuevamente dando bofetadas, feroces golpes en las espaldas, puñetazos, diciendo mil injurias y amenazas como “perros, canallas del Diablo”.
Más tarde los encerraron en el castillo de proa. Y estando allí el Padre Diego“ les decía que se esforzasen todos, porque tenía para sí que ésa era la hora en que Dios quería llevarlos a una vida mejor”. Y todos respondían: “Que se cumpla la Voluntad de Nuestro Señor y que todos estemos preparados para lo que Dios quisiera”. Y lo mismo decían los marineros y pasajeros que les hacían compañía.
Y al fin vino el almirante Jacques de Sourié, personalmente. Y con los brazos en alto, implacable, pronunció la sentencia de muerte: “Echen al mar a estos perros, religiosos y monos”
Y siguiendo, por gusto o rigor, el orden jerárquico, arremetieron contra el Padre Diego de Andrade, le dieron de puñaladas y por una portezuela los arrojaron al mar.
3. Bienaventurado Manuel Álvarez (1537 – 1570)
Hermano jesuita. Nació en Extremoz, Portugal, en 1537. Fue hijo de Jerónimo Álvares y de Juana López. Fue pastor antes de entrar en la Compañía en Evora el 12 de febrero de 1559 a los 22 años de edad.
Una carta suya dirigida al General de la Compañía de Jesús, San Francisco de Borja, el 21 de abril de 1566, muestra detalles biográficos y la transparencia de su alma:
“Siendo un pastor rústico me trajo Nuestro Señor a esta santa Compañía donde usa conmigo de tantas misericordias que no merezco. Entre ellas Dios Nuestro Señor me ha dado desde hace mucho tiempo el deseo de ir al Brasil. Y esto hace siete años que lo siento y me parece que Nuestro Señor no me lo concede por mis muchas imperfecciones, las cuales, espero por la misericordia del Señor, apartar de mí poco a poco, tanto como pueda. Y aunque las cartas del Japón e India podrían moverme a desviarme, me parece que Nuestro Señor me da muy firmes propósitos hacia el Brasil, sin que nada pueda pesar más que éstos.
Así, aunque no sirva sino para ser cocinero en la cocina o servir a los enfermos en la nave. Y allá en el Brasil haría todo lo que mande la santa obediencia, ya sea ser cocinero de los Padres y Hermanos, ya sea cualquier otro oficio. Mi oficio ahora es el de ropero, pero en el Brasil tomaría el de cocinero o barredor para consolarme viendo convertirse a tantos, y ayudando a hacerlo. Yo soy aquél que, si se acuerda Su Reverencia, era comprador, cuando vino a este Colegio de Evora y yo no sabía ni leer ni escribir y por dibujos daba cuenta al Procurador del dinero que recibía, y Su Reverencia me mandó que aprendiera a leer y a escribir, lo que ahora tengo, aunque imperfectamente”
Conocemos de su boca algunos pormenores de su vocación: “Yo era trabajador y guardaba ganado. Un día, estaba arando y me vino el deseo de ser peregrino, pedir limosna por Dios y no tener nada. Y viendo las maldades del mundo, me vino el deseo de hacerme religioso, cualquiera que fuese. Y estando a punto de entrar en San Francisco, un canónigo, Gomes Pires, me dirigió a la Compañía. Me recibió el Padre Dom Leao”.
En la nave Santiago, en el ataque de los calvinistas, echó en cara a los hugonotes la ceguedad y crueldad de sus conductas. Y en el castillo de popa animó a los portugueses para que no se dejaran vencer por los enemigos.
Y en esto un marinero que tocaba el tambor, le dijo: Hermano Manuel, ojalá alguien pudiera tocar este tambor para yo poder ir a pelear. El Hermano dijo: Trae acá el tambor, y por él no dejes de pelear. Con gritos, voces, y tambor, animaba a los portugueses.
Apenas llegaron a él, los franceses le dieron una estocada en el rostro y se ensañaron con él. Lo tendieron en la cubierta y le cortaron la cara, los brazos y las piernas. Éstas las estiraron y le quebraron las canillas. Al fin quedó hecho un pingajo de sangre. No quisieron rematarlo para que pudieta sufrir más. Él, mirando a sus Hermanos horrorizados, les dijo: “No me tengan lástima, sino envidia. Hace quince años que estoy en la Compañía, y hace más de diez que estaba pidiendo ir a la Misión del Brasil. Con esta muerte me tengo por extraordinariamente pagado.
Como pudieron unos Hermanos lo arrastraron hasta un camarote y allí lo ayudaron. Y él se esforzaba por consolar a los otros.
El Capitán de la nave, lleno de heridas, hizo lo posible para retirarse abajo donde estaban los Hermanos para morir con ellos. Los calvinistas lo siguieron y allí acabaron de matar a muchos.
Cuando llegaron a donde estaba echado el Hermano Manuel, los calvinistas gritaron: “Este es el fraile que gritaba y tocaba el tambor. Echémoslo al mar.”. Le volvieron a pegar, lo arrastraron, lo levantaron y, todavía vivo, lo arrojaron al mar.
El Bienaventurado tuvo después un Hermano en la Compañía, el Hermano Francisco Álvarez, quien fue cocinero en el Colegio de Bahía durante 40 años.
4. Bienaventurado Francisco Álvarez (1539 – 1570)
Hermano jesuita. Nació en Covillán, Portugal, alrededor del año 1539. Entró en la Compañía de Jesús en Evora en la fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen en el año 1564.
Tenía la profesión de tejedor y cardador.
Cuando lo nombraron para el Brasil figuraba entre los “Hermanos antiguos de mucha virtud”
Fue arrojado vivo al mar.
5. Bienaventurado Gaspar Álvarez
Hermano jesuita. Nació en Oporto, Portugal.
Se lee de él en la Relación del martirio: Cuando las naves de los calvinistas tenían cercada a la Santiago, y les daban batalla, acertó a pasar una bala de cañón entre dos Hermanos. Y les dijo uno que se llamaba Gaspar: “Pluguiera a Dios que me hubiera acertado a mí esa bala de cañón y me hubiera matado por amor a Dios”. Herido a puñaladas lo arrojaron, también vivo, al mar.
6. Bienaventurado Bento de Castro (1543 – 1570)
Estudiante jesuita. Nació en Cacimo, Portugal, en el Obispado de Miranda en 1543. Era hijo de Jorge de Castro y de Isabel Brás.
Entró en la Compañía a los 18 años en el Noviciado de San Roque, en Lisboa, el 2 de agosto de 1561 cuando contaba 17 para 18 años de edad.
“Era de fuerzas y de cuerpo delgado, pero muy animoso. Cuando le dieron la nueva de que había de ir al Brasil, se fue inmediatamente al coro de la iglesia a dar gracias a Dios y a ofrecer su vida ante el Santísimo. Después se fue a su pieza y abrazó a su compañero diciéndole con gran alegría: Amigo, yo voy a ser el primero que van a agarrar los herejes con un crucifijo, y con él en la mano he de morir”. Estaba en Coimbra en 2° año de Filosofía.
Después en Valle de Rosal, estuvo en el grupo que Ignacio de Azevedo “tenía preparado para que fueran ordenados sacerdotes” y “ejercitó en todas las virtudes que eran tan necesarias para el martirio”
En la nave Santiago, por encargo del Padre Ignacio de Azevedo, se desempeñó como Maestro de novicios, sin ser sacerdote, y como Catequista de los pasajeros y tripulantes. Y ante ese maestro el capitán y el contramaestre holgaban ponerse de pie cada vez que daban una respuesta, a pesar de que el Hermano Bento de Castro no quería que se levantasen personas tan importantes y menos porque el capitán tenía más de 40 años.
Durante el abordaje, el Padre Ignacio le ordenó que “retirado con sus Novicios, en las estancias que ocupaban, estuviesen en oración” encomendaran la batalla. Ahí fue importunado por los Hermanos para que él les diera licencia para salir y meterse entre los enemigos y morir por la fe. Pero el Hermano Bento no dejó salir a ninguno, porque la obediencia era permanecer en oración.
Inmediatamente después de herido el Padre Ignacio, recordando lo que le había dicho el Señor en Coimbra, tomó el crucifijo de la capilla del barco, abrazó a los Hermanos pidiendo perdón por sus faltas y se dirigió a donde peleaban los calvinistas. Varios de los Hermanos, llorando, le pidieron acompañarlo, pero no les dio licencia.
Y subió al castillo de proa a todo correr, y allí gritó: “Yo soy católico e hijo de la Iglesia de Roma”.
Le dispararon inmediatamente tres tiros de arcabuz. Y al ver que seguía confesando la fe, le dieron siete u ocho puñaladas y, vivo aún, lo arrojaron al mar.
Fue el primero en ser martirizado, aún antes del Bienaventurado Ignacio.
7. Bienaventurado Marcos Caldeira (1547 – 1570)
Novicio indiferente. Nació en Villa de Feira, Portugal, distrito de Aveiro. Fue hijo de Pedro Martins y de Isabel Caldeira.
Contaba 22 años de edad cuando fue aceptado en la Compañía, en Evora el 2 de octubre de 1569. Por causa de la edad “entró indiferente, esto es: para Estudiante o para Hermano jesuita, conforme satisficiese a los Padres y lo decidiese su capacidad”
Todavía en Evora “cuando el Padre Rector, en la Capilla de los novicios, en voz baja, le dio el aviso de que había de ir al Brasil, él como fuera de sí exclamó: ¡Oh feliz de mí que voy a ser mártir! Y esto lo repitió con el mismo fervor tres veces; tanto que todos se espantaron creyendo que podría perder el juicio”.
En Valle del Rosal, donde esperaron los jesuitas para embarcar al Brasil, “vino el Hermano Marcos Caldeira, con licencia, a decir sus faltas en el recreo, y las dijo con un papel con mucho sentimiento y lágrimas. Tenía avisado el Padre Azevedo que, acabando él, otro comenzase, y por eso comenzó a decirle a él y sobre todo lo que estaba diciendo: ¿No le parece a usted que esto es una especie de hipocresía, para que lo tengan por humilde? ¿Es ésta verdadera humildad, es verdadero deseo de no querer ser visto u oído? Y ya que escribe estas faltas, ¿por qué no conoce éstas y otras muchas? De éstas yo querría que se enmendase, éstas tendría usted que llorar y de éstas debía usted tener ese gran sentimiento”.
En esta escuela austera se formaban los Novicios de entonces, preparados para las durezas del apostolado, sin olvidar la continua abnegación que igualmente exigía la vida comunitaria de cada día.
Ya en el mar, Marcos Caldeira muchas veces dijo durante la navegación: ¡Oh, quién nos llevara ya al Brasil para que nos maten por amor de Dios!
Y cuando llegó el momento del martirio se lo vio lleno de alegría y dijo a los Hermanos: Si nosotros íbamos al Brasil con el deseo de morir allá, ¿no es mejor que muramos todos acá?
8. Bienaventurado Antonio Correia (1553 – 1570)
Estudiante novicio. Nació en Oporto, Portugal, en 1553. Fue hijo de Juan Gonzalves y de Violante Correia.
Su padre cuenta en una carta cómo se desarrolló la decidida vocación de su hijo: “Tan suave que nunca me dio trabajo; tan bien inclinado, que nunca, me parece, hizo algo que mereciera ser castigado. Aprendió a leer, a escribir y gramática. Yo tenía un pariente en Coimbra, y lo mandé allí para que estudiara latín. Era tan aficionado a la Compañía de Jesús que pedía a los Padres con insistencia que lo recibieran en ella. Pero como no tenía edad no lo admitieron. Desconsolado quiso hacerse Capuchino y para ello fue al Monasterio de Ponte de Lima. Pero cuando lo vieron tan pequeño le dijeron que su Regla era muy dura, que no tenía edad, ni físico para ella. Y no lo aceptaron. Con esto estuvo más desconsolado. Quiso el Señor que en ese tiempo estuviese el Padre Manuel Rodríguez en Coimbra y el Padre Peres aquí, y éste le escribió. Nosotros mandamos a nuestro mocito y él fue con muchos deseos. Quiso el Señor que lo recibieran en la Compañía y él quedó tan contento que siempre daba gracias a Dios por haberle dado esta gracia tan grande. Y me decían que cada vez que oía Misa le pedía al Señor que ordenase que él fuera mártir. Nuestro Señor fue servido de cumplirle sus deseos. Sea Él alabado por siempre. Amén”.
Efectivamente, Antonio fue recibido en el Noviciado de Coimbra el 1 de junio de 1569 a los 16 años de edad.
Desahogándose cierto día con un Hermano le reveló que “confiaba en Dios que iba a ser mártir, y que esto lo pedía a Nuestro Señor desde hacía un año, cuando entró en la Compañía, y que perseveraba en la misma petición, apenas se despertaba y visitaba el Santísimo Sacramento”. Y que Dios se dignó mostrarle “orando ante el Santísimo que su petición sería despachada, de lo cual quedó muy alegre”
De hecho, cuando los calvinistas entraron en el camarote donde se encontraban los jesuitas, “el Hermano Antonio Correia, de Oporto, era uno de los estaban en oración perseverando en ella. Al verlo delante de las imágenes, uno lo golpeó en la cabeza con los puños de una daga. Y fue tan fuerte que se le hinchó toda la cara, pero no lo mató. Y les dijo a los otros Hermanos que se quejaban: ¿No ven cuán duro soy que aunque me den un mazazo en la cabeza no podrán matarme? Y al decir esto parecía tan desconsolado que los Hermanos, para consolarlo, le decían que aunque no muriera esa vez, Dios le podría dar esa gracia”.
Y así fue. Poco después, lo tiraron vivo al mar.
En 1628 en Oporto se abrió un Proceso canónico, y se hablaba de muchos devotos que lo invocaban en su ciudad natal, y en las ciudades vecinas.
9. Bienaventurado Simón da Costa (1552 – 1570)
Hermano jesuita novicio. Nació en Oporto, Portugal, en 1552.
Las primeras noticias del martirio de las Canarias demoraron un mes en llegar a Funchal, la capital de la isla Madeira. Exactamente el día de Asunción llegaron a ese puerto
El Padre Pedro Días, el sacerdote jesuita que iba en otra nave al Brasil, informó a Lisboa que “unos franceses que iban cautivos habían visto a dos portugueses, y a uno de ellos mozo bien vestido, de cabello corto, natural de Oporto y que iba para entrar en la Compañía en el Brasil”.
El día del martirio, por su gallarda presencia, los hugonotes pensaron que era hijo de alguien principal. Uno de los testigos de vista dirá después: “él iba con los Hermanos, pero no parecía Hermano porque por haber entrado hacía poco en la Compañía todavía usaba el pelo como seglar. Sospecharon nuestros marineros que los calvinistas lo tuvieron por un mercader, o hijo de un comerciante, porque era mancebo de 18 años y bien dispuesto, y lo llevaron entonces al galeón de Jacobo Soria para que éste viera al muchacho y determinara servirse de él como su paje”.
“Al día siguiente Soria mandó traer al muchacho a su presencia y le preguntó si era religioso jesuita. Él podía afirmar que no lo era, pero insistió en decir que era jesuita y hermano de los que estaban muriendo por la fe católica”.
Jacques Soria se llenó de odio, y de inmediato dio la orden de que le cortasen la cabeza, a él, al piloto y al calafate de la Santiago, y los arrojasen al mar.
Y el cronista concluye: “Hacía un mes que había sido recibido en la Compañía. Consummatus in brevi, explevit tempora multa.
De los 40 mártires, ningún otro fue degollado. Y también, él fue el único que no murió el día 15, sino el 16 de julio de 1570.
10. Bienaventurado Aleixo Delgado (1556 – 1570)
Estudiante novicio. Nació en Elvas, Portugal, en 1556. Era hijo de un pobre ciego de Elvas a quien le había servido de guía largo tiempo.
La Relación dice que él era “de bello ingenio, índole y habilidad”. Tal vez por esto el padre “habiendo enseñado a un pequeño perro para que lo guiase” en su ceguera, entregó a Aleixo “a un hombre honrado de Evora para que le diera algún orden y modo con que estudiar”
Colocado como criado en el Colegio de los Convictores, o pajes del Rey, el pequeño Aleixo fue creciendo en virtud y letras. Este Colegio había sido fundado por el Cardenal Infante Don Enrique y lo había confiado a la Compañía de Jesús. Hablando Aleixo un día con el Padre jesuita Jorge Serrao, Rector del Colegio, “le rogó mucho que lo admitiera en la Compañía”. Le preguntó el Padre para qué quería ser de la Compañía, respondiendo él que lo movía mucho el deseo de ser mártir.
En la visita que el Padre Azevedo hizo al Colegio de Evora, dio satisfacción a su pedido. Tenía entonces 14 años, pero “se mostraba siempre de espíritu mayor a su edad”.
Cantaba bien, y su especialidad era entonar el Catecismo, lo cual hoy no se usa tanto. Hasta los marineros viejos “gozaban mucho al oírlo cantar la doctrina. Y para esto el Padre Azevedo la mandaba siempre cantar por alguno de los Hermanos que lo hacían bien: Aleixo, Francisco Magalhaes y algún otro"
Durante la refriega en la nave Santiago, tres o cuatro fornidos hugonotes “tomaron al Hermano Aleixo, y aunque lo vieron tan pequeño, que no tenía sino 14 para 15 años, le dieron fuertes puñetazos. Y no acabó ahí esa violencia, porque uno de ellos lo golpeó muy fuertemente en la cabeza y el cuello tanto que empezó a echar sangre por las narices y la boca. Y lo lanzaron así, todo ensangrentado, a donde estaban los otros Hermanos, en la bomba achicando el agua. Estos quisieron consolarlo instándolo a tener paciencia y a sufrir por amor a Dios. Entonces él dijo, muy resuelto: “Esto no es nada. ¿Es acaso algo? Omnia possum in eo qui me confortat”.
Tripulantes y pasajeros recordaron más tarde: “Aquel padrecito que nos cantaba la doctrina, cuando lo echaron al mar se fue al fondo, con la cabeza para abajo y los brazos abiertos en cruz”.
11. Bienaventurado Nicolás Dinis
Estudiante novicio. Nació en Tras los Montes, cerca de Braganza, Portugal, en 1553. Fue alumno del Colegio de Braganza como el Hermano Bento de Castro.
Hacía 4 ó 5 años que había comenzado a estudiar latín con la esperanza de que lo dejaran entrar en la Compañía, pero no había manera de que lo atendieran “por ser muy pálido de cara”.
Cuando el Padre Ignacio de Azevedo supo esto, recomendó que lo admitieran en casa hasta que él lo mandara a llamar.
Y así, Nicolás empezó a aprender de todo. Un día “estaba ocupado en amasar el pan” terminando “con una alegría tan extraordinaria” que le preguntaron la causa. Hermano, dijo, ¿cómo no voy a estar alegre si recién Dios me ha revelado que dentro de poco voy a ser mártir?
Esa alegría lo acompañó todo el tiempo que estuvo en Valle del Rosal, donde los misioneros se preparaban para embarcarse hasta el Brasil. Era como una ola que no le cabía en el pecho, y parece que hasta en el andar se manifestaba, en pasos de baile, si nos atenemos a lo que de él dijo un biógrafo.
Como fuera todo esto, lo cierto es que corría la fama de que “tenía mucha gracia en representar”.
Tendría 17 años cuando lo tiraron vivo al mar.
12. Bienaventurado Pedro de Fontoura
Hermano jesuita novicio. Nació en Braga, Portugal.
Casi al mismo momento que el Hermano Brás Ribeiro sufrió él el martirio.
Así dice la Relación: “A otro Hermano, por nombre Pedro de Fontoura, de Braga, que allí estaba también en oración, le saltó uno de los hugonotes no pudiendo sufrir la oración que salía de su boca, y con una daga le hundió la cabeza, y le destrozó la mandíbula. Y con la lengua cortada, él caminaba entre los Hermanos dando muestras y señales de alegría, esperando que le acabasen de dar su perfecta corona”
No tardaron mucho en satisfacer su deseo y ansias de gloria, porque lo arrojaron vivo al mar.
13. Bienaventurado Andrés Gonzalves
Estudiante novicio. Nació en Viana de Alentejo, en el arzobispado de Evora, Portugal.
Y a pesar de haber sido estudiante universitario, no andaba bien con los libros.
De su martirio no se hizo ninguna relación. Tal vez, porque los calvinistas acostumbraban con los de menor edad, arrojarlos vivos al mar, aunque no tuvieran heridas.
14. Bienaventurado Francisco de Magalhaes (1549 – 1570)
Estudiante novicio. Nació en Alcázar de Sal, Portugal, en el año 1549. Fue hijo de Sebastián de Magalhaes y de Isabel Luis. El joven Francisco estudiaba en Evora cuando a los 19 años resolvió dejar todo y entrar en la Compañía, dos días después de la Navidad del año 1568.
La Relación del martirio dice de él: “El Padre Ignacio de Azevedo hacía mucho caso de él y compartía con él el trabajo en el gobierno de los Hermanos, porque le hallaba un especial talento en todo lo relacionado con la administración”.
“Otra de sus cualidades era su excelente voz de tenor. Estando en tierra henchía con ella los montes y los valles, y, embarcado obligaba a las otras naves aproximarse a la Santiago. Apenas comenzaba ese poema Muerto está el buen Jesús, el cual el Hermano cantaba con una voz tan suave que parecía venir del cielo, tan viva y clara, que hasta las naves que iban apartadas la oían y trataban de acercarse. Y en el mar, de noche, aquello era como una nostalgia que venía de otro mundo”
Era tan variado el repertorio que a veces agregaba el arpa, tocada por el Hermano Francisco Pérez Godoy quien también cantaba “en segunda voz”
Y así, a la luz de la luna, con “todas las naves juntas” tocaba otra música muy suave, Recuerde el alma dormida, a tres voces que “los Hermanos Alvaro Méndez, Francisco Pérez Godoy y Francisco de Magalhaes cantaban muy sentidamente” y tanto que “hacía estar estáticos a todos y llorar muchas veces a los Hermanos” y en cuanto al Padre Azevedo “parecía que no estaba en esta vida”.
Y vino el martirio:
El Padre Ignacio de Azevedo, en medio de su comunidad, “estaba lleno de sangre, lleno el rostro, toda la cabeza y también sangre en el pecho; los Hermanos que lo abrazaban todos le sostenían la cabeza y el rostro herido; la imagen de Nuestra señora estaba ensangrentada con su sangre, y la cámara llena de sangre. Los Hermanos lloraban, y especialmente el Hermano Magalhaes sollozaba diciendo: ¿Que va a ser de nosotros sin padre y sin pastor?
Cuando el Padre expiró, “no se cansaban los Hermanos de abrazarlo, especialmente el Hermano Francisco de Magalhaes que estaba lleno su rostro y manos de la sangre del Padre Ignacio. Entonces dijo a los Hermanos: “Quiera el Señor que yo me lave jamás esta sangre del Santo Padre Ignacio, a no ser que la obediencia me lo ordene”.
Y cuando lo lanzaron al mar, el Hermano Magalhaes dijo a los calvinistas: “Hermanos, Dios los perdone por esto que hacen”.
15. Bienaventurado Blas Ribeiro (1545 – 1570)
Hermano jesuita novicio. Nació en Braga, Portugal. Era hombre de 24 años, bien saludables, cuando fue recibido en Oporto para Hermano jesuita.
Debe haber sido de los primeros en sufrir el martirio, pues en uno de los ímpetus de furia de los asaltantes, quienes entraron en el camarote donde se encontraban los Hermanos, los encontraron “de rodillas rezando con las manos en alto frente a sus imágenes”
Inmediatamente “arremetieron contra uno de ellos, que era el Hermano Brás Ribeiro, de Braga. Y con los puños de las espadas le golpearon tan cruelmente la cabeza que le rompieron el cráneo haciéndolo pedazos, de tal manera que derramaron los sesos por el suelo. Y así, muy pronto, entregó su alma bendita a Dios”.
16. Bienaventurado Luis Rodríguez (1554 – 1570)
Estudiante novicio. Nació en la ciudad de Evora, Portugal, en 1554. Era hijo de Diego Rodriguez y de Leonor Fernández. Cursaba el 3er año de Secundaria cuando el 15 de enero de 1570 fue admitido en el Noviciado de su tierra natal, con 16 años de edad.
Del testimonio dado por el sobreviviente Hermano Juan Sánchez consta que “también el Hermano Luis Rodríguez durante la pelea iba muy animado y animando a los Hermanos diciendo en alta voz: “Hermanos, animémonos y ayudémonos del Credo, porque la sangre de Cristo no se ha de perder”.
El nombre del Bienaventurado Luis Rodríguez siempre figuró desde las primeras listas de los Mártires que enviaron los jesuitas, desde la primera fechada en Funchal el 19 de agosto de 1570 hasta la expedida por el Provincial Leao Henriques en 1571. Poco después llegó a Roma el Catálogo oficial de los Padres y Hermanos de la Compañía de Jesús muertos en la Nave Santiago y en ese Catálogo se omitió el nombre del Hermano Luis Rodríguez; hubo también allí otros errores, como poner un segundo Hermano Baena que nunca existió.
Pero de hecho, en todos los manuscritos antiguos, archivados en la Biblioteca de Oporto, en la Nacional de Lisboa, procedentes del Colegio jesuita de Evora, el nombre del Hermano Luis Rodríguez siempre aparece entre los 40 Mártires.
17. Bienaventurado Amaro Vaz (1553 - 1570)
Hermano jesuita novicio. Nació en Oporto, Portugal. Era hijo de Francisco Pires y de María Vaz, del Consejo de Benviver.
A los 16 años, el 1 de noviembre de 1569, en Oporto, el Hermano Amaro Vaz fue admitido como Hermano jesuita.
En la Relación del martirio se escribe señalando que lo atravesaron a puñaladas y que lo tiraron al mar todavía vivo.
18. Bienaventurado Juan Fernández Jorge (1547 – 1570)
Entre los misioneros que salieron de Lisboa en 1570 con el Bienaventurado Ignacio de Azevedo iban 8 jesuitas de apellido Fernández, 3 de los cuales quedaron en la isla de Madeira para seguir en las otras naves. Dos de éstos fueron martirizados en septiembre de 1571 y el tercero, Diego Fernández, fue arrojado vivo al mar con otros dos más, pero él porque sabía nadar consiguió vivir y subir a un barco.
Los otros cinco fueron martirizados el 15 de julio de 1570 y son los Escolares jesuitas: dos de nombre Juan, Manuel, y los dos Hermanos jesuitas, Domingo y Antonio.
Estudiante novicio. Un año después que su homónimo, el 5 de junio de 1569, fue recibido en Coimbra en la Compañía de Jesús este segundo jesuita Juan Fernández. Nació en Braga en 1547 y era hijo de Juan Fernández y de Ana Jorge. Tenía 22 años el día de su ingreso.
Dice la Relación que en la proximidad del martirio “en algunos resplandeció una notable alegría y especialmente en el Hermano Juan Fernández, de Braga; lo cual se le veía en el rostro y en las palabras, porque hablaba tan libre y audazmente a los hugonotes que bien mostraba no temer a la muerte, y más bien parecía provocar a que lo matasen o maltratasen”
Fue arrojado al mar.
19. Bienaventurado Juan Fernández Torres (1551 – 1570)
Este Juan Fernández II era Estudiante jesuita. Había nacido en Lisboa, Portugal. Fue hijo de Andrés Fernández y de Helena Torres. Entró en la Compañía de Jesús en Coimbra el 15 de abril de 1568, a los 17 años de edad.
Y “habiendo sido muy bien probado y dado muy buen ejemplo y satisfacción de sí, hizo los Votos en la Capilla” del Valle del Rosal, dos meses antes de embarcarse al Brasil con el Bienaventurado Padre Ignacio de Azevedo.
Murió a los 19 años de edad.
20. Bienaventurado Manuel Fernández
Estudiante jesuita. Nació en Celorico, Portugal.
Como los anteriores Hermanos Fernández, éste también fue arrojado vivo al mar, pero en circunstancias dignas de particular registro:
“Iba el Hermano Manuel Fernández encima de unas cajas junto al borde de la nave, y como los calvinistas estaban furiosos y muy indignados contra los jesuitas, uno de ellos lo levantó en brazos y, así vivo, lo lanzó al mar, en presencia de todos los otros, sin haber otra causa nueva para ello que el odio interior que le había concebido. Y al pasar el Hermano junto al borde le pareció ser cosa fácil poderlo lanzar abajo”
21. Bienaventurado Domingo Fernández (1551 – 1570)
Hermano jesuita. Nació en Villaviciosa, Portugal. Era hijo de Bento Fernández y de María Cortés. Tenía 16 años cuando fue admitido en el Noviciado de Evora, el 25 de septiembre de 1567. Y a pesar de ello en la Relación se dice de él que era de los “Her4manos antiguos, de muchos años y de mucha virtud”
Cuando arrojaron al mar al Bienaventurado Diego de Andrade “de la misma manera cogieron y dieron de puñaladas al Hermano Domingo Fernández y así, medio vivo y medio muerto, lo lanzaron al mar”
22. Bienaventurado Antonio Fernández (1552 – 1570)
Hermano jesuita novicio. Nació en Montemayor Nuevo, Portugal, en 1552. Su padre era Gaspar Fernández y su madre, María López. Con probable aprendizaje en artes, en Lisboa, fue admitido en la Compañía el 1 de enero de 1570, a los 18 años de edad.
La Relación dice de él: “Era muy buen carpintero, y todo el tiempo que demoraron en Funchal, tanto él, como el Hermano pintor, como los orfebres, estuvieron siempre en el Colegio y dejaron ahí a los Padres algunas obras muy valiosas”
También este Hermano carpintero fue arrojado vivo al mar.
23. Bienaventurado Luis Correia
Estudiante jesuita. Natural de Evora, Portugal.
Todo lo que se sabe de su vida vino anotado en la Relación cuando se escribió que en los últimos momentos del Padre Diego de Andrade, el Hermano Luis Correia, como era el despensero, le quiso dar un “bizcocho” mientras esperaba la muerte tan próxima.
24. Bienaventurado Gonzalo Henríquez
Estudiante jesuita. Diácono. Categóricamente se dice de él: “tenía las órdenes del evangelio”. Nació en Oporto, Portugal.
Se desconocen los pormenores de su muerte, porque los Hermanos no lo vieron morir, ni a él ni a otros tres: a Manuel Rodríguez, Manuel Pacheco y Esteban Zuraire. “Estos cuatro estaban muy metidos entre los que peleaban, y de la misma manera el Hermano Juan de Mayorga que era pintor. Y todos se dieron a conocer como de la Compañía, no solamente por el hábito, sino por las exhortaciones que hacían con mucho fervor. No estuvieron con el Padre Ignacio de Azevedo, ni lo vieron en su muerte. Estos cuatro desaparecieron en la pelea, y porque no los vieron morir ni a sus cuerpos entre los que arrojaron al mar, los Hermanos coligen que heridos por los hugonotes, éstos los arrojarían al mar, o que sin ninguna herida los lanzarían vivos como lo hicieron con el Hermano pintor”
En particular de “Gonzalo Hernríquez, diácono, de Oporto” atestiguan que “siempre anduvo exhortando y animando a todos con grandes gritos y voces, y con gran fervor”.
25. Bienaventurado Simón López
Estudiante jesuita. Nació en Ourem, Portugal.
Probablemente hizo los votos en la Compañía “entre Lisboa y la isla Madeira”, pues era novicio cuando estaba en Oporto.
De hecho debía de ser muy joven y con apariencia de corta edad, por el género de muerte que le dieron los calvinistas: simplemente lo echaron sin herirlo vivo al mar. Así acostumbraban actuar con los de “muy poca edad y que parecían tener de 17 para abajo; los lanzaban vivos al mar sin ninguna herida”.
26. Bienaventurado Alvaro Méndez
Estudiante jesuita. Nació en Elvas, Portugal. Su nombre era Alvaro Borralho, pero los jesuitas lo cambiaron por el de Méndez.
Tenía buena voz y él fue uno de los que cantaba a tres voces, lo que tanto apreciaba el P. Azevedo.
Era una persona delicada de estómago y nunca se acostumbró al movimiento del mar, ni siquiera cuando, de la isla Madeira hasta las Canarias, la nave no se sacudía. Sin ningún alivio ni mejoría alguna “Alvaro estuvo todo el viaje tan enfermo y tan aislado por el mareo que casi siempre estaba en cama”.
El día del ataque calvinista, Alvaro yacía enfermo y mareado en su camarote. Igualmente, el Hermano Gregorio Escribano. Y ambos se levantaron como mejor pudieron. Se colocaron la sotana jesuita y corrieron a juntarse con sus Hermanos. Y con ellos trabajaron en la bomba que achicaba agua del barco.
Después fueron maltratados. A Alvaro le atravesaron el pecho. Y antes de expirar, a los dos, los arrojaron vivos al mar.
27. Bienaventurado Pedro Nunes
Estudiante jesuita. Nació en Fronteira, en el Obispado de Elvas, Portugal.
Se conserva de él sólo una frase muy sobria, pero que inequívocamente revela su envidiable fortaleza de ánimo; especialmente si atendemos las circunstancias en que la dijo, cuando los calvinistas tenían ya cercada la nave Santiago.
Dice la Relación: “Estaba el Hermano Pedro Nunes con otros en una cámara la cual tenía un gran agujero, y entonces dijo: ¡Ojalá quisiera Dios Nuestro Señor que por este agujero viniera una bala de cañón y me quebrara la cabeza por amor de Nuestro Señor!
28. Bienaventurado Manuel Pacheco
Estudiante jesuita. Nació en Ceuta, Africa, pero se consideraba portugués.
Lo vieron audaz e intrépido durante el asalto de los calvinistas. Pero después, nadie lo vio más, ni muerto ni vivo.
29. Bienaventurado Diego Pírez
Estudiante jesuita. Nació en Nisa, en el Obispado de Portoalegre, Portugal.
Cuando estudiaba Filosofía en Evora, dice la Relación de su martirio, “parece que no lo ayudaba mucho su ingenio poco dado a las sutilezas”.
“Un día faltó a clases y fue castigado y él fue a decir al Maestro que la causa de su ausencia había sido por ir al Monasterio de Valverde, distante a una legua y media de Evora, a tratar con el Guardián su entrada a los Capuchinos de la Piedad. Le respondió el Maestro que sentía no haber tendido conocimiento de esas santas intenciones, y de camino le engrandeció la excelente elección que habían hecho algunos estudiantes de esa Universidad de ser recibidos por el Padre Ignacio de Azevedo para el Brasil. Entonces Diego Pires comenzó también a inclinarse para ese mismo viaje. Pidió entrar en la Compañía de Jesús y fue aceptado”
“En la mañana del martirio fue señalado uno de los once jesuitas que fueron escogidos para animar a los que peleaban en la nave.
Y en medio de la pelea, poco después que cayera herido el Padre Ignacio de Azevedo, el Hermano Diego Pires, salió a la cubierta, protestando la fe católica y de la verdadera Iglesia Romana, vestido con la sotana de la Compañía. Uno de los calvinistas se enojó mucho y lo siguió de una parte a otra. Y con una lanza le dio un lanzazo que lo atravesó de parte a parte. Allí cayó muerto sin poder decir una sola palabra.
Y después, arrojaron su cuerpo al mar.
Contando después el Maestro a sus discípulos, en la Universidad de Evora, “su afortunada muerte, les dijo que hicieran de él buenos recuerdos y que guardaran respeto al lugar donde él se sentaba en las clases”. Y tanto fue ese respeto que nadie se atrevió jamás a sentarse en el puesto de Diego Pírez.
30. Bienaventurado Manuel Rodríguez
Estudiante jesuita. Nació en Alcochete, Portugal.
Esa tierra de Alcochete era la tierra del “santo Padre Cruz” donde se le tenía gran devoción. Tal vez por eso el Bienaventurado Rodríguez usaba también como su apellido el de Rodríguez de la Cruz. Los dos pertenecían a la Compañía, pero no se sabe si eran parientes.
Nada se sabe de su martirio, a no ser que lo sufrió.
31. Bienaventurado Antonio Soares (1543 – 1570)
Estudiante jesuita. Nació en Portugal, en 1543. Hijo de Vicente Gonzalves y de Leonor de Soares, este jesuita era natural de Trancoso
Entró en la Compañía el 5 de junio de 1565 y terminó su noviciado en Evora. Al principio los Superiores lo habían destinado a ayudar en los trabajos domésticos, pero el Padre Ignacio de Azevedo, notando en él dotes y capacidad para más, ordenó que estudiara y se preparara para el sacerdocio.
Todo pudo ser distinto, pero “el Hermano Antonio Soares, soto ministro, también fue herido con puñaladas y después lo lanzaron al mar; así lo hacían con los grandes que parecían sacerdotes”.
32. Bienaventurado Juan "adauctus", candidato
Era natural de un lugar ubicado entre los ríos Duero y Miño, en el norte de Portugal.
De apellido San Juan, era sobrino del capitán de la nave Santiago en la cual viajaban a la Misión del Brasil el Padre Ignacio de Acevedo y compañeros. En la navegación se hizo amigo de los Hermanos y, con sencillez, pidió al Padre Provincial ser admitido en la Compañía. El Padre Ignacio no se apresuró en dar una respuesta. Indicó que podría ser admitido en Brasil, si perseveraba en su propósito.
Cuando los calvinistas excluyeron del martirio el Hermano Juan Sánchez por tener el oficio de cocinero, el joven Juan San Juan vio llegada su hora. Echó mano de una sotana que vio en el suelo, despojo de un mártir, se la vistió y se asoció al grupo que quedaba en cubierta.
Y “al ser tenido por jesuita, con ellos fue lanzado al mar, en odio a la Fe”.
La Relación dice: Es cierto que los herejes cuando quitaron a los Hermanos desde la bomba para achicar el agua, también tomaron a dos muchachos que no eran de la Compañía creyendo que eran religiosos. Fue cosa espantosa ver dos muertes tan diferentes, una de la otra. Pues uno aceptó que lo lanzasen al mar para ser de la Compañía, y el otro, por más que dio gritos y alaridos proclamando que no era religioso no le creyeron. Este último era un muchacho, de los pasajeros; y el otro... ya sabemos quién fue. Y así con mucha razón lo debemos tener por nuestro Hermano y agregarlo a la lista de ellos.”
De esta manera, termina la Relación, es “cosa de dar gracias a Dios porque la Divina Providencia quiso que el número de 40 no quedara disminuido y en lugar de Juan Sánchez entrara éste que se agregaba”
Los españoles
Doce jesuitas españoles dieron sus nombres para la expedición misionera al Brasil del Padre Ignacio de Azevedo. Pero solamente nueve se embarcaron en la isla Madeira en la nave Santiago; los otros tres quedaron en Funchal para ir en otras naves.
Uno de los jesuitas españoles, de la nave Santiago, el Hermano Juan Sánchez, no murió mártir. De él, igualmente, sin ser Bienaventurado escribiremos algo de su vida, porque fue el mejor testigo de vista en los Procesos.
33. Bienaventurado Alonso de Baena (1530 – 1570)
Hermano jesuita. Nació en Villatobas, en la diócesis de Toledo, España. A los 30 años pasó al Portugal y allí entró en 1566 en la Compañía. Tenía el oficio de orfebre en plata y oro, pero en la Compañía no ejerció ese oficio.
Estaba en el Colegio de Oporto el 6 de enero de 1570, y trabajaba en la huerta, cuando fue alistado para la expedición del Brasil. Viajó con el Padre Ignacio de Acevedo, pero en barco diferente. En la isla Madeira pidió con fervor sustituir a alguno de los que pedían cambiar de embarcación, y así pudo formar parte del grupo de los jesuitas que salieron el 30 de junio de 1570 hacia las islas Canarias.
La Relación dice que el Hermano Baena fue de los escogidos para animar a los combatientes y que juntamente con el Padre Diego de Andrade, y los Hermanos Andrés Gonzalves, Antonio Soares sirvieron igualmente de enfermeros a los heridos.
34. Bienaventurado Gregorio Escrivano
Hermano jesuita. Nació en Logroño, España La Relación dice que “siempre fue un hombre muy enfermo del estómago, y desde que moraba en tierra estuvo mal, y de mareos, los cuales le acrecentaban mucho su mal. Con todo él era el que llevaba el mayor peso en el trabajo de la cocina, y no había quién lograra cansarlo en el trabajo”.
Hacía días que el Padre Azevedo “lo había dejado estar en cama” Y una vez que el Padre Azevedo le daba “de comer y el Hermano vomitara todo”, le dijo: “Hermano, no tiene usted por qué morir antes que lo maten por amor de Dios”.
Y así, el día del ataque calvinista, el Hermano Gregorio también estaba enfermo, postrado en cama, “muy enfermo y como tullido. Cuando vio que los otros Hermanos eran tan maltratados, y que a unos mataban, a otros lanzaban al mar, él se levantó de la cama, y sin zapatos y sin birrete, vistió la sotana, y corrió para estar con sus Hermanos y no perder su corona de martirio.
Herido de mala manera fue arrojado al mar.
35. Bienaventurado Juan de Mayorga (1533 – 1570)
Hermano jesuita. Nació en San Juan de Pie del Puerto, hoy Francia, entonces España, en 1533. Vivió varios años en la capital del Reino de Aragón y fue admitido en la Compañía en 1568, a los 35 años de edad.
Con fama de “excelente pintor” dejó “algunos cuadros” en Zaragoza, y como jesuita siempre trabajó en su profesión. Aún en el mar, durante su viaje.
Al llegar a España el Padre Ignacio de Azevedo, nombrado Provincial del Brasil por el San Francisco de Borja, con la misión de reclutar jesuitas en las Provincias de España y Portugal, se le dio como compañero, en Zaragoza, en 1570, al Hermano Juan de Mayorga, navarro, de casi 38 años de edad. Y como pintor se pensó que podría adornar con sagradas imágenes los templos de las nuevas reducciones en las Indias.
Viajó al Brasil con la expedición del Padre Ignacio de Azevedo, pero en barco diferente. En la isla Madeira pidió con fervor sustituir a alguno de los que pedían cambiar de embarcación, y así pudo formar parte del grupo de los jesuitas que salían el 30 de junio de 1570 hacia las islas Canarias.
En el día del martirio, “habiendo entrado los calvinistas por el castillo de proa, el Hermano Juan de Mayorga anduvo metido entre ellos exhortando y animando a los nuestros. Y como en todo el tiempo de la pelea, nunca dejase de exhortar, como le había encargado la obediencia, con su sotana, birrete y barba bien rapada mostraba claramente ser de la Compañía de Jesús. Pero no tenía armas sino únicamente las de la Palabra de Dios y de la Fe Católica”.
Al fin lo atacaron cinco calvinistas. Lo hirieron de mala manera en el pecho y en la espalda. Cayó moribundo al pie de una copia que él mismo había pintado del cuadro de la Virgen de Santa María la Mayor. Lo arrojaron vivo al mar.
36. Bienaventurado Fernando Sánchez
Estudiante jesuita. Nació en Castilla la Vieja, España. Estudiaba como jesuita en Salamanca cuando ahí se encontró con el Provincial del Brasil y se entusiasmó para ir a esa tan necesitada Misión.
Dice la Relación: “Muy mal herido” lo arrojaron al mar.
37. Bienaventurado Francisco Pérez Godoy (1540 – 1570)
Estudiante novicio. Nació en Torrijos, perteneciente al Arzobispado de Toledo, España. Era hijo de Juan Pérez Godoy y de Catalina del Campo. Era pariente cercano de Santa Teresa de Jesús. En Torrijos residía una rama de los Sánchez de Cepeda, familiares de don Alonso, padre de santa Teresa.
Era Bachiller en Cánones por la Universidad de Salamanca. “Sabía música y tocar arpa y otros instrumentos”. Tenía un soberbio bigote del que mucho presumía.
Hizo los Ejercicios Espirituales y descubrió que estaba disponible para todo, menos para cortarse el bigote. Heroicamente decidido, con un sacrificio enorme, se cortó la mitad.
Fue admitido al Noviciado de la Compañía, en Medina del Campo. Su Maestro de novicios fue el célebre P. Baltasar Alvarez. Éste muy pronto lo apreció por “su rara virtud”.
Y sin embargo, el Maestro constató que el novicio carecía de visión en el ojo izquierdo, impedimento para seguir en la Compañía. Preguntado si era así, el novicio confesó ser verdad y que había encubierto el defecto, temeroso de no ser admitido en la Compañía. El Padre Maestro pensó entonces que efectivamente el novicio iba a ser despedido por los Superiores.
Estaba en ese discernimiento cuando llegó el P. Ignacio de Azevedo a Medina del Campo. Él estaba nombrado Provincial del Brasil, con licencia para reclutar misioneros, y para dispensar de impedimentos. Informado el P. Azevedo, conversó con el novicio y lo aceptó como voluntario para la Misión del Brasil.
“Entre nosotros, dice la Relación, el Hermano Francisco siendo tan noble se acomoda mucho, y mantiene siempre excelente conversación, cantando y platicando, siempre alegre y muy querido, no sólo por los Hermanos, sino también por el Padre Ignacio”.
“En el día del martirio, Francisco se distinguió alentando a sus compañeros jesuitas. Con mucho fervor les repetía unas palabras que había oído al Padre Baltasar Alvarez: Hermanos, no olvidemos que somos hijos de Dios”. Tenía 30 años de edad.
Ese mismo día del martirio, el 15 de julio de 1570, víspera de Nuestra Señora del Carmen, “la Virgen marinera” hubo fiesta en el Carmelo de Toledo y asistió Santa Teresa. Después, en su celda, en contemplación, “conoció la muerte de los cuarenta Padres y Hermanos de la Compañía de Jesús que iban al Brasil y los mataron los hugonotes. Iba entre ellos un deudo de la Santa Madre. Luego que los mataron, dijo el P. Baltasar Alvarez, su confesor, que los había visto con coronas de mártires en el cielo. Después vino la noticia a España del martirio y dichosa muerte de estos religiosos.”
38. Bienaventurado Esteban de Zudaire (1551-1570)
Hermano jesuita. Nació en el pueblo de Zudaire (en el valle navarro de Amezkoa), en España. A los 19 años ingresó en la Compañía de Jesús en calidad de Hermano jesuita. Era estimado por su inocencia y sencillez.
Al llegar el Padre Ignacio de Azevedo en busca de voluntarios para el Brasil, Esteban desempeñaba el oficio de sastre en el Colegio de Plasencia, en Cáceres. Se incorporó a la expedición de misioneros.
En el momento del martirio se adelantó hacia los corsarios con un crucifijo en las manos. Una daga le atravesó el corazón. Lo echaron al mar. Bañado en sangre y zarandeado por las olas entonó el Te Deum.
Era éste un martirio presentido desde el mismo momento de partir desde Plasencia. Habiéndole preguntado el P. Azevedo si marchaba contento, Esteban le respondió: “Voy contento, muy contento. Voy a ser mártir”.
Y el Padre José de Acosta, que era su confesor, le preguntó ante la seguridad con que veía su martirio: ¿Cómo sabe Ud. que va a ser mártir? Y Esteban, con la sencillez que lo caracterizaba, respondió: “El Señor me lo ha revelado en los últimos Ejercicios.”
Esteban es uno de los cuatro Mártires que los otros de la nave no vieron cómo los mataron.
Beatificado por Pío IX el día 12 de agosto de 1854, junto a los 39 jesuitas martirizados, el obispo de Pamplona, Monseñor Uriz y Labayru, consiguió en Roma que se aprobase su Oficio y Fiesta, la que se celebra en la diócesis de Pamplona el 30 de agosto.
39. Bienaventurado Juan de San Martín (1550 – 1570)
Estudiante novicio. Nació en Juncos, entre Toledo e Illescas, España. Era hijo de Francisco de San Martín y de Catalina Rodríguez. Estudió en la Universidad de Alcalá, pero entró en la Compañía de Jesús en Portugal, en el Noviciado de Evora, el 8 de febrero de 1570, a los 20 años de edad.
También él fue uno de los escogidos por el Bienaventurado Ignacio de Azevedo para animar a los que defendían la nave Santiago.
De su muerte solamente se sabe que él, como tantos otros, fue arrojado vivo al mar.
40. Bienaventurado Juan de Zafra
Hermano jesuita novicio. Nació en Jerez de Badajoz Toledo, España. Fue hijo de Juan Páez y de Isabel Rodríguez. Entró en la Compañía el 8 de febrero de 1570 en Portugal, en el Noviciado de Evora.
Sobre su muerte, el cronista sólo anotó: “al mar, vivo”
Hermano Juan Sánchez
Para cumplir la sentencia de Jacques de Soria, de que “todos los Hermanos fueran ahogados, los lanzaron al mar, menos al Hermano Juan Sánchez, mozo pequeño, que escapó por especial providencia divina, para después contar como testigo de vista todas las cosas”.
Era ayudante del cocinero, y fue éste quien lo salvó. Pero cuando él se juntó con los Hermanos, el cocinero dijo: Déjenlo tranquilo, porque es cocinero; muchacho, vete a la cocina.
Después que se acabó la crueldad con los mártires, todos los pasajeros y marineros vieron al Hermano Juan Sánchez llorando desconsoladamente, porque los había visto caer al mar. Ese mar había estado sereno, trasparente y casi sin olas. Por esto los había visto ir hasta el fondo, muy abajo: a los pequeños que no sabían nadar y a los malheridos.
En un mar de confidencias, un bretón le dijo que mientras lanzaban al mar a los Padres y Hermanos, él también había visto todo desde su nave, y que algunos pasaron junto a ella con las manos levantadas. Y que el capitán no había dejado que se ayudara a nadie.
Algunos hugonotes le dijeron: Ciertamente creemos que este Jacques de Soria se va a ir al infierno por tanta crueldad.
No faltaron tormentas durante los cinco meses que la Santiago anduvo tras otras naves, buscando presas, por las costas de Portugal, Algarve y Galicia.
En fin, al llegar a La Rochelle, la Santiago se partió y luego se hundió. Y así, en Francia, el Hermano Sánchez huyó de Soria y trabajó descalzo, sin camisa, sin sombrero, cubierto sólo con un paño, hasta que alcanzó licencia, junto con doce marineros portugueses para ir a sus tierras.
El Hermano padeció mucho en ese viaje. Iba a pie, descalzo, con grandes fríos y nieve. Y al llegar a España, fue derecho al Colegio de Oñate, en el país vasco. Allí los Padres, espantados, no podían creer lo que oían, y estaban viendo, en la persona del Hermano. Mucho habían rezado por el P. Azevedo y esos compañeros que él había recogido en esa tierra.
De allí pasó el Hermano Juan Sánchez, de Colegio en Colegio, por buena parte de España, hasta poder llegar al Portugal, al Colegio de Evora. De inmediato fue llamado a Lisboa por el Padre Provincial donde con la ayuda del Padre Gaspar Serpe y un notario pudo escribir su Información.
De esta “Relación” o Información se hicieron muchas copias. En 1574 el antiguo Hermano Juan Sánchez estudiaba en el Colegio de Lisboa en la tercera clase. Años después, su nombre figura entre los egresados.
San Félix de Tibiuca
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San Félix de Tibiuca, obispo y mártir
En Cartago, en la vía llamada de los Escilitanos, en la basílica de Fausto, inhumación de san Félix, obispo de Tibiuca y mártir, que ante la orden del procurador Magniliano de que se arrojasen al fuego los libros de la Biblia, respondió que prefería ser abrasado él antes que quemar las Sagradas Escrituras, y por esta respuesta el procurador Anulino le atravesó con la espada.
A los comienzos de la persecución de Diocleciano, muchos cristianos entregaron a los perseguidores los libros sagrados para que los quemasen. Algunos trataron de disculpar su proceder o disminuir su culpabilidad, como si las circunstancias pudiesen justificar la cooperación en una acción impía o sacrílega. Félix, obispo de Africa proconsular, lejos de seguir el mal ejemplo de tantos otros cristianos, se sintió más bien espoleado a adoptar una conducta vigorosa y vigilante. El magistrado de Tibiuca, Magniliano, le ordenó que entregase todos los libros y escritos sagrados para quemarlos. El mártir replicó que estaba obligado a obedecer a Dios antes que a los hombres, y entonces Magniliano le envió al procónsul de Cartago.
Según cuenta el relato del martirio, el procónsul, enfurecido por la valiente confesión del santo, le cargó de cadenas y le encerró en una horrible mazmorra. Nueve días después, le envió en un navío a Italia para que le juzgase Maximino. La travesía duró cuatro días; el obispo fue encerrado en la cala del barco con los caballos y no probó alimento ni bebida. Los cristianos de Agrigento, de Sicilia y de todas las ciudades por donde pasó el santo, le acogieron jubilosamente. En Venosa de la Apulia, el prefecto mandó quitarle los grillos y le preguntó si realmente poseía libros sagrados y por qué razón se rehusaba a entregarlos. Félix replicó que no podía negar que poseyese libros sagrados, pero que jamás los entregaría. Sin más averiguaciones, el prefecto le mandó decapitar. En el sitio de la ejecución san Félix dio gracias a Dios por su bondad y, en seguida, tendió la cabeza al verdugo rara ofrecerse en sacrificio a Aquél que vive por los siglos de los siglos. Tenía entonces cincuenta y seis años. Fue una de las primeras víctimas de la persecución de Diocleciano.
La leyenda de la deportación de San Félix a Italia y su martirio en ese país es una invención del hagiógrafo, quien quería hacer de él un santo italiano. Pero está fuera de duda que san Félix fue martirizado por el procónsul de Cartago. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la famosa «basílica Fausti» de dicha ciudad.
El P. Delehaye publicó un notable estudio sobre el relato del martirio de San Félix, en Analecta Bollandiana, vol. XXIX (1921), pp. 241-276. Publicó los textos más representativos de los dos principales grupos e hizo una reconstrucción admirable del documento primitivo en el que se basan fundamentalmente las dos familias de textos.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
San Atanasio Nápoles
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San Atanasio de Nápoles, obispo y confesor
En Nápoles, ciudad de la Campania, san Atanasio, obispo, quien, después de haber sufrido mucho por las insidias de su impío sobrino Sergio, fue expulsado de su sede episcopal y, sumido en las tribulaciones, voló al cielo en Véroli, país de los hérnicos.
Atanasio fue elegido obispo de Nápoles hacia el año 850, antes de cumplir los veinte años. Era nativo de la misma ciudad, en la que su padre había sido «Dux». Atanasio se preocupó del progreso moral y material de Nápoles: reparó o reconstruyó los edificios destruidos por los sarracenos, edificó un hospital para peregrinos y ancianos, y organizó el rescate de los cristianos capturados por los mahometanos. El año 863, tomó parte en el Concilio de Letrán, que había sido reunido por el papa san Nicolás I; dicho Concilio declaró a san Ignacio patriarca legítimo de Constantinopla. Después de ayudar en esa forma al Padre de la Cristiandad a reivindicar los derechos de un obispo oprimido por el poder civil, San Atanasio fue víctima de una presión semejante.
El ducado de Nápoles había caído en manos de Sergio II, tirano, turbulento y ambicioso cuya vida privada era tan poco escrupulosa como su política. Sergio consideraba a san Atanasio como un enemigo, tanto más cuanto que éste era tío suyo y tenía, por consiguiente, derecho oficial y personal a reprender a su sobrino. El santo cumplió con su deber y reprochó a su sobrino ciertos tratos simoníacos y otros desórdenes. Entonces Sergio, instigado por su esposa, encarceló a Atanasio en Sorrento. La indignación del pueblo de Nápoles le obligó a ponerle en libertad; pero siguió molestando al obispo y obstaculizando su trabajo en todas las formas posibles, de suerte que, el año 871, san Atanasio salió de Nápoles y fue a instalarse en la isla del Salvador, cerca de la costa.
Sergio le prometió entonces la paz y la libertad total, con tal de que renunciase a su sede. Como Atanasio se negase a ello, el tirano envió a un destacamento a traerle por la fuerza. Pero el emperador Luis II intervino y ordenó al duque de Amalfi que pusiese a salvo al santo obispo en Benevento. La venganza de Sergio consistió en apoderarse del tesoro episcopal en Nápoles y atacar violentamente a los partidarios de su tío, de suerte que el papa acabó por excomulgarle. Por su parte, el emperador decidió tomar por su cuenta la causa del obispo y estaba ya a punto de restablecerle por la fuerza en su sede, cuando la muerte sorprendió al santo en Véroli, cerca de Monte Cassino, el 15 de julio de 872.
En Acta Sanctorum, julio, vol. V, se hallan la mayoría de los documentos de importancia. E. Gaspar, en su monografía sobre las falsificaciones llevadas a cabo por Pedro, el diácono de Monte Cassino, afirma que la biografía más extensa de San Atanasio (Biblioteca Hagiográfica Latina, 736) es una de ellas; pero tal opinión parece infundada: cf. Analecta Bollandiana, vol. XXIX (1910), p. 169.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
San José de Tesalónica
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San José de Tesalónica, obispo y mártir
En Tesalia, tránsito de san José, obispo de Tesalónica, hermano de san Teodoro Studita, que durante su vida de monje compuso numerosos himnos y, promovido después al episcopado, pronto tuvo que sufrir muchas y ásperas dificultades por defender la disciplina eclesiástica y el culto de las sagradas imágenes, tras lo cual fue relegado al exilio en Tesalia, donde murió de hambre.
José nace en Constantinopla en una familia muy cristiana y en la que un tío materno, san Platón, abad, daba un ejemplo admirable de santidad. Movidos por este ejemplo los miembros de la familia profesaron la vida religiosa: su madre y su hermana se hicieron monjas en Constantinopla y él mismo con sus hermanos y su padre se retiró a sus tierras de Sacudion donde fundaron un monasterio. La familia hubo de correr la suerte de Platón. Cuando éste se enfrentó al emperador Constantino VI a cuentas de su matrimonio adulterino, el monasterio de Sacudion fue cerrado y los monjes tuvieron que dispersarse. Volvieron en 797, pero los ataques árabes hicieron al lugar tan inseguro que los monjes se trasladaron al monasterio de San Juan Bautista de Constantinopla, conocido como Studion, y a sus monjes como estuditas. Superior de este monasterio fue san Teodoro Studita, hermano de nuestro santo.
El año 806 José fue designado obispo de Tesalónica y tres años más tarde tuvo problemas con el nuevo patriarca de Constantinopla,san Nicéforo, cuya designación consideró ilegal porque el designado no estaba todavía ordenado. Y como, además, su hermano y él se negaron a la comunión litúrgica con el sacerdote que había bendecido el citado matrimonio de Constantino VI, san Nicéforo convocó un concilio en el que fueron ellos, san Platón y otros monjes, primero llevados a prisión y luego desterrados a las islas de los Príncipes en el mar de Mármara. Desposeído de su sede, se le nombró un sucesor. Dejado libre, volvió a estar desterrado entre el año 815 y el 821 a causa de su negativa a aceptar la doctrina iconoclasta a la que se opuso con toda firmeza. Relegado a Tesalia, vino a morir de hambre el 15 de julio del 832 y es tenido por mártir. Se conservan de él himnos y homilías.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
Beato Ignacio de Acevedo
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Beatos Ignacio de Acevedo y treinta y ocho compañeros, religiosos mártires
Pasión de los mártires beatos Ignacio de Acevedo, presbítero, y treinta y ocho compañeros religiosos de la Orden de la Compañía de Jesús, que cuando se dirigían a las misiones del Brasil en una nave llamada «San Jacobo», fueron asaltados por piratas y, en odio a la religión católica, traspasados todos ellos con espadas y lanzas. Sus nombres son: Diego de Andrade, presbítero; Gonzalo Henriques, diácono; Antonio Soares, Benito de Castro, Juan Fernandes, Manuel Álvares, Francisco Álvares, Juan de Mayorga, Esteban de Zudaire, Alfonso de Baena, Domingo Fernandes, otro Juan Fernandes, Alejo Delgado, Luis Correia, Manuel Rodrigues, Simón Lopes, Manuel Fernandes, Álvaro Mendes, Pedro Nunes, Luis Rodrigues, Francisco de Magalhaes, Nicolás Dinis, Gaspar Álvares, Blas Ribeiro, Antonio Fernandes, Manuel Pacheco, Pedro de Fontoura, Andrés Gonçalves, Mauro Vaz, Diego Pires, Marco Caldeira, Antonio Correia, Fernando Sánchez, Gregorio Escribano, Francisco Pérez Godoy, Juan de Zafra, Juan de San Martín, religiosos, y Juan, que se unió a ellos.
Tanto el padre como la madre del beato Ignacio Acevedo, pertenecían a familias ricas y nobles. Ignacio nació en Oporto, Portugal, en 1528 y, a los veinte años, entró en la Compañía de Jesús. Fue un excelente novicio, pero las severas mortificaciones que practicaba le hicieron enflaquecer tanto, que el P. Simón Rodríguez, provincial de Portugal, le reprendió por ello. Ignacio fue nombrado rector del colegio de San Antonio, en Lisboa, a los veinticinco años de edad. En el desempeño de ese cargo, no se limitó al cumplimiento estricto de su deber, sino que emprendió numerosas obras de beneficencia. Se cuenta que en una ocasión asistió personalmente a tres enfermos que padecían de un mal tan repugnante, que los enfermeros del hospital no se atrevían a acercarse a ellos; la caridad de Ignacio convirtió a los tres desdichados. Tras de ejercer durante un breve período el cargo de viceprovincial en Portugal, el P. Acevedo volvió a su puesto de rector del colegio de San Antonio. Diez años después, fue nombrado rector del colegio de Braga, que había fundado el célebre dominico Bartolomé Fernández.
Un estudiante japonés del colegio de Lisboa había encendido en el corazón de Ignacio el deseo de predicar el Evangelio a los paganos. Finalmente, en 1566, fue enviado como visitador al Brasil para estudiar el estado de las misiones jesuíticas en dicho país. La tarea duró dos años. Aunque los primeros misioneros habían llegado al Brasil apenas diecisiete años antes, se hallaban ya establecidos en varias aldeas de indígenas salvajes. A su vuelta a Roma, el P. Acevedo aconsejó a san Francisco de Borja que enviase más misioneros. Este le nombró entonces superior de la próxima expedición y le ordenó que escogiese a los hombres más capaces en las provincias de España y Portugal. La expedición partió el 5 de junio de 1570. El superior y cuarenta y dos o cuarenta y nueve misioneros se embarcaron en un navío mercante llamado «San Jacobo»; el resto de los misioneros viajaron en un barco de guerra, al mando de Don Luis de Vasconcelos, gobernador del Brasil.
Las dos naves se reunieron en Madeira donde Don Luis decidió aguardar hasta que soplasen vientos favorables, pero el capitán de «San Jacobo» quería proseguir hasta las islas Canarias. Esto puso al P. Acevedo en un dilema: por una parte, en los barcos de guerra no había sitio suficiente para todos los misioneros; por la otra, el superior no quería separarse de sus súbditos, pues los mares estaban infestados de piratas. Finalmente, determinó proseguir el viaje en «San Jacobo». Pero, a lo que parece, presentía lo que iba a suceder, ya que antes de partir de Madeira pronunció una conmovedora alocución sobre la gloria del martirio y previno a los misioneros del peligro en que se hallaban. A unos cuantos kilómetros del puerto de destino, «San Jacobo» fue interceptado por una fragata cuyo capitán era Jacques Soury. Se trataba de un implacable hugonote francés, que había partido de La Rochelle expresamente para impedir que los misioneros jesuitas llegasen al Brasil. «San Jacobo» se defendió valientemente, y los misioneros colaboraron cuanto pudieron en la defensa, aunque naturalmente no participaron en el derramamiento de sangre. Pero, cuando el capitán fue herido de muerte, «San Jacobo» tuvo que rendirse. Jacques Soury manifestó su odio al catolicismo, condenando a muerte a los misioneros y perdonando al resto de la tripulación. El beato Ignacio y sus treinta y ocho compañeros afrontaron el martirio con heroísmo y fueron brutalmente asesinados a sangre fría, y al día siguiente todavía fue asesinado uno más, el último del grupo, el beato Simón da Costa. El P. Acevedo fue arrojado al mar con una imagen de Nuestra Señora, que le había regalado san Pío V. Nueve de los mártires eran españoles y el resto portugueses. Varios personajes de la época tuvieron revelaciones acerca del martirio de los misioneros; los principales de entre ellos fueron Don Jerónimo, hermano del P. Acevedo, que se hallaba en la India, y santa Teresa de Jesús, que era pariente del beato Francisco Godoy, uno de los mártires. La beatificación de los misioneros tuvo lugar en 1854.
Existen dos relatos de tipo popular: el del P. Cordara, en italiano, y el del P. Beauvais, en francés (1854). Ver también Astráin, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, vol. II, p. 244; Brodrick, The Progress of the Jesuits (1946), pp. 220-230.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Balduino de Marsi
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Era hijo de Berardo, conde los Marsi, y hermano de Reinaldo, abad del monasterio de Monte Casino. Más tarde el Papa Inocencio II lo nombró cardenal en 1138. Balduino prefirió ser un monje cisterciense. Y tuvo la suerte de estar bajo dirección del propio san Bernardo de Claraval. Apenas se ordenó de sacerdote, lo enviaron a un monasterio en el que encontró muchas dificultades. Pero detrás tenía a Bernardo para orientarlo y ayudarle en todo lo que necesitaba. Murió joven en el año 1140, y está enterrado en la catedral de Rieti, Italia. En seguida empezó el culto a san Balduino. La gente admiraba en él su santidad, la riqueza de gracias con que Dios lo había adornado, los milagros que hacía en su nombre para la mayor gloria de Dios.
De hecho, sus reliquias se conservan en al altar de la Capilla "de las Gracias". Todo el rico mundo interior de Balduino tenía la fuente milagrosa de la unión con Dios, de su oración continuada. El trabajo era para él oración, y ésta es el mejor medio para avanzar por la senda a la que Dios llama a todo ser humano que quiere ser más él mismo. La abadía que rigió durante años, es todo un testimonio de cómo viviendo la oración, llevando una vida austera y entregándose con amor a los hermanos, todo resulta fácil. Por eso, Balduino, siguiendo este tipo de vida, escaló la santidad.
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