8. La tarta de Viena
El mejor de mis amigos me contaba el otro día -con la cara rebosante de satisfacción y casi cayéndosele la baba- la sorpresa que se había llevado cuando llegó a su casa, perfectamente embalada, una tarta que venía nada menos que de Viena.
¿Era un santo? ¿Era alguna fiesta especial? No, era simplemente que uno de sus hijos, el menor, que pasaba sus vacaciones por Centroeuropa, se encontró, en un restaurante, con que, de postre, le sirvieron una tarta riquísima que le hizo pensar: « ¡Lo que a mi padre le gustaría esta tarta! »
Y, sin dudarlo un momento, le preguntó al maitre si una tarta corno ésa podría enviarse a España. Le dijeron que sí, y ese dulce voló hacia España, aunque costó diez veces más el envío que la misma tarta. Pero el precio valió sobradamente la pena, porque para su padre el gesto y el detalle de¡ muchacho significó más de diez años de amor.
Y le hizo pensar algo que ya sabía, pero que no siempre recordarnos: que vale la pena hacer todos los esfuerzos del mundo por los hijos cuando éstos tienen un corazón mínimamente caliente. Mi amigo, es claro, no hizo lo que hizo por sus hijos para cosechar un agradecimiento, pero se sentía muy a gusto recibiéndolo.
Y ahora soy yo quien se pregunta: ¿Por qué nos gusta tanto el agradecimiento?
Tiene que ser forzosamente por dos razones: porque todo corazón necesita recibir amor por amor y porque ese agradecimiento, por desgracia, no es demasiado frecuente en este mundo.
El mismo Cristo lo comprobó con dolor: de los diez leprosos que había curado en una ocasión, sólo uno volvió para darle las gracias.
Por eso pienso que es bastante peligroso trabajar o amar «para» recibir algo a cambio. Hay que trabajar o amar «porque» se debe trabajar o amar, pero no porque nos lo vayan a agradecer. Y no amargarnos cuando nadie nos lo agradece.
¡Pero qué bonito es que ese agradecimiento funcione! ¿Cuánto más y mejor amarían los hombres si pudieran «tocar» el fruto de su amor! Pero me temo que las personas -y mucho más las empresas y las instituciones- no hayan aprendido esa primera asignatura del amor que es el agradecimiento.
Por eso uno ve por el mundo docenas y centenares de personas que, después de dejarse la piel por tal empresa o tal institución (por la misma Iglesia, a veces) no reciben mayor respuesta que el olvido, cuando tan poco costarían cuatro detalles agradecidos para llenar el corazón de los que nos amaron o sirvieron.
Porque muchas veces se trata sólo de detalles. Yo he comentado con frecuencia en esta página que, en la mayoría de las ocasiones, no aspiramos a grandes respuestas a nuestro trabajo, sino a una palabra inteligente, a un diminuto detalle que nos llega -mejor entonces- sin que lo esperemos, sin que haya que esperar a nuestro santo o a una fiesta especial.
La pequeña llave del detalle abre más corazones de lo que imaginarnos. Y hay personas que parece que, ya por nacimiento, nacieron detallistas, mientras otras saben tal vez amar, pero carecen de esa finura para el detalle que tanto valdría siendo tan pequeño.
Tenía razón Bernanos al escribir que «las cosas pequeñas que nada parecen son las que dan la paz. Al igual que las florecillas campestres, que se las cree sin olor, pero que todas juntas embriagan. Sí, la plegaría de las cosas pequeñas es inocente. En cada cosa pequeña hay un ángel».
Cierto: las más de las veces no tenemos nada importante para agradecer lo que han hecho por nosotros. ¿Cómo podría un humano agradecer a Dios la maravilla de la vida? Nadie espera que nuestro agradecimiento alcance el tamaño del don. Pero resulta que tanto Dios corno los hombres no esperan grandes respuestas a los grandes regalos, sino ese diminuto detalle que levanta un poco el velo de la realidad y nos hace ver el amor que hay al fondo.
Y lo grande de los detalles es que en ellos no cuenta el valor monetario de los mismos. Cuenta Hebbel con ironía la historia de aquel hombre que, estando hundiéndose en el mar, recibió la ayuda de un desconocido que le tiró una tabla a la que pudo agarrarse y salvar así su vida.
Y añade que el salido de las aguas se dirigió a su salvador y le preguntó cuánto costaba la madera de la tabla, porque quería pagársela y, así, agradecérsela. ¡Como si su salvador le hubiera regalado una madera y no la vida!
Lo bueno del amor y del agradecimiento es que ambos son gratuitos y un poco absurdos. Pero valen muchísimo más de lo que valen.
Como esa tarta que llegó por correo urgente desde Víena, valiendo diez veces más el envío que el objeto enviado. Pero yo estoy seguro de que, cuando mi amigo comió esa tarta, no estaba devorando un pastel cualquiera, sino el corazón mismo de su hijo.
9. Ochenta años.
Un buen amigo, que sabe el cariño que yo le tuve al padre Llorente, que fue misionero en Alaska durante más de treinta años y que hace poco murió, me envía la carta suya que recibió poco después de que el buen padre cumpliera los ochenta años.
Y, como es una carta-tesoro, me permito transcribir aquí alguno de sus párrafos:
En el primero habla del aniversario que acaba de cumplir. Y dice: «Me pide usted en su carta que le diga algo de lo que pienso al
entrar en los ochenta años. Le quedo muy agradecido por creer que a los ochenta años todavía puedo pensar. Yendo pronto al grano, digo que pienso en muchas cosas.
Por ejemplo, en los terribles y frecuentes sustos y sobresaltos que he causado al Angel
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